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Desde la calle: ante un fuerte partido conservador

Por la prensa vemos que se dibuja una coalición de figuras, sin duda ante la perspectiva de elecciones, que responde a esto que se llama la derecha. A juzgar por la lista de los que la encabezan, tenemos aquí la amenaza de algo bien distinto de lo que sería un gran partido en una etapa de veras nueva. Parece más bien una grave y tozuda persistencia en lo que es un pasado caduco, envejecido y, hoy, imposible.Por una parte hallarnos en tal coalición demasiadas supervivencias de etapas que los acontecimientos han dejado superadas y olvidadas; por otra parte pertenecen a ella «ideólogos» que hasta ayer mismo han proclamado su sustancial disconformidad con cualquier régimen de partidos y de elecciones de verdad representativas; de otro lado, esa coalición, que nos recuerda demasiado las largas etapas finales del Gobierno de Franco, parece que intenta disfrazarse con personas y grupos que se habían pronunciado ya por una política renovada en puntos fundamentales, una política que quería llamarse de centro, y representar la promesa de corregir el derrotero de tantos años, ese que ha puesto al país en el difícil trance en que estamos.

El anuncio de una fuerza política, basada en la unión de personalidades que habían empezado a definirse como muy dispares, parece obedecer a un sentimiento de alarma. Los que convergen hacia ella desde posiciones que se anunciaban un poco más abiertas y atractivas, ¿es que encuentran la situación tan peligrosa como para renunciar a posibilidades más interesantes? ¿O acaso los apoyos económicos de que la prensa ha dado autorizados ecos prometen tales seguridades de victoria, que merece la pena quemar toda esperanza fuera de la vieja nave, que, sin duda, está agotada y no en condiciones de afrontar nuevas tormentas?

La presencia en esa baraja de nombres de quienes provienen de los oscuros gabinetes de Carrero Blanco y de las máximas lealtades a un régimen personal que había arrojado toda careta ideológica, descubre una desconfianza en el futuro que desgraciadamente es patrimonio de la historia moderna de España y fuente de las desventuras políticas que hemos padecido. Es la vieja desconfianza de siempre, de los «obstáculos tradicionales» del siglo pasado, que arrastraron a Isabel II, y resurgieron una y otra vez después. Esa derecha política y económica se ha resistido siempre a la colaboración leal con una oposición real y auténtica, en la que se reflejen intereses e ideas opuestos a los suyos. En la lucha de esos privilegiados con quienes han sido arrojados, una y otra vez, fuera del régimen, se ha esterilizado la vida política y social de nuestro país. El reinado de Isabel II es la historia del creciente predominio de las fuerzas privilegiadas a través de las escalerillas y antecámaras de la reina llevada al trono por los liberales. Cuando en la segunda mitad del siglo las organizaciones obreras empiezan a constituir una fuerza política, los conservadores, y contagiados de ellos los liberales, se asustan ante las reivindicaciones sociales, y en su miedo al sufragio universal, lo retrasan cuanto pueden, se valen luego del caciquismo y del fraude, socavan toda posibilidad de espíritu público y nuestro país no consigue nunca reaccionar de modo equilibrado, sino con paroxismos y enloquecimientos de guerra civil, rebeldía desesperada y reacción implacable.

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La historia política del mundo occidental ha consistido durante la edad contemporánea en todo lo contrario: en ir buscando un difícil e inestable equilibrio de fuerzas en lucha. La civilización burguesa vio brotar en su interior las naturales ambiciones de las antiguas clases desheredadas. Con sus exigencias y con el progreso de la técnica asistimos hoy al espectáculo de que, al menos en los países más civilizados y más ricos, la colaboración y la mutua transigencia de capitalismo y socialismo ha producido formas de vida social más prósperas y, sin duda, menos injustas, además de más libres.

España, siempre aquejada de ese miedo ultraconservador al futuro, apenas ha podido conocer el funcionamiento de esta fecunda dialéctica, de lucha de clases sin aplastamientos implacables, que es el punto más alto de la historia del planeta en cuanto a cultura acumulada, riqueza y facilidad de vida. Esa tradición española de miedo al progreso impidió en su tiempo que, a diferencia de lo ocurrido en países más adelantados, los partidos obreros compartieran las responsabilidades del poder y tuvieran su intervención en la economía nacional. De la misma manera, el patrimonio de la cultura no fue a su tiempo extendido a todas las clases sociales y el país ha llegado a la irrupción de la nueva revolución tecnológica con una mayoría de la población compuesta de braceros en situación anterior a la revolución industrial de hace un siglo.

Quienes ahora promueven un partido conservador y atraen hacia el pasadismo a personas y fuerzas, que parecía empezaban a darse cuenta de que había que lavarse la cara, olvidan que la actual grave crisis del sistema político español no es caprichosa, sino que resulta de los hechos. ¿Será necesario recordarlos? La guerra civil, que surgió de la loca ira de unos contra otros, fue, también, como la del Vietnam, por ejemplo, una fase en la lucha entre grandes potencias. La intervención de Mussolini e Hitler es un hecho histórico. El caudillo de aquella guerra utilizó inteligentemente no sólo la ayuda militar, sino el aparato ideológico, que a él le importaba poco, pero que lo elevó a detentador carismático de todo el poder del estado. Con la ruina del fascismo en una de las más catastróficas derrotas de todos los siglos, Franco supo, antes de los diez años de tomar el mando de la empresa, hacerse con un poder como el de Hitler y Mussolini, pero libre de todo lastre ideológico. Lo que correspondía a los «partidos» únicos de los modelos, era ya un confuso magma de burócratas y aprovechados. Los «ideólogos», innecesarios, se evaporaron, mientras que se quedaron solos los dóciles y los ambiciosos para servir a los dueños del país. Ahora no había que luchar, ni siquiera que fingir elecciones. El poder político supremo estaba reservado al jefe, pero ahí estaban el poder social y el económico, ahí estaban los ministros de Educación, de Industria, de Comercio, de Hacienda, los Bancos y las grandes empresas. Las apariencias fascistas del nacionalsindicalismo, los gestos demagógicos de crear (para órdenes religiosas) unas universidades laborales que no parecen

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haber dado muchos titulados, y de bajar a un par de minas, ya no fueron necesarios. Un régimen puramente conservador, basado en la eliminación y silenciación de medio país, y perfectamente coherente con ella ha continuado hasta el agotamiento.

Es evidente que el sistema, después de cuarenta años, está agotado, terminado, y no tiene el menor atractivo para quien no está vinculado a él por las ventajas de la participación en los beneficios. Hay que ofrecer al país una realidad distinta. Un cambio profundo no es ahora un capricho. Lo pide la opinión mundial, que no puede digerir juicios de Burgos, atentados como el cometido contra Carrero Blanco y ejecuciones sumarísimas como las de hace un año. Y lo pide la opinión interior, la de los españoles, tanto de la mitad orillada desde 1939 como de otros muchos que figuraron en el bando vencedor y que fueron siendo eliminados por un régimen cada vez más envarado y reducido, y aun muchos que de buena fe pueden haber creído que no había otra garantía de paz que el régimen, pero que se alegran ahora de pertenecer a un país que no tenga que delegar para siempre toda su capacidad de gobernarse.

Las más altas instancias del régimen actual han sido despertar con sus promesas, en amplios sectores de la vida nacional, la esperanza de que nuestro país no se distinguirá ya más por un régimen de excepción, basado en la falta de Capacidad política de los españoles.

Pero en verdad que el anuncio de una coalición preelectoral apresurada de los más expertos enemigos de elecciones, partidos y Gobierno con base popular, que son la forma actual, y de probada eficacia, de los viejos obstáculos tradicionales, con gentes que parece querían colocarse más en el centro, de acuerdo con esa labor de recuperación política del país que es vital para el régimen, nos llena de preocupación y alarma.

¿Se reconocen como insuperables los «obstáculos tradicionales"? ¿Son tan grandes y seguros los premios que ofrecen los dueños económicos y sociales del país? ¿Es que no es posible una derecha de esas que han llamado civilizadas que abra en el país la posibilidad de una convivencia política, que no se base en orillamientos, ni eliminaciones, ni silenciaciones, ni persecuciones?

Con esa derecha que se nos anuncia con tan acreditados expertos en los viejos métodos, nos tememos que ese inestable equilibrio que es, con más o menos perfección, el juego político de los países civilizados, no va a ser posible en España.

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