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La obsesión de la cultura

Hay palabras que define una época. La palabra progreso define el siglo XIX, la palabra razón el XVIII. Podría seguirse el juego a través de la historia. Es caprichoso y superficial, como todo juego pero, ciertamente, significa mucho más que un juego.No es que los contemporáneos de Voltaire y del Doctor Johnson fueran gentes enteramente entregados al predominio de la razón, (no pocos absurdos y disparates se dieron en su tiempo cuyas consecuencias todavía estamos pagando sus remotos herederos), sino que éste era el concepto central que dominaba sus vidas y su pensamiento. Todo lo situaban y lo definían desde esa idea dominante.

Si a juzgar vamos por la abundancia de su empleo, por la redundancia de sus invocaciones, por la continua referencia de ideas, acciones y relaciones a su vago concepto, la palabra que preside y domina nuestra época es cultura.

En el último medio siglo se ha hablado más de cultura, se la ha invocado más y se la ha referido a más aspectos que en toda la historia anterior de la humanidad. Robada a los antropólogos, con su indudable acento de sabiduría alemana, se ha extendido al mundo entero en todas las formas.

Hoy todos hablan de cultura y se refieren a ella para los más variados menesteres y bajo las más opuestas acepciones. Ha usurpado el puesto que antes ocuparon otras palabras más familiares y sosegadas, tales como civilización, época o edad. Se hablaba de la civilización romana, o de la edad de Pericles o de la época de Luis XIV.

Pero ahora todo es o termina siendo cultura. La invocan los políticos y los filósofos, los periodistas y los poetas, los historiadores y los artistas. Donde menos se piensa salta la inesperada referencia o invocación a la cultura. Se podría escribir una sátira, al estilo de Swift o de Orwell, sobre las significaciones y metamorfosis de la dichosa palabra.

Lo más curioso es que, mientras más se la utiliza y se la aplica a los más diversos objetos, más oscura y confusa se hace su definición. Se puede ir desde el extremo, estrictamente antropológico, de que todo lo que no es dado por la naturaleza es cultura, desde el traje hasta la música, y desde el alimento hasta la metafísica, hasta el contrario de que tan sólo constituyen su dominio las más altas y universales manifestaciones de la creación artística y literaria.

Hace pocos días tuve la curiosidad de asistir a una mesa redonda internacional que tenía por tema la cooperación cultural y el nuevo orden económico mundial. Había políticos, funcionarios, diplomáticos, médicos, abogados, algún pintor y algún escritor. Como era de esperarse se habló mucho de política, de economía, de comercio internacional, de armamentos, de demografía, pero muy poco específicamente de la cultura.

Y, sin embargo, si alguna cuestión está planteada con ominosas perspectivas ante la humanidad es la de la cultura. Si vamos, como parece, hacia una globalización de la cultura, ¿cuál es la cultura que se va a extender a todo el globo?, ¿quiénes la extienden y cómo? y, además, ¿cuál va a ser el destino de las sobrevivientes culturas regionales o nacionales que el aislamiento y el atraso habían conservado hasta hoy?, ¿qué se puede hacer para preservarlas, por lo menos en lo más esencial y valioso, sin condenar a algunos pueblos al mero folklore y al pintoresquismo turístico?

Ya es evidente que se está asistiendo a un inmenso proceso de mezcla. El jazz, con todas sus derivaciones, ha invadido al mundo entero. No ha sido el resultado de un designio premeditado y planificado. Nació en esa fecunda olla podrida que han sido los rezagos de viejas culturas en la mezcla de los bajos fondos y la miseria.

Brotó de los ritmos negros y de los restos de danzas populares inglesas en algunos barrios de la muy mestizada Luisiana. Ahora va sobre el mundo, entrando en contacto con las más diversas tradiciones culturales. Va a su turno a mestizar lo asiático, lo africano y lo europeo.

Mientras estos procesos de diseminación y contaminación se realizan de manera casi espontánea, quedan en un limbo de segregación las grandes creaciones culturales del hombre. No se ha hecho nada para dar a conocer en una forma ni remotamente proporcional la antigua poesía indostánica, o el teatro isabelino e inglés, o la escultura africana, o el teatro japonés, o la música del barroco.

El resultado podría ser que lo que se universaliza sean las formas subalternas y secundarias de la creación cultural, que serían como cuerpos sin cabeza porque les faltaría el complemento superior de sus formas más elevadas.

¿Cuál podría ser, por otra parte, si hubiera la voluntad y los medios de hacerlo, la manera de globalizar las grandes creaciones culturales del hombre para lograron ello la formación de una base común, de la cual podría partir la cultura verdaderamente universal del futuro?

Para estas cuestiones, que por todos lados tocan y tropiezan con los intereses políticos, no hay en el mundo de hoy respuestas claras y adecuadas. Pero seguiremos todos hablando de la cultura con un tono obsesional que ya viene a caer en los dominios de la psiquiatría.

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