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Contenidos económicos de las autonomías / y 2

Desde el otro lado, se exageran abundantemente los peligros y costes de la alegada fragmentación del Sector Público que su descentralización implica, de la pérdida de «economías de escala», de la dispersión de esfuerzos y objetivos. Se olvidan, al argumentar así, los costes y despilfarros de un centralismo tan patológico como el que actualmente sufre España ¿A dónde iríamos a parar con cincuenta Ministerios de Agricultura? Da la impresión de que, desde luego, no a una situación peor que la actual en lo que se refiere, por ejemplo, a la extensión agraria. Alava es una provincia pequeña y su Diputación Foral una institución de modestas dimensiones económicas. Los alaveses llevamos mucho tiempo sin tener que lamentarlo.Pero es muy cierto que los aludidos peligros y costes existen. Hay una relación clara entre la envergadura de las competencias que cabe atribuir a una institución autónoma y sus dimensiones. Las del conjunto español pueden ser las mínimas para no pocas finalidades. Es improbable que el país pueda permitirse, por ejemplo, más de una compañía aérea estatal con vuelos internacionales regulares. Es necesario, también, que se mantenga un mínimo de coordinación entre las actividades de las diversas Administraciones centrales y periféricas. Cabe esperar queja coordinación se produzca ya espontáneamente: lo que entre nosotros llamaríamos mancomunidades y conciertos son un fenómeno muy típico de los sistemas federales o descentralizados. Se recurre además, en ellos, a mecanismos que imponen en alguna medida -acentuada para tareas consideradas prioritarias- esta conjunción de fines y actividades. Generalmente, ofreciendo desde el centro la financiación parcial de lo que se considera deseable que la periferia emprenda: esta es la filosofía en los conocidos «grants-in-aid » norteamericanos.

Aún teniendo en cuenta reservas del género de las mencionadas, parece que, en la materia, la carga de la prueba pesa (casi) en su integridad sobre quienes se opongan a la atribución a la periferia de competencias administrativas de contenido económico. Sólo lo demostradamente inapto para la descentralización debiera continuar centralizado. Lo que será desde luego, en España infinitamente más fácil propugnar que llevar a cabo. La Administración Central estableci da va a defenderse con uñas y las ideas claras. No se nos hable de desintegración del Estado cuando se trata de desprivatizarlo; no se confundan los intereses del país -o los de Castilla o de Andalucía- con los de la burocracia que en él se ha enquistado.

El sistema fiscal, en el centro de la cuestión

No hay autonomía real sin un reparto de los ingresos públicos sistemático, no discrecional, firmemente anclado en la constitución fiscal del país, entre centro y periferias, sin un sólido componente de autonomía presupuestaria. Se ha argüido antes que, en una organización política descentralizada, el sistema impositivo parece que ha de ser básicamente unitario. Entre otras razones, porque ésta es la única forma de lograr la condición previa de la justicia fiscal: el tratamiento igual de situaciones iguales. Lo que sí exige, imprescindiblemente, la descentralización es que el producto -la recaudación que genere este sistema unitario se distribuya, por principio, entre centro y periferias, y que estas últimas puedan gastarse la mayor parte de los recursos públicos que les corresponden exactamente en lo que les dé la gana.

No hay, por otra parte, descentralización viable sin -para utilizar la terminología habitual en los análisis del federalismo fiscal- equiparación, sin redistribución de los recursos públicos entre regiones ricas y pobres, o más y menos desarrolladas, o más y menos industrializadas. En otro caso, la descentralización opera, y brutalmente, en favor de las primeras.

El malentendido más grave que puede presentarse en este punto -ciertamente crítico- es el de suponer que el lugar (o región) donde se recauda un impuesto otorga (a la región) el derecho a quedarse con el producto de la recaudación. No es así. En primer lugar, porque los impuestos son repercutibles, tanto -obviamente- los indirectos como -según señalan los fiscalistas- los directos. No los paga quien los paga, sino quien los soporta y se soportan, de manera muy difusa, por el conjunto de los ciudadanos del conjunto del país. En segundo lugar, porque las polarizaciones de riqueza en unas u otras regiones son de muchas formas imputables a la utilización por ellas de los recursos y mercados que les ofrecen las demás. En consecuencia, todas las organizaciones políticas federales y descentralizadas contemporáneas distribuyen, entre las entidades periféricas, los recursos fiscales a ellas atribuidos, siguiendo (aunque a menudo de forma muy complicada) un criterio equiparador. Con ser criterio burdo, éste suele encontrarse, principalmente, en el número de habitantes de cada entidad. No se peque, en este extremo, de excesiva suspicacia periférica. Muy probablemente, en España, la gran beneficiaria del método opuesto -de una suerte de «adscripción territorial» del producto del impuesto- resultaría la villa, provincia o, incluso, región de Madrid.

Con tal equiparación no basta -puesto que en rigor no supone, o apenas, redistribución- en una economía afectada por desequilibrios económicos regionales tan fuertes como los españoles. Estos desequilibrios exigirían, para que la descentralización fuera en España viable, además y por lo menos, la financiación conjunta, a cargo del centro, de las periferias interesadas y de las demás, de proyectos (voluminosos pero sensatos) de desarrollo regional.

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