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Reportaje:

La música popular brasileña, un tesoro ignorado

En el terreno musical Brasil se revela inmensamente rico. Al igual que en los Estados Unidos, la benéfica influencia africana no es ajena a esta comprobación elemental.En los primeros tiempos de colonización portuguesa la existencia de música popular era imposible en Brasil dado que no existía pueblo: los indígenas, primitivos dueños de la tierra vivían en estado nómada; los esclavos negros apenas gozaban de cierta representatividad social en tanto miembros de comunidades religiosas; los raros blancos y mestizos libres, empleados en las ciudades, constituían una minoría sin expresión cultural propia, lo que los llevaba a identificarse pendularmente, con la de los propietarios blancos o con la conformada en la ritual negritud que acompañó el aculturamiento de los esclavos.

Por tanto la música popular surgirá durante el siglo XVIII en las principales ciudades coloniales -Bahía y Río de Janeiro- cuando la explotación del oro de Minas Gerais, al obligar el traslado del aparato económico del Nordeste hacia el centro-sur del ancho país, hace posible la formación de una clase media urbana en ambos centros administrativos. Igualmente habría que esperar que en ese nuevo auditorio madurara una expectativa cultural capaz de provocar una síntesis de los diversos elementos musicales. Porque hasta entonces la música brasileña había vivido escindida entre los cantos rituales, los batuques africanos y las coplas, romances, jácaras y serranillas de los colonizadores géneros que se remontan a los primeros burgos medievales.

El primer compositor popular, reconocido históricamente como tal, despuntó a mediados de aquel siglo en un guitarrista mulato -la síntesis no podía estair mejor corporizada- el carioca Domingo Caldas Barbosa.

El documento más antiguo sobre Caldas Barbosa y la aparición de la modinha -los manuscritos del doctor en Derecho canónico Antonio Ribeiro dos Santos- revelan que la gran novedad llevada a Lisboa por el mulato fue la abierta ruptura con las anteriores formas inusicales y, fundamentalmente, con la concepción moral de la clase gobernante, concepción cristalizada en las «viejas cantilenas guerreras, inspiradoras de ánimo y valor». Aquellas «canciones plagadas de suspiros, requiebros y refinados galanteos», surgidas en la colonia por un menor control moral al existente en la corte atendían -su aceptación lo confirma- las nuevas condiciones que la vida lisboeta exigía.

Es que el oro brasileño llevaba un tesoro portugués, una riqueza superior a la imaginada, permitiendo tal ampliación del círculo de las grandes familias burguesas y nobles agrupadas al calor del trono que la corte cobraba un fulgor desconocido hasta entonces, ávidos de romper los prejuicios, se entregarían al desenfado con que Caldas Barbosa discurría por una temática que hablaba del amor sensual. También, en una época en que la música erudita sobrevaloraba la melodía la aparición del rítmico punteo de la guitarra, brasileña introduciría un soplo renovador en el sereno panorama europeo: cuando lord Beckford visitó el Portugal de María I en 1786, apuntó luego de asistir a un sarao en el que se ejecutaron modinhas, su sorpresa ante el sracatto monótono de la guitarra».

Todavía hoy la modinha se interpreta y se graba, Juca Chaves, Sergio Bittencourt y Chico Buarque registraron en sus amplias discografías el retorno al romanticismo dieciochesco. Pero no fueron los únicos: en 1971 la banda sonora de aquella historia que irritaría los lacrimales y el gusto de una generación. Love story escandalizó por una coincidencia que muchos llegaron a exagerar en plagio. La composición de Francis Lai se parecía demasiado a Penas del corazón -buen título para la película- que el flautista Pedro de Alcántara compuso en 1907. Con la creación de esta danza en 1870 el pueblo de Río de Janeiro incorpora a la música del Brasil la primera de sus muchas e importantes contribuciones. Si la auténtica música popular nace de un profundo sentimiento colectivo y, por tanto, surge de y para el pueblo, el maxixe se gestaría -como señala José Ramos Tinhorao- en música popular de indios, negros e mesticos al intentar la musicantes adaptar la polca europea a los pases de baile que los creativos negros y mestizos le incorporaban.

Cuando la polca llegó a Río para ser presentada en el teatro San Pedro, en 1845, los trabajadores libres constituían un reducido sector social, y los esclavos, mayoritarios, cultivaban aún el primitivo batuque. La polca pasearía su allegretto por los salones elegantes, infundiendo una euforia similar a la vivida en aquellos mismos años por quienes se beneficiaban del auge económico y del superávit en la balanza de pagos. Pero si el mestizaje era una forma de intercambio cultural, social y sexual, la música seguiría idénticos derroteros. Joao Chagas, a fines del XIX, dará cuenta en Alguns aspectos de civilizacao brasileira que el maxixe «es el enlace impúdico de dos cuerpos». Era más que eso: una adaptación de antiguos elementos que provocarían el nacimiento de una nueva música con una coreografía servida por el batuque y el landú, corrige Renato de Almeida en su Historia da música brasileira.

Es que el crecimiento de la vida urbana carioca y el correspondiente ablandamiento del rígido esquema patriarcal permitió que los hombres crearan nuevas relaciones sociales fuera del ámbito familiar. Los honestos cabezas de familia, enterados de que en los nacientes asentamientos populares se bailaba una música que permitía abrazar a las mujeres no demoraron en confirmar sus expectativas. Pois o proprio Padre Santo / sabendo do gozo que tem, / virá de Roma ao Brasil / Dancar maxixe também anunciaban los sacrílegos versos. La canción se equivocaba, un brasileño tuvo que peregrinar hasta Roma para que el Papa bendijera el hallazgo.

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