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Tribuna:Comunicación
Tribuna
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La imagen electrónica en la conquista del poder

La televisión es un hecho decisivo de nuestro tiempo, nos guste o no, aunque sus posibilidades comunicativas latentes se han desplegado en una proporción ínfima respecto a su capacidad potencial. Las estaciones de televisión son, universalmente, centros estatales o paraestatales, con un, bajísimo índice -que llega a ser cero en España- de emisoras privadas, todo lo cual puede explicar gran parte de sus limitaciones expresivas. inevitablemente asociadas a una holgura económica que sólo es la cara opuesta de una radical miseria comunicativa.El reciente anuncio de un próximo encuentro televisivo entre los dos aspirantes a la presidencia en Estados Unidos supone un elocuente dato para comprender el valor real de este medio electrónico, capaz de condicionar los resultados de una lucha por el mayor poder de la tierra. En la base de este desafío está, no cabe duda, la suposición de que la victoria de Kennedy sobre Nixon en 1960 se debió al mayor impacto del primero en las pantallas de televisión. La imagen física del líder de la nueva frontera dio mejor -con su sonrisa agresiva, ligada a un invencible apetito sexual que entonces se creía emanado exclusivamente de la voluntad de mando- que la cara hipócrita y resabiada, del eterno perdedor al que el turbio Watergate otorgó su destino definitivo. Habría mucho que hablar todavía de estas conclusiones apresuradas que señalaron entonces el papel decisivo de la televisión, cuando ésta no fue más que una causa unida a otras muchas, pero los asesores de estos dos candidatos parecen firmemente convencidos de que el enfrentamiento ante las cámaras de televisión va a marcar el principio del fin.

No deja de ser enternecedora la confianza patética en las posibilidades taumatúrgicas del medio, que ha llevado a contratar expertos en temas tan políticos como maquillaje, vestuario y decoración, lenguaje gestual, posición de cámaras, etcétera.

La lista anunciada de especialistas -al menos, los del campo republicano- no parece demasiado brillante, y los conocimientos técnicos que exhiben son más bien ridículos y anacrónicos. Intentar por un lado, un diálogo aparentemente sincero que sirva al pueblo llano para conocer a su máximo gobernante, mientras se planifica, al mismo tiempo, un truculento telefilme o, peor, una discusión festiva entre dos payasos, es desconocer la realidad profunda de esta imagen electrónica y confundirla con una vieja historia policíaca de serie Z en la que falta el protagonista porque sólo hay intérpretes secundarios.

Debajo de estos preparativos televisivos subyace una convicción bien triste: que los electores se van a dejar impresionar por las apariencias de un disfraz exterior, y por los textos preparados, más que por la calidad de unos programas políticos, al parecer inexistentes, tan necesitados de enmascaramiento como el rostro ajado de ambos líderes.

Los debates entre Giscard d'Estaing y Mitterrand en mayo de 1974. en los estudios de la ORTF no tenían tantos primores televisuales añadidos, pero fueron mil veces más fascinantes que la batalla amañada que se prepara en estos momentos, porque en ellos luchaban dos concepciones ideológicas bien distintas. Ambos representantes no estaban solos, por supuesto, pero la ayuda de los miembros de su equipo no llegaba a borrar los méritos personales e intransferibles de cada uno. Los medios de comunicación -con la televisión en un puesto preeminente- procuran a los espectadores de los países libres una participación emocional con los hechos colectivos, trampas y apaños aparte, que puede desembocar en un control real de la gestión de los gobernantes, y ni el mejor director de espectáculos fingidos puede crear un drama más atrayente que el enfrentamiento político entre representantes auténticos de las aspiraciones populares. Carter y Ford se pelearán ante las cámaras, pero dentro de una vieja tradición conspiradora que intenta seguir trucando la historia.

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