Seis meses de política exterior española.
La era Areilza dentro del marco de la política exterior española puede darse por concluida. Pese a las declaraciones continuistas de su sucesor en Exteriores, Marcelino Oreja, el tono del discurso pronunciado por este último el pasado día 23 ante la Comisión de Asuntos Exteriores de las Cortes hace pensar, quizás, en que con el Gobierno constituido el 7 de este mes se inicia una nueva fase en la política exterior española, cuyas directrices no se pueden delimitar con seguridad, por el momento.Al margen del factor que supone el peso de las respectivas personalidades, se puede hablar con propiedad de una era Areilza en nuestras relaciones exteriores más recientes. ¿Qué bases han presidido esta política, muchas veces no demasiado bien comprendida por los observadores? Es lo que vamos a tratar de analizar en este comentario.
El punto de partida
Cuando Areilza accede a la cartera de Asuntos Exteriores en diciembre de 1975, en el seno de lo que se quiso considerar como Gobierno puente entre el franquismo y la monarquía, la política exterior española aparecía marcada por una insalvable contradicción: mientras el régimen español contaba por todo apoyo internacional con la asistencia de los Estados Unidos, los gobiernos oeste-europeos seguían determinados por su tradicional enemistad frente al franquismo, Pese a las maniobras de acercamiento emprendidas por un Giscard o un Schmidt en el período 1974-75, las ejecuciones de septiembre de este último año y las consiguientes resoluciones de la CEE respecto del régimen español, habían supuesto un brusco parón en dichas maniobras. El panorama exterior del régimen se ensombrecía más todavía, en la medida que los Estados Unidos parecía reservar su decisión de reanudar los acuerdos con España que habían periclitado en septiembre de 1975 a la iniciación del posfranquismo, hecho histórico que desde el verano de 1974 parecía inminente. A la imposibilidad experimentada por el franquismo de establecer lazos políticos consistentes con los países de la CEE, se añadía la creciente reticencia norteamericana, muy inclinada a no precipitar una decisión que podría comprometer gravemente sus intereses de todo orden en nuestro suelo. Era claro que la muerte del general Franco el 20 de noviembre de 1975 abría nuevas perspectivas en este inhóspito e insostenible panorama.
Las claves de una política
Los objetivos del sucesor de Cortina Mauri en el palacio de Santa Cruz -del hombre que no había conseguido concluir, pese a todos sus esfuerzos, el acuerdo pendiente con los Estados Unidos, y pese al sacrificio implicado en el acuerdo firmado en Madrid el 14 de noviembre de 1975, por el que se daba la puntilla a la presencia española en el Sahara occidental resultaban claros: romper aquella contradicción insalvable en que se habían movido las relaciones exteriores del régimen en los treinta últimos años. Por primera vez en una larga etapa de la diplomacia española coincidían la oportunidad de estructurar una política exterior coherente y el hombre capaz de llevarla a cabo. Los observadores internacionales han sido unánimes en este reconocimiento.
Areilza se propuso desde el primer día maniobrar en un doble tablero de ajedrez: poner término al impasse en que se encontraban las conversaciones con los Estados Unidos, mientras que se iba abriendo una brecha en la negativa de los gobiernos oeste-europeos de establecer sólidas relaciones a nivel político con el régimen. Las condiciones para avanzar en este doble tablero eran idénticas: USA y los gobiernos de Europa occidental -aunque por motivos distintos- sólo se avendrían a dar su espaldarazo al Gobierno de Juan Carlos I si éste manifestaba bien a las claras sus propósitos democratizadores, que permitieran conducir a España hacia un tipo de régimen similar a los occidentales.
Los escollos en el camino
Así pues, desde el primer momento resultó claro que lo esencial de la política de Areilza no se dirimiría en los escenarios internacionales, sino en el frente, interior de la «operación reforma». La nueva orientación exterior que protagonizaba el conde de Motrico descansaba básicamente -una vez despejada la incógnita norteamericana, que no ocultaba sino el deseo de ganar tiempo hasta el inicio del posfranquismo- en que los gobiernos oeste-europeos aceptasen el proyecto reformista. Ahora bien, para ello no sólo era necesario que éste resultase realizable en la práctica. Lo primero que había que despejar era que la «operación reforma» se viera libre de escollos insalvables en su camino.
En el terreno exterior existía, además, otro factor cuya importancia no conviene desdeñar: la existencia de estrechas relaciones entre algunos gobiernos oeste-europeos con determinados sectores de la oposición española (caso, por ejemplo, del SPD -partido dominante en la actual coalición que gobierna la Alemania Federal- con el PSOE de Felipe González). Durante la era Areilza la oposición española ha desenvuelto una importante actuación internacional -hasta el punto de que ha podido hablarse de una prueba de fuerza exterior, paralela a la prueba de fuerza desarrollada en el interior entre las posiciones de reforma y ruptura (1)-, que ha influido poderosamente en la posición adoptada por determinados gobiernos europeos (caso, en especial, del inglés y el italiano) frente al reformismo proclamado por el Gabinete Arias.
Planteadas así las cosas, y mientras la operación reforma encontraba en el interior los obstáculos de todos conocidos, Areilza se limitaba la recolectar en sus giras europeas sonrisas, buenas palabras y un tono general de mesurada atención que sólo disimulaba el no compromiso de los dirigentes europeos hacia unas promesas democratizadoras que por el momento no habían sobrepasado el nivel de las buenas intenciones.
El proyecto reformista de Arias-Fraga, finalmente, naufragaba ante los escollos insalvables representados por un clima social que se deterioraba por días y unas instituciones del antiguo régimen, que se pretendía -¿realmente se pretendía?- que se autorreformasen. A este panorama de ruinas se añadía el factor de primer orden que suponía la crisis económica, la cual adquiría durante los meses postreros del primer Gobierno de la monarquía caracteres dramáticos.
Este último factor implicaba un importante componente internacional. Los viajes a Norteamérica de los entonces ministros de Industria y Hacienda, a los que siguió eldel propio monarca español, significaban una privilegiación de las tradicionales relaciones del régimen con USA, en detrimento de la «aventura europea» de la que Areilza había sido el principal inspirador y ejecutor. Lo que los mandatarios españoles iban a solicitar a Norteamérica, y en concreto a las grandes corporaciones yanquis, era -una vez comprobadas las reticencias europeas- ayuda urgente para la deteriorada economía española. Ahora bien, es fácil sostener que la óptica de las multinacionales USA, ahora solicitadas a reinvertir en nuestro país, en relación a España no tenía necesariamente que coincidir con el punto de vista del ejecutivo norteamericano. Si para éste la europeización, española constituía un objetivo básico (en cuanto válvula de seguridad frente a los riesgos de portugalización), lo decisivo para aquéllas era que se reinstaurara entre nosotros -y los procedimientos importan poco- un clima de estabilidad social. Se daban así los datos, con la vista puesta en la «ayuda» norteamericana, para intentar reproducir las condiciones políticas y sociales que hicieron posible el desarrollo español de los años sesenta; y esta constatación puede aportar alguna de las claves que ayuden a comprender la reciente e inesperada crisis de Gobierno...
Balance de seis meses
Esta misma crisis de Gobierno ha supuesto un brusco final para lo que en los anales de la política exterior española se conocerá como la era Areilza. Lo que el talante liberal del anterior ocupante del palacio de Santa Cruz se proponía era una inserción no contradictoria de España en sumarco «natural» capitalista-occidental. Una integración armónica, efectuada desde unas instituciones políticas similares a las occidentales (ver sus declaraciones en estas mismas páginas, el miércoles de la semana pasada) y mediante las cuales la política exterior española abandonaría las condiciones de excepcionalidad que, en cuanto reflejo de la política interior, había vivido los treinta últimos años.
Los buenos propósitos de Areilza se vieron supeditados a las vicisitudes generales de la «operación reforma». Y cuando ésta hizo agua de forma incontrovertible (el proceso de democratización español se intenta ahora por otros derroteros), la política Areilza se precipitaba. igualmente. Es posible que ni siquiera el conde de Motrico tomara en consideración un factor de primera magnitud: mientras que las maniobras de acercamiento a Europa seguían sin superar el estadio de las intenciones, España había firmado un tratado con los Estados Unidos que reafirmaba -desde una nueva perspectiva, es cierto- nuestra tradicional amistad con los ,Estados Unidos, en tomo a la cual se había, edificado la excepcionalidad del planteamiento político exterior del régimen, desde el final de la segunda guerra mundial.
Defensa atlántica
Es todavía muy pronto para tratar de delimitar los cauces que la política exterior española va a seguir a partir de ahora. No obstante, se puede comenzar por cuestionar los propósitos. del nuevo jefe de ,nuestra diplomacia. Y en este sentido, la intervención de Marcelino Oreja el día 23 ante la Comisión de Asuntos Exteriores de las Cortes no deja de proporcionar, pese a su generalidad, algunos indicios. En primer lugar, el nuevo ministro no se refería explícitamente a una más o menos próxima integración española en las instituciones europeas, sino que se limitaba a hablar vagamente de «normalización de las relaciones de. España con todos los países del mundo» (a la vez que resaltaba «la vinculación de España, a través de los Estados Unidos, con la defensa atlántica»). Ciertamente, sus primeras salidas al exterior no han, tenido un destino comunitario, sino que se han dirigido a apuntalar dos aspectos de la política exterior española -relaciones con la Europa del Este y con la Santa Sede-, que resultaron otros tantos escollos en el camino de su antecesor. En cualquier caso la presunta integración española en la CEE -nuevamente considerada como objetivo básico en la declaración programática del nuevo Gobierno- no parece constituir por ahora la principal preocupación del actual ministro de Exteriores.
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