Moral y mística de la violencia
Quien es capaz de pensar, toma su bien de aquí y de allá, donde lo encuentra: el resto, adopta un sistema. A Georges Sorel le condenó al olvido y la incomprensión su terca irreductibilidad a cualquier sistema, la multiplicidad desconcertante de sus perspectivas, los nada patentes meandros causales que unen su odios y simpatías con sus ideas.. ¿Contradictorio? Lo fue visto desde fuera, visto desde ese sistema que hace de su ejemplar coherencia la mejor garantía de pereza teórica. Suele admitirse con excesiva prontitud la existencia de una perspectiva progresista más o menos inequívoca que transcurre sin demasiadas ambigüedades desde los posthegelianos hasta nosotros. Racionalista, científica, historicista, colectivista, obrerista, fundamentalmente optimista en suma, aunque de un optimismo centrado en las organizaciones más que en los individuos, esta perspectiva sirve para calificar la cualquiera según las categorías de reacción y progreso ante cada situación política o ante cada toma de partido teórica. Sorel desafía con su persona y con su obra esta clasificación engañosamente clara, cuyo beato maniqueísmo sin sombras ni contraluces nunca se denunciará bastante. Sucesiva y a veces, simultáneamente se le pudo calificar de monárquico, marxista, anarquista, dreyfusista y amigo de Jaurés, enemigo jurado de Jaurés y los dreyfusistas, sindicalista revolucionario, mentor ideológico de Action Française, nacionalista, partidario de la desaparición de todo estado nacional, propugnador de la violencia, pacifista esencial, admirador entusiasta de Mussolini y de Lenin, en quienes quizá influyó teóricamente... ¿Son estos rasgos contrapuestos justificación suficiente para que se le califique de «conocido embrollador», como hizo Lenin, o revelan más bien los tanteos y fracasos de un espíritu singularmente honrado, sin definitivas recetas teóricas, sumamente atento a las modificaciones no siempre previsibles de la realidad histórica? No voy a incurrir ahora, por supuesto, en una apología de la inconstancia o de la confusión como preservativos contra el dogmatismo sistemático. Pero es preciso destacar que hubo muy poco de caprichoso en el devenir intelectual de Sorel. Es cierto que no tuvo el don de la claridad expositiva, lo que siempre es una desventaja, porque el que la realidad sea caótica y divagatoria no justifica que los libros que hablan de ella deban serlo también. Sus enciclopédicos conocimientos de autodidacta están mezclados en él, más que puestos a su servicio: las urgencias de un periodismo político de combate te precipitan a veces a polémicas circunstanciales de las que no siempre sabe remontarse. Pero lo cierto es que tuvo unas cuantas ideas maestras, vigorosas y pregnantes, que defendió durante toda su obra, y cuya oportunidad teórica y práctica me parece que no ha decrecido. Las encontraremos fundamentalmente en su obra clave las Reflexiones sobre la violencia, que ahora aparecen en Alianza Editorial en traducción verdaderamente admirable, en conjunto, de Florentino Trapero.
Reflexiones sobre la violencia
De G. Sorel. Traducción de Florentino Trapero. Alianza Editorial, 1976
Socialdemócratas
Ciertos autores se definen fundamentalmente por sus enemigos: los de Sorel fueron los socialdemócratas de toda laya, cuyo reformismo acochinado y cuyo electoralismo maniobrero atacó con un verbo digno de la edad de oro del panfleto en que vivía. Algunas de sus caracterizaciones no han sido mejoradas: «Con harta frecuencia- dice de su enemigo- estima que unas pequeñas reformas realizadas en la constitución política, y sobre todo en el personal del Gobierno, bastarían para orientar el movimiento social de manera que atenuase lo que el mundo contemporáneo ofrece de horroroso a las almas sensibles. En cuanto sus amigos están en el poder, declara que conviene dejar que las cosas sigan su curso, no apresurarse demasiado y saber contentarse con lo que su buena voluntad le sugiera, no es siempre únicamente el interés lo que dicta sus palabras de satisfacción, como suele creerse: al interés le ayudan grandemente el amor propio y las ilusiones de una anodina filosofía». Desconfió radicalmente de todos los partidos políticos, incluso de los que se reclaman de base obrera, contra cuyo juego electoral arremete: « La emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los propios trabajadores, como se sigue diciendo día tras día en letras de molde, pero la verdadera emancipación consiste en votar por un profesional de la política, en procurarle los medios para forjarse una buena situación, y en dejarle que se transforme en amo. » Puso sus esperanzas en un sindicalismo revolucionario apolítico, cuya imagen toma de Ferdinand Pelloutier, con algunos toques de Proudhon. Para este sindicalismo reclama el derecho a la violencia, que en su concepción nada tiene que ver con el terrorismo ni la coacción organizada. Distingue entre violencia y fuerza: esta última es para él la represión institucional con la que el Estado -todo Estado- defiende la separación en clases y la explotación, mientras que la violencia es el levantamiento de los trabajadores oprimidos contra la fuerza vigente. La expresión definitiva de tal violencia revolucionaria es la huelga general, colapso absoluto de la sociedad burguesa y comienzo del nuevo mundo justo y libre. La idea de huelga general no debe ser tomada como un proyecto ni como una utopía, sino como un mito. La distinción entre mito y utopía es fundamental en Sorel y una de sus ideas mas hondas, los mitos no son descripciones de cosas, sino expresiones de voluntades, levaduras de entusiasmo que movilizan para la acción a las masas, a quienes crean un «estado de ánimo épico»; las utopías, en cambio, son construcciones puramente intelectuales que se atarean en desmontar y ensamblar de nuevo las piezas del viejo mundo dado, que siempre acaba reconstruido finalmente del mismo modo. La función que cumple el mito de la huelga general es doble: táctica y moral. Por un lado «los sindicatos revolucionarios razonan acerca de la acción socialista exactamente igual que los escritores militares razonan sobre la guerra: encierran todo el socialismo en la huelga general: consideran que toda combinación debe conducir a ese hecho, y contemplan cada huelga como una imitación reducida, un ensayo y una preparación para la gran convulsión final». Pero lo esencial del mito -y aquí aparece la huella de Nietzsche- es su papel de vigorizador moral, fragua de temple y energía de los revolucionarios que les impide reblandecer su ímpetu en meras reivindicaciones a corto plazo y les mantiene tensos hacia el objetivo definitivo: la abolición de la sociedad clasista y del Estado que la sustenta.
Desconfianza ante el progreso
Cierto es que hoy ya sabemos el uso que totalitarismos fascistas pueden hacer de ciertos mitos, aunque se trata de mitos muy distintos al esgrimido por Sorel. Pero también hemos visto el triste destino de las utopías, los reformismos y los partidos estatistas que representan al proletariado hasta esclavizarlo. La desconfianza hostil que sintió Sorel por el progreso, la tecnología y el teoreticismo revolucionario le emparientan a veces con ciertos derechismos, pero también con los mejores momentos de la escuela de Francfort. Su paradójica miseria fue la del intelectual que desconfía del intelectualismo, pero no por ello logra ganarse la confianza de los que viven de sus manos. Su clarinazo de exigencia ética que repudia la componenda y apela a la conciencia para reclamar el todo o nada de la apuesta revolucionaria es todavía audible.
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