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Una medida significativa: el reconocimiento del Institut d'Estudis Catalans

El reconocimiento oficial del Institut d'Estudis Catalans, acordado en el último Consejo de Ministros es, posiblemente, con relación a Cataluña, la medida de mayor significación cívica tomada por un Gobierno español desde 1939. Si limitamos la afirmación al campo cultural, la afirmación cobra aún mayor entidad.

En efecto, el Institut es una de las instituciones que representan claramente a Cataluña, que hace unos decenios se quiso destrozar y cuya recuperación es ya— hoy en día— absolutamente innegable.

Lo acertado de la medida del Gobierno ha sorprendido. Y ello cuanto que en ocasiones recientes, el anticatalanismo del pasado parecía que podía ser sustituido por otra postura de casi idéntico resultado. Aludimos al hecho que algunas medidas gubernamentales, concebidas con la mejor intención, resultaron ser regresivas. Tal fue el caso de la desafortunada —por decirlo en términos leves— ley reguladora del uso de las lenguas regionales, que queriendo liberalizar, representó un paso atrás, ya que la realidad había superado con creces las normativas legales.

El buen sentido de la medida reconocedora del Institut es debida al pactismo, por decirlo en expresión de Vicens Vives, de dos eficaces personalidades públicas. Por un lado, Juan Antonio Samaranch, presidente de la Diputación de Barcelona. quien encomendó la dificil misión al diputado provincial Marcelino Moreta y, por otro lado, al presidente del Institut, doctor Josep Alsina Bofill. Por ser representativo, por ser importante, por ser imprescindible, el Institut quiso ser arrasado, como Cataluña entera. El verbo, vale la pena recordarlo, fue utilizado por quien quiso ser un arrasador de primera categoría pero que, en cambio, fue él mismo arrasado en 1960 por un movimiento popular perfectamente recordado.

Aludimos a Luis de Galinsoga, quien el 19 de febrero de 1939, respecto al Institut escribía: «cuya obra nefasta y traidora urge arrasar», añadiendo que «fue el encargado de manufacturar con avisado ingenio de mercachifle que asegura mercados a su producto de la tradición catalana, desgajada de la tradición hispánica».

La supervivencia

Pese a todo ello, el Institut sobrevivió, en las catacumbas, como toda Cataluña, pero ahí está. Pudo resistir porque personalidades a las cuales hubiese sido demasiado grotesco calificar de rojo-separatistas. De ellas cabe recordar, en un primer término al arquitecto Jose.Puig i Cadafalch, segundo presidente de la Mancomunidad de Cataluña. Sin embargo, el Institut perdió su sede, su biblioteca —púdicamente rebautizada «Biblioteca Central», en vez de «Biblioteca de Cataluña»— y. desde luego, tuvo que recurrir al mecenazgo para proseguir su labor.

Ahora y siempre, desde su creación en 1907, por el primer presidente de la Cataluña moderna, Enric Prat de la Riba, la función del Institut ha sido la alta costura. Nació —su nombre lo indica— en base al ejemplo del Institut de France, es decir, como instrumento superior de las diversas academias científicas (en 1907 sólo unas pocas, primero cinco, luego ocho, que en la actualidad se han convertido en veintiocho).

Su misión más importante, atendido el papel determinante de la afirmación lingüística catalana es, sin duda encomendada a la sección bibliográfica. Esta, debe mantener al día el diccionario normativo de la lengua catalana que redactara Pompeu Fabra. Es innecesario precisar la importancia de esta labor, que en algún caso puede haber merecido, no obstante, alguna crítica justificada. Pese a todos los pesares —es decir, a los muchos galinsogas que Cataluña ha tenido que sufrir— el Institut ha podido llevar a cabo su misión. Y ahí está. Como están otras instituciones catalanas, cuya preservación ha sido posible gracias al sacrificio callado, pero no menos heroico, de un pueblo que demuestra con su beligerancia cotidiana su existencia real y concreta.

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