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El hombre, Dionisio Ridruejo

Tomo en mi mano Casi unas memorias de Dionisio Ridruejo e inevitablemente siento que a través de ellas se me hace cárnea verdad real, no espectral verdad de razón, el más penetrante de los testamentos literarios de don Miguel de Unamuno:Os llevo conmigo, hermanos. / para poblar mi desierto. / Cuando me creáis más muerto, / retemblaré en vuestras manos. / Aquí os dejo mi alma-libro, / hombre-mundo verdadero. / Cuando vibres por enlero, / soy yo lector, que en tí vibro.En los adentros de mi mano. y por intermedio de un alma-libro, alma hecha papel impreso, está vibrando y me hace vibrar por entero un hombre-mundo. alguien en cuya personal realidad se hizo vida y palabra, palabra y vida, el mundo en que existió. Escribiendo de sí y para sí mismo, el don Miguel de Hendaya escribía también para un mozuelo que precisamente en ese año -1929- exhalaba entre sillares escurialenses sus primeros balbuceos líricos, Casi unas memorias: alma-libro del hombre-mundo que fue, que sigue siendo Dionisio Ridruejo.Adivino la objeción. Más que éste, se me dirá, ¿no serán sus libros de poemas, desde Plural hasta En breve, los verdaderos alma-libros de nuestro amigo? Puesto que él era poeta. ¿no habrá sido en sus versos donde más directa y auténticamente haya puesto Dionisio el nervio y la verdad de su alma? Muy cierto, sí, pero con esta, condición: que a esos versos se les vea y entienda asumidos en las páginas que ahora comento. El mismo nos lo dijo cuatro semanas antes de su muerte, definiendo su vocación desde lo más hondo de su persona:« Me interesa, poder morir con, la conciencia a punto. Con la evidencia de haber obrado con sinceridad, con honradez y con solidaridad. Y si me dieran a elegir entre el destino de un poeta cuyos versos serán repetidos dentro de cinco siglos y el de un ciudadano que ha ayudado a que sus vecinos vivan un poco mejor, elijo, aunque parezca mentira, esta última aspiración.» Declarando testamentariamente lo más íntimo de su vocación, mejor, la más íntima de sus vocaciones, el hombre-mundo Dionisio nos está haciendo saber que Casi unas memorias es su alma-libro.

Ser hombre

Dionisio Ridruejo, hombre. Pero ¿qué es ser hombre? ¿Quien que no se contente con la pura bipedestación puede usar ese exigente término para designarse a sí mismo? Desde las más antiguas y venerables formas de la sabiduría, hasta las más recientes e ingeniosas expresiones de la sofística, todo un aluvión de sentencias filosóficas y poéticas se nos echa encima, a manera de respuesta. Repitiendo a mi modo algo que seguramente ya ha sido dicho, añadiré la mía. Ser hombre, serlo de veras, es andar por el mundo dispuesto en todo momento a decir: «Esto soy y para esto vivo.» Esto soy: por tanto, esto quiero ser para ser yo mismo. Para esto vivo: por tanto, en esta concreta fidelidad quisiera tener el centro de mi vida -más allá de todas mis posibles ligerezas y de todas mis posibles evasiones cuando la muerte se acerque a mí con la breve e inapelable palabra que ella emplea: «Vámonos».Y si esto es ser hombre. hombre cabalísimo fue nuestro Dionisio.Como respondiendo por derecho a lo que acabo de afirmar, él nos lo ha dicho: «Me interesa poder morir con la conciencia a punto.» Fue, quiso ser poeta, para ser poeta vivió, y a punto tenía su conciencia cuando su enemiga la muerte, luego diré el por qué y el cómo de su enemistad con ella, con violencia le separó de nosotros: porque sus poemas nunca fueron mármol tallado, aunque un momento parecieran serlo, sino pasos de su inacabado caminar hacia la expresión esencial de sí mismo. Por vocación ética, y no por ambición de mando, fue y quiso ser político, para ser político vivió, y en la constante inmolación por la mejora de nuestra convivencia civil tuvieron muy central clave cuarenta años, cuarenta cortos años de su vida. Muchas más cosas fue y quiso ser, y para muchas más cosas fue viviendo; ahí, junto a nosotros está todavía el hombre esclarecedor de todo aquello que el mundo iba poniendo ante él o a que su mente quisiera aplicarse, y el padre de sus hijos, y el amigo de sus amigos, y el varón de buena compañía, el claro varón, como le llamaría un escritor antiguo. Decidme: en todas y en cada una de estas líneas de acción, ¿no es cierto que Dionisio supo ser hombre cabal, y serlo como pocos, si para entenderla hombría se acepta la fórmula que antes propuse?

Pero decir esto del hombre-mundo que con Casi unas memorias hace vibrar por entero -esto es, hablar de Dionisio sólo según lo que él fue y quiso ser-, nos deja a la mitad del camino. Es preciso decir a continuación cómo Dionisio fue eso que él fue y quiso ser: es necesario hablar de su personal estilo en la realización de tan genérico y esencial modo de ser hombre.

Dionisio Ridruejo, «tal» hombre. Dionisio, protagonista en la empresa vital de hacerse personal y libremente a sí mismo. Libre mente, digo, pero sólo con esa libertad condicionada desde dentro y desde fuera de ella misma, en la cual la persona humana tie ne, su ventura y su riesgo, su vuelo y su límite. Sólo condicionadamente, en efecto, puede un hombre ser creador y libre, incluso cuando la materia de su creación es la existencia propia. Condicionada su libertad por su naturaleza y por su mundo, filtrada esa libertad suya por su siempre débil cuerpo -«Una peca de verano sobre su existencia anímica", podría decirse de él, como de Novalis se dijo- y por áspera, irrenunciable condición de español de este tiempo. ¿cómo fue hombre Dionisio Ridruejo? Tal debe ser nuestro problema.

Nada más fácil que resolverlo poniendo en serie unos cuantos adverbios: lo fue lúcidamente, generosamente, delicadamente. conciliadoramente, encantadoramente. Para su bien y para su mal, para el logro de la grande, sustancial eminencia de su persona y para el padecimiento de los menudos accidentales lunares de su conducta, hasta el extremo llegó Dionisio en la faena de hacer realidad en su vida cotidiana todas esas expresiones modales. Lúcidamente era hombre Dionisio, y pronto lo advertía para su provecho quien tuvo la suerte de oírle hablar. Pero junto a esta diamantina eminencia, el pequeño lunar: porque a veces, sin él saberlo, le esclavizaba el brillo iluminador y transparente de su propia palabra, y ésta le hacía olvidar todo lo que pudiera haber después de aquel presente.Como pocos me ha llevado a mi amigo a discernir esa variedad de nuestra especie que yo alguna vez he llamado «hombre presencial». Generosamente era también criatura humana, porque por pura generosidad se regalaba a sí mismo sin contrapartida. y era maestro en el no fácil arte -lo diré con sus propias palabras- de «ver la flor en el estercolero y el marfil en la carroña», ahora con el reverso de cierta frecuente blandura ante lo que en la vida de sus circunstancias no era flor, ni era marfil. Y así, directamente apoyados en la espléndida realidad de su vida, podríamos ir glosando el haz y el envés de los restantes adverbios de mi letanía: delicadamente, conciliadoramente, encantadoramente. No quiero yo, sin embargo, limitarme a describir; yo quiero ,interpretar. aunque así pierda mi pie el terreno firme de los hechos y empiece a moverse sobre el tremendal de las conjeturas. Y ya resuelto a pechar con el riesgo en que nos pone toda interpretación, he aquí la mía ante el hombre que invisiblemente está hoy entre nosotros: «Dionisio fue un castellano viejo sensible al encanto de la vida, que se encontró a sí mismo a través de Cataluña y de Italia». Daré las razones por las cuales yo le veo y le entiendo así.

Un castellano viejo

Dionisio, castellano viejo. Dejando de lado las veladas confidencias autodefinitorias que en ocasiones afloran en las páginas de su Castilla la Vieja, en dos graves momentos de su vida se sintió a sí mismo como tal castellano: cuando no cúmplidos aún los veinticinco años asumió en Valladolid la Jefatura Provincial de Falange. y cuando gravemente, confesionalmente, lanza hacia su propia persona una de sus miradas postreras. En el primero de esos dos trances, lo que en su alma se produce no pasa de ser un vago entresentimiento, al cual dará luego figura articulada el recuerdo escrito. Dionisio advierte entonces el contraste -y, con éste, la secreta unidad- entre los dos castellanismos que por esos años están operando en las estancias interiores de su ser: el «castellanismo llanero, centralista y hegemónico» de que Valladolid era a la sazón cabeza, y el más originario «castellanismo de los montañeses (Santander o Burgos, Soria o Segovia) que podían reivindicar la Castilla recogida y suya, municipal. condal o real». De éste procedía él, y hacia el otro iba aquella tarde de enero de 1937, cuando desde el Eresma claro y gentil rodaba su automóvil en busca del Pisuerga neblinoso y bronco. Sobre la segunda y última confesión de su castellanía, pronto hablaré, porque lo que ahora me importa es precisar brevemente cómo entiendo yo el primero de los términos de mi propia fórmula.

Dionisio, un castellano viejo sensible al encanto de la vida; coletilla muy necesaria, porque para el castellano más tópico e influyente en la historia -«iCaballero, en Castilla no hay curvas!» proclama el campesino de Ortega- la entrega al encanto de la vida no suele pasar de ser molicie moralmente sospechosa o violenta evasión ocasional. Estilizando, sin duda, pero acertando en lo esencial, el castellanísimo Quevedo, poeta el cual tan aficionado fue cuando joven este otro poeta, nos lo ha dicho en dos lapidarias sentencias. La que interpreta el modo de vivir de los castellanos clásicos: si queréis, de los castellanos legendarios:

'Pródigos de la vida, de tal suerte / que cuentan por afrenta las edades /y el no morir sin aguardar la muerte.

El «no morir»: esto es el «ir viviendo». Vivir sin aguardar la muerte, afrenta. Y junto a esa estremecedora sentencia la no menos estremecedora que describe la concepción castellana de la libertad: Aquella libertad esclarecida. / que donde pudo hallar honra de muerte / nunca quiso tener más larga vida.

Movidos por esta medular nota de su vividura, como diría Américo Castro, hicieron los castellanos su historia y la de España, mientras no se les secaron las venas interiores del alma. Qué bien nos lo ha hecho ver Dionisio en el preámbulo a su estupenda descripción de Castilla la Vieja: «Un pueblo, si se quiere, dramático. que. llevado por su sino, terminó por aceriturar su dignidad hasta hacerla parecer su propia caricatura, en la vanagloria amanerada y ceremoniosa que oculta y revela la desecación del hombre interior.»

Nunca la castellanía de Dionisio fue esa perturbadora caricatura de la dignidad castellana que él mismo denuncia. Desde luego. ¿Puede afirmarse, sin embargo, que su vida fuese ajena al estilizado y patético canon que pro claman las sentencias quevedescas? Sí y no. Sí, porque él supo ver en Castilla y en su propia intimidad un motivo vital mucho menos patente que el anterior. Castilla, tales son sus propias palabras, es también "un pueblo muy libre, que engendra en la retaguardia de su acción un extraño doble lleno de pudorosa comprensión e irónicamente apiadado de si mismo». Sí, a la vez, por que fue abiertamente sensible al encanto de la vida terrenal, de la «primera vida» manriqueña. Lo fue ante todo por naturaleza, más también, me atrevo a pensar, porque, sin haber perdido por completo la soriana sobriedad de su estirpe, su persona se templó y se abrió al mundo dentro de la cordial, afable, casi italianizante Segovia. Y no, al mismo tiempo, porque su ingreso en la política y la llameante experiencia de la guerra civil le hicieron vivir la castellana prodigalidad de sí mismo y el castellano sentimiento de la libertad que roncamente cantan esos judiciales versos de Quevedo. Dionisio amaba tanto como el que más -dannunzianamente, aunque sin el oropel esce nógráfico de la retórica dannunziana, diría yo- el encanto de la vida, y entendió la política como un servicio abnegado, no se eche en saco roto este adjetivo, al mejor vivir de los demás, de todos los demás, comenzando por los que a él fueron más próximos. Sin du da. Pero, ¿cómo no ver en él al castellano tradicional, quevedesco, si se recuerda su conducta entre y sobre la sangre de nuestra atroz contienda fratricida, y la cidiana o cortesiana carta que le lleva al destierro de Ronda, y las declaraciones que le ponen tras las rejas de Carabanchel, y las acciones que le fuerzan al exilio en París, y tantas declaraciones y acciones más desde el día en que, como él dice. «entró en la política de gestión cogido por su propia palabra»? Tal anverso y tal reverso tenían al término de la guerra civil la relación entre Dionisio y la vida. Pero la aventura de esa relación no había de quedar ahí.

El corazón de Cataluña

No contando el tesorero paso de la edad y la experiencia diaria de aquella decepcionante historia de España, dos sucesos iban a influir decisivamente sobre la instalación de Dionisio en el regazo de la madre tierra: su descubrimiento del corazón de Cataluña y su ávida, amorosa absorción de la vida italiana. Sin uno y otra, no habría modulado Dionisio como luego lo hizo el fino tenor de su existencia en el mundo.

Con el corazón de Cataluña -no sólo con las calles de Barcelona- comenzó a ponerle en contacto su existencia de enfermo en las laderas del Montseny; y más tarde y profundamente su vida conyugal. El castellano sensible al encanto de la vida pudo así descubrir dos radicales tesoros del modo catalán de vivir: el gusto de arraigarse en este mundo a través de los sentidos y, complementariamente, la ironía ante la tentativa de conquistar por modo laborioso o por modo contemplativo la realidad en que ese entrañable gusto tiene su fundamento. Maragall. o el noble, nobilísimo canto del amoral mundo que vemos y tocamos: Si el món ja és tan formós, Senyor.. Rusiñol o la inteligente, más nunca amarga ironía ante ese amor, e incluso la socarrona o soñadora certidumbre última de que a él no se puede ni se que a él no se puede renunciar. Maragall canta líricamente la triste negrura de la estrecha calleja barcelonesa en que pasó su infancia y la redentora alearía del sol que de cuando en cuando la iluminaba:

Quan jo era petit /vivía arraulit / en un carrer negre. El mur hi era humit. / pro el sol hi era alegre.

Rusiñol, por su parte. da irónica figura señorestevesca a la vida barcelonesa que en esas oscuras callejas trabajaba y soñaba. Pero dentro del uno y del otro, en el corazón de los dos y de su pueblo, late la misma esparriganca - de goig i alegria, ese placiente escalofrío que en su fondo, por debajo de la ironía en Rusiñol, por debajo de la devoción en Maragaall, es siempre la experiencia de ver con nuestros ojos la cambiante realidad del mundo: aunque tal realidad no pase de ser una calleja negra y húmeda. Gusto e ironía en total y gozosa unidad ambivalente. ¿Acaso no hay una chispa de ironía venerativa hasta en el centro de la ingenua. conmovida y conmovedora gravedad del Cant espiritual, cuando su autor escribe: Ja ho sé que sou, Senyor, pro on sou, qui ho sap?; «Ya sé que soy. Señor, mas dónde. ¿quién lo sabe?» El largo y amoroso contacto de Dionisio con el corazón de Cataluña, dato clave para entender la consistencia de su persona a partir de 1939, le llevó a descubrir y hacer suya, nutriendo e incrementando la sensibilidad para el encanto de la vida que en él había ya, esa catalana mezcla de la degustación del mundo sensible y la ironía ante nuestra incapacidad para llegar hasta el fondo del mundo que nos encanta. De tan decisivo descubrimiento será tardía y legible testimonio literario el Cuaderno catalán; pero quien haya conocido de antiguo y de cerca el estilo vital y el orbe sentimental y estimativo de Dionisio e incluso, ya en el orden político su idea de la realidad histórica y social de España-, ése sabe muy bien que nunca podrá entenderse con rectitud su modo definitivo de ser hombre sin tener en cuenta su morosa travesía por el corazón de Cataluña. El castellano viejo se hizo así español novísimo y hombre más completo

Ventura italiana

Más aún lo será cuando a esa habitual o periódica experiencia de Cataluña se añadan los dos años y medio de su experiencia italiana. ¿Ha habido alguien que tan sincera y verdaderamente como él pudiera repetir el viejo «Castilla, ni natura-, Italia, ni ventura»? Dionisio conoció a fondo París y menos a fondo, aunque sí de manera suficiente, Alemania; pero el camino real para acceder vitalmente a su condición de europeo entero y verdadero fue sin duda Italia, y dentro de Italia. Roma, Italia, el país donde el amor al mundo y a la vida, desde Francisco de Asís hasta Milagro en Milán, se ha hecho cosa atmosférica y espectacular, y donde la ironía ante la vida y el mundo tantas veces llega a ser pura ingeniosidad cínica, Italia, la tierra que el castellano y el español castellanizado siente a un tiempo tan próxima y tan distinta. en definitiva, tan insustituiblemente deletitosa. Nunca olvidaré cómo durante mi segundo viaje a Roma. Dionisio me enseñaba como «cosa propia» sustancia de su vida eran ya las bellezas de la urbe por excelencia. Y quien no haya vivido el reqalo de este trance, lea y vea, que también los dibujos de Fernando Chueca son cosa de ver, la mejor de las prosas que han salido dela pluma de nuestro amigo: la que contienen las páginas no por azar del ensayo literario que al recuerdo de esa urbe consagró. Ya tenemos concluso ante nosotros -concluso: terrible palabra ahora- el modo como fue hombre Dionisio Ridruejo, un castellano viejo sensible al encanto de la vida, que regresó a sí mismo a través de Cataluña y de Italia. Hacia sí mismo regresaba como tal criatura de la vieja Castilla cuatido a si mismo se miró cuatro semanas antes de su muerte: «Yo soy un castellano viejo, y como castellano viejo estoy ligeramente tocado de estoicismo, y como hombre ligeramente tocado de estoicismo considero que las glorias del mundo son vanidad de vanidades. Así pues, mi triunfo me interesa poco... Me interesa poder morir con la conciencia a punto.» Más allá de su nativa sensibilidad al encanto de la vida y de la esencial potenciación de esa sensibilidad por la experiencia de Cataluña y de Italia, un último, indeleble resto de castellanía quevedesca había en él. Tanto más último e indeleble, cuando que ese mismo Dionisio estoico, tan herido ya, hubiese podido terminar su confidencia, gritando con todas las fuerzas de su pecho: «Y con todo, amigos, ¡viva la vida! » Volvamos al poemilla de don Miguel:

Os llevo conmigo, hermanos, para poblar mi desierto.

El desierto de don Miguel era el que en torno a él ponía entonces, aunque a veces no estuviese solo, el dolor de su exilio en Hendaya. ¿Está solo Dionisio? No lo sé. Sé, en cambio, que el espectáculo de esta España nuestra me mueve a contrahacer por mi cuenta ese comienzo del poemilla unamuniano. Ahora no será el autor quien hable a sus lectores: ahora serán estos quienes se dirijan al autor ausente para decirle: Te traeré comnigo, hermano, para suscitar concierto. Y con este libro suyo él nos dirá que no está muerto, que sigue viviendo, que retiembla en nuestras manos. Aquí tenemos Casi unas memorias. Aquí, en este alma-libro. el hombre-mundo que fue Dionisio Ridruejo. Aquí, en fin, la vibración que desde él nos llega. Un deseo vehemente: que todo ello logre mover a con cierto a cuantos entre nosotros aman de veras la libertad y la justicia. Pensando en la expectante y menesterosa muchedumbre de los españoles. no me parece posible pedir más.

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