_
_
_
_
_
Tribuna:Sudáfrica: «Aquí no pasa nada»
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Un futuro incierto y una gran incertidumbre

Aquí no pasa nada. Dígame cuántos policías ve usted por la calle. John Vorsier es un gran primer ministro, fuerte, consciente y con autoridad. Mejor que aproveche para hacer turismo y deje de especular sobre conflictos inexistentes. Aquí vivimos en paz. Los negros son incapaces de gobernarse y menos aún de imponer sus criterios sobre nosotros. Estas son las respuestas más frecuentes que vengo escuchando desde hace un par de días cuando pregunto a los blancos de la capital sobre los disturbios pasados.Efectivamente, Johannesburgo es una ciudad agradable, tranquila, moderna, rica y extraordinariamente blanca, a pesar del denso hormigueo de doscientos mil negros que llenan las aceras del centro urbano en las horas punta de la tarde, en busca del autobús que les conducirá a su respectivo «township», al «ghetto» que les ha asignado el Gobierno. Son estos negros los que mantienen toda la infraestructura de la ciudad. Son los camareros, los basureros, los empleados de tiendas, los que limpian los edificios, los obreros manuales de las fábricas, los que cargan y descargan camiones, los que venden los periódicos en la calle, los ascensoristas, los que llevan paquetes... Son los que acaparan todos aquellos trabajos peor remunerados y socialmente menos considerados.

Estos mismos hombres están, por la naturaleza de su trabajo, casi todo el día en la calle. Van y vienen, hablan alto, ríen, comen bocadillos en una esquina o miran los escaparates en otra. Su presencia masiva en el centro hace pensar que se trata de una ciudad donde los blancos son una minoría. Pero a medida que se va descubriendo, no sólo las viviendas de Johannesburgo, sino las oficinas, quien conduce los coches, los cajeros de las tiendas, los empleados en los edificios oficiales, los mismos taxistas, se nota enseguida que es una ciudad en la que los blancos no han cedido ni pizca de responsabilidad a los negros.

No se advierte ni la más mínima discusión o enfrentamiento racial. Aunque los blancos, entre otros privilegios, tienen sus propias ventanillas en los organismos oficiales, gozan de sus puestos separados en los transportes públicos y pueden ir al lavabo atravesando una puerta en cuyo dintel se lee «sólo blancos», todo esto no provoca ningún disturbio, porque es algo a lo que todo el mundo está acostumbrado.

«Aquí no pasa nada», si se tiene en cuenta que Johannesburgo, la ciudad más próspera y europea de Africa del Sur, funciona con estas coordenadas. Lo mismo ocurre en Pretoria, en Ciudad del Cabo o en Durbam. Los doscientos mil negros que trabajan en Johannesburgo se limitan a cumplir su misión durante el día, a servir con su trabajo a los blancos, y por la noche regresan a su casa -si la tienen-para estar con los suyos.

La Ley y el orden

En cualquier momento del día o de la noche pueden ser interrogados por la policía, que les pedirá el famoso pase que en lengua oficial se denomina el «reference book». La ley y el orden imperan en la ciudad. Nadie se propone, difícilmente lo conseguiría, alterar esta consigna mágica del Gobierno.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Los agentes de seguridad, el Ejército, el primer ministro, el Parlamento y la gran mayoría de los casi cuatro millones de blancos de Sudáfrica, están dispuestos a que la «paz pública» se mantenga a toda costa.

Se acaban de publicar las cifras oficiales sobre las matanzas de Soweto, y de los otros «townships». Las 176 víctimas -la policía dice, y es muy probable, que más de cincuenta murieron a consecuencia de sus disparos mientras que el esto fueron eliminados por los propios negros- constituyen el episodio racial más sangriento desde la formación de la Unión Sudafricana, en 1910. A diferencia de los disturbios precedentes, la nota más significativa de lo que ocurrió en la la segunda quincena del mes de junio, es que el conflicto se extendió una zona muy extensa de los alrededores de las grandes urbes.

Y a pesar de todo, no pasa nada. Y si por no pasar nada se entiende que la situación no va a cambiar en una semana, o en un mes, o en mucho tiempo, estoy de acuerdo. Por mucha presión internacional que exista. La primera reacción en una gran mayoría de la comunidad blanca de la República ha sido la de fortalecer su posición. La línea dura, el no dejar que se acerquen, el cortar cualquier brote de violencia, está ahora más arraigado que nunca.

Desde un país sin problemas raciales serios, como puede ser España, Francia o incluso Inglaterra, es fácil reducir toda la problemática del continente sudafricano dominado por blancos a pedir, simple y llanamente, una transición hacia una sociedad multiracial como la que existe, por ejemplo, en Brasil. Esto, aquí, ahora, es imposible. Y el no admitir esta imposibilidad es desconocer la realidad de Africa del Sur.

Ha pasado más de una generación en la que la diferencia social, política, económica y cultural entre las distintas comunidades ha sido tan extraordinaria -hoy, por ejemplo, el suelo medio de un blanco es cinco veces superior al de un negro- que no cabe situar a los 15. 100.000 negros, 3.770.000 blancos, 2.110.000 mestizos, y 650.000 asiáticos, en una base de igualdad. El nivel cultural es tan desproporcionado que es difícil imaginarse un país tan rico y avanzado como éste, dirigido por la clase social menos instruida. De ahí que la panorámica de Africa del Sur sea compleja, difícil de entender y sobre todo sin muchas soluciones.

Estados «clientes»

La minoría blanca está pagando -y quizá termine a la larga sufriendo unas consecuencias fatales- sus propios errores. La política del «apartheid», a pesar de su inadaptación manifiesta, ha creado ya las típicas «patrias negras» para institucionalizar el «desarrollo separado». Durante más de veinte años, el Gobierno de Africa del Sur -primero bajo el primer ministro asesinado Verwoerd, y ahora con John Vorster-, ha ido forjando su propia visión, una utopía podría decirse, de lo que debe ser una gran confederación multiracial en la que, entre otros, existiría un estado formado solamente por blancos o, mejor dicho, en el cual no existirían ciudadanos de color. La inmensa muchedumbre de negros que trabaja en las ciudades y en las fábricas de lo que pasar.a a ser el Estado blanco, sería considerada como «trabajadores inmigrantes», ciudadanos de las repúblicas de Transkei -cuya independencia se declara el próximo otoño-, Kwa Zulu, Ziskei, o cualquiera de los otros cinco embriónicos Estados clientes, creados por los burócratas y administrativistas de Pretoria.

Cada de los Estados se encargaría de resolver sus propios problemas de vivienda, educación y de apañarse con toda su estructura económica. Si se echa una rápida mirada al mapa trazado por el Gobierno, se observa que las mayores riquezas minerales, las zonas agrícolas más f icas y gran parte de las fábricas, quedan encuadradas dentro de lo que sería la república blanca.

Esta visión del Partido Nacionalista, que lleva más de veinte años en el poder, sólo se podría llevar a cabo si gran parte de la mano de obra de las zonas urbanas de Africa del Sur no fuera de procedencia negra. A pesar de todas las fuertes presiones sobre los negros las «townships», que según estimaciones ascienden a ocho millones, el Gobierno no ha conseguido que se inscriban todos en los censos de sus respectivas repúblicas. De ahí surge, lógicamente, el temor que tantos miles de negros tienen a que los pidan la documentación y no puedan enseñar un pase en regla.

La policía, con el objeto de hacer cumplir la esencia de la política del «apartheid» -la inscripción de todos los ciudadanos en una de las llamadas «patrias»-, practicacontinuamente interrogatorios, registro de domicilios, interrumpe día y noche la intimidad de tantos hogares. No todo el mundo aquí tiene derecho a estar donde quiera. Y como me decía un colega británico, los casos son tan variados corno peregrinos. Puede tratarse de un joven que se encuentre viviendo con su madre en una zona en la quí e sólo está permitido que residan blancos, o bien de un marido que vive «iIegalmente» con su esposa, o de tantos negros que están obligados, según la ley, a pasar la noche al raso, ya que al no poder obtener un permiso de trabajo, tampoco están autorizados a vivir cerca de una Pran ciudad.

Y para explicar este fenómeno, el Gobierno ofrece una versión que difícilmente se adapta a la realidad. Los altos funcionarios de Pretoria insisten en que la presencia de tantos millones de negros alrededor de las ciudades en las que los blancos tienen la propiedad y el control, es puramente temporal.

Tarde o temprano, quizá muy pronto, el Gobierno de Mr. Vorster tendrá que admitir que los negros no pueden irse de las ciudades, ya que constituyen un elemento básico, son el lubricante para el funcionamiento de la sociedad blanca de Africa del Sur.

El futuro se ve desde aquí con mucha incertidumbre y con gran desconfianza. Los sucesos de los últimos días han polarizado las posiciones. Sin embargo, la fuerza de los blancos, si se emplea tan inoportunamente y, hay que decirlo, salvajemente, esa misma fuerza puede ser su propia debilidad.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_