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Tribuna:
Tribuna
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Los barcos se hunden

Los barcos se hunden. No lo hacen, afortunadamente, entre gemidos de sirenas ni desesperados gritos de mujeres y de niños. Se hunden al ser retirados de sus servicios regulares, paulatina, pero inexorablemente. Los vientos que les hacen desaparecer son los problemas que han surgido del nuevo estilo de vida. En pocos años han sido o serán retirados de los mares buques como el «Rafaello», el «Miguelangelo», el «Leonardo da Vinci», el «France»...Un «France» orgullo del país galo; la máxima representación en los mares de su prestigio realizó dos vueltas al mundo en 1972 y 1974, como si quisiera abarcar el espacio mayor posible antes de pasar al humillante desguace; Giscard d'Estaing, recordando más su condición de ex ministro de Hacienda que la de seguidor de De Gaulle y su «grandeur», decidió cancelar totalmente el gigantesco déficit y tomar la grave decisión. Al saber la tripulación que iba a quedarse sin trabajo se amotinó de forma más bien simbólica y amable, pero se amotinó. En el que iba a ser su último viaje hizo descender a los pasajeros en lanchones en el puerto de El Havre y se quedó a bordo, dominando al comandante y oficiales. En lugar de la bandera negra con la calavera y las tibias, exhibieron en el mástil y la borda -estamos en el siglo de las pancartas- sus protestas contra el despido y su petición de protección estatal para los numerosos marineros, camareros, cocineros, empleados administrativos, mozos de equipajes que quedaban sin trabajo.

Yo conocí en 1975, en un bar de Cherbourgo, a un marinero del barco, entonces allí anclado. Formaba parte del comité creado por la tripulación para intentar convencer al Gobierno de que había solución al problema económico.

-Hicimos un estudio detenido de gastos e ingresos y llegamos a la conclusión d que era posible que el «France» no perdiese dinero sin rebajar un átomo del servicio que se daba a los pasajeros. Bastaba, sencillamente, no derrochar. Usted, que ha viajado en el «France», sabe que si se abre una lata de foigras para usted lo que no se come lo tiramos. Igualmente con el caviar y con cualquier otro producto caro. Si se intentara dar sólo lo que se pide...

Es posible que su solución fuera buena. En el «France», como en cualquier barco de lujo, la cantidad de comida que se tira al mar es casi la misma que se consume; nada vuelve a la mesa cuando ha salido de ella. Pero el problema no estriba sólo en esto. Es que la inmensa mayoría de los buques que se retiran por antieconómicos están regidos por la más antieconómica de las empresas, el Estado, y por ello son deficitarios.

La prueba es que mientras los barcos gubernamentales italianos viajan con fuertes pérdidas que tiene que enjugar el Estado, empresas particulares, como los Fratelli Costa o la Flota Lauro, siguen en la brecha.

-¿Cómo es posible que ustedes con ayuda estatal, pierdan dinero, y los otros lo ganan sin ella?

El «maitre» del «Cristóforo Colombo» miró alrededor con aire receloso antes de abrir los brazos y su confianza.

-Mire, «professore», es muy sencillo. Si nuestras oficinas de Génova tienen seiscientos empleados, por ejemplo, ellos tienen sesenta, porque no toman más que a los necesarios. Pero si usted, pongo por caso, tiene un primo ingeniero naval y va a ver a un amigo que es ministro de la Marina Mercante en Roma, para que lo emplee, le dice: «No se preocupe, le enviaremos a la Italia de Navigazione. Encima de su mesa hay un informe de esa compañía que advierte que tiene todos los ingenieros navales que necesita y más, pero el ministro Firma el nombramiento. Al fin y al cabo, paga el Estado... y el Estado es un ente anónimo y vago, cuyas pérdidas y ganancias se diluyen en el país. Ahora bien, si el ministro tuviese que responder, como hace el administrador de la «Costa» o de «Lauro», ante un patrón, y presentar unos beneficios anuales, so pena de la expulsión del puesto, dudará mucho antes de aumentar el personal.

Así es. Mi liberalismo económico está basado menos en mis creencias políticas que en mi experiencia, tanto viajera como indígena. Desde Moscú a Madrid, desde Montreal a Punta Arenas, he descubierto, hace tiempo, que toda empresa dirigida por un funciona río del Estado, y que, por tanto, no tenga necesidad de ser productiva para que su director responsable siga cobrando su sueldo, es una empresa, en el mejor de los casos, de vida lánguida e indiferente.

El único barco de lujo que se mantiene a flote material y económicamente es el «Queen 2». Me costaba comprender cómo un país abocado a la bancarrota desde hace tanto tiempo, podía permitirse el conservar el buque hoy mayor del mundo (66.000 toneladas), cuando la próspera Francia tenía que abandonar el suyo.

La respuesta a esta pregunta me la dio un altavoz que sonó sobre nuestras cabezas a las cuatro horas de salir de Nueva York con destino a Cherbourg. «El Gentlemen's Pleasure Romm está abierto, señoras y señores». Con ese nombre vago y prometedor, la Compañía Cunard se refiere a una sala de juego en donde hay bacarrat, ruleta, chemin-de-fer, e, incluso, las máquinas tragaperras que los yanquis llaman «bandidos de un solo brazo», por la manivela que en cada subida y bajada os despoja de vuestro dinero. En las cinco jornadas que duró la travesía ese recinto estuvo constantemente lleno, con la excepción de las seis horas diarias dedicadas a la limpieza. Los ingresos por este concepto deben bastar para que la Cunard sonría al oír mencionar la crisis de los barcos que hacen la carrera entre América y Europa.

Sin esa aportación extra-marítima, la crisis es evidente en los demás.

Y lo peor de la condena que pende por encima de las naves que cruzan el Atlántico no es la muerte, sino la incertidumbre de esta muerte. Desde hace dos o tres años existe en la tripulación y en el servicio el malestar propio de quienes no saben sí cada viaje será el último. Y eso se nota en una atmósfera que a quienes han viajado a menudo no pasa inadvertida. Es una dejadez general, un abandono de modales, de espíritu. Y de esa atmósfera no se libra nadie, desde el comandante al último grumete,el «garcone», como dicen bellamente los italianos con palabra arcaica. Las tareas principales, las que se refieren a la marcha del navío y su seguridad en el mar se llevan a cabo sin un fallo, pero todas las demás en las que tienen que intervenir, además del deber de la voluntad de agradar, sufren de una forma tenaz del «menefreghismo», equivalente al «menefoutisme» francés; una laxitud que ha transformado una organización perfecta en un ambiente en que se hace lo menos posible si eso puede llevar a una discusión o a un conflicto con los pasajeros. Pendientes de las noticias de Italia sobre la posible fusión entre la «Costa», la «Lauro» y la estatal, para dedicar los buques sólo a cruceros cuya gestión correría a cargo de la empresa privada -dando la razón a quienes la consideramos mil veces más eficaz-, la rutina diaria es eso, rutina.

Se cometen las más flagrantes faltas de disciplina a bordo sin una corrección. «Los niños no están admitidos en la piscina después de las once», dice el cartel. (A las doce y, media ese cartel no puede leerse por el racimo de niños colgados enfrente.) «Los niños no están autorizados a entrar en los salones después de las diez». (A las doce para bailar en la pista, hay que pisotear a veinte niños que danzan alegremente.) El comandante rubio y desvaído pasa por delante de ello con aire ausente y lejano, como si en vez del «amo después de Dios» fuera un escéptico testigo delos desaforos de la humanidad. El comisario se excusa como si, en vez de un grupo de pequeños revoltosos, se tratara de la invencible invasión de los hunos. «Cosa devo fare?». Los padres no colaboran. Igual caso se hace de los letreros que, rezan «se prohibe fumar», «manténgase en los límites de su clase».

Todo ha adquirido un aire provisional, de espera; en la bodega faltan marcas de vino, en la boutique apenas hay surtido: «Como no sabemos cuánto vamos a durar», suspiran... Los viejos camareros, los que sienten como parte de la dignidad de su oficio el tratar bien a los pasajeros, se multiplican, se excusan, se pelean con los jóvenes ayudantes, lógicamente más impacientes, lógicamente más extremistas, menos respetuosos.

Los barcos se hunden... No los hunden, como se pensó una vez, los aviones a reacción. Por muchos que vuelen, siempre habrá gente que prefiera el lento, suave paso de los días trabajando, leyendo, haciendo deporte, conociendo gentes de, otras latitudes, mientras le acercan a su destino. Los hunde la pésima administración de los de arriba y el afán reivindicatorio de los de abajo. Entre todos están matando a la gallina de los huevos de oro... que para muchos de nosotros era un cisne.

A bordo del «Marconi», en el Atlántico, julio del 76.

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