Pecados de juventud
En traducción directa del ruso, en la que se adivina que Victoriano Imbert ha puesto fidelidad y pormenor, la ya importante colección de Lingüística y Crítica literaria, de Planeta, ha incorporado este reciente libro de Sklovski, quizá con el designio de facilitar una reflexión acerca de los arrepentimientos de la vanguardia. Parece coherente su inclusión en un catálogo que cuenta con el libro de García Berrio sobre el formalismo ruso y con otra fundamental obra de Sklovski. Sobre todo, que La cuerda del arco, subtitulada Sobre la disimilitud de lo símil, contiene muy variadas lecciones para bien leer y, por añadidura, una excelente ocasión para reverdecer en estas tierras, la sentimentalona similitud de las literaturas rusa y española, tan disímiles ellas.Por mencionar el aspecto formal, puesto que de un ex formalista se trata, debe advertirse que La cuerda del arco viene escrita en un estilo como azoriniano o telegráfico, pero más que nada sentencioso, divagatorio y hasta un poco gaga. El flujo discursivo fluye por los cauces del capricho y la asociación, lo que tiene la ventaja de sorprender en no pocas ocasiones al lector. Añádase el continuo empleo de citas (a veces, el libro se asemeja a un cantón) y no se pierda nunca la confianza en esta memoria de anciano culto, proclive a la sensiblería y, bajo apariencias de formalidad, cuquísimo.
La cuerda del arco, de Victor SkIonki
Editorial Planeta Barcelona,1975.
Errores de antaño
La cual cuquería no ha de asombrar en quien durante más de cincuenta años, y en un país nada circense, ha ejercido de volatinero en el cable de las ideas estéticas. Pero no sólo Sklovski desarrolla sus ideas (actuales) sobre el fenómeno de la obra artística, sino que recuerda sus tiempos jóvenes y confiesa sus errores de antaño, más atrayentes que las rectificaciones. El libro, paladinamente leído, es un puro goce. De ensayo a ensayo (incluso del mismo ensayo), se salta de aclaraciones nostálgicas sobre la actuación del Opoyaz a disquisiciones sobre figuras retóricas, del tiempo y del espacio semánticos en el cine o en la pintura a un análisis de la Comedia dantesa, de la lectura de Jakobson de un poema de Pushkin al uso del mito en novelas de Mann o de Updike. Infinitamente. DesbordadamenteEn 1925 escribía Sklovski: «La obra literaria es pura forma, no es un objeto, un material, sino una relación de materiales». Cincuenta años después, con ironía (y orgullo) dice: «Escribíamos libros y nos llamaban formalistas; después vinieron otros hombres que leyeron nuestros libros y que se llamaron a sí mismos estructuralistas». Después, es decir, cuando Sklovski valora el contenido de la obra literaria, cuando predica el eterno retorno de lo viejo mediante una dialéctica de lo nuevo, fundamentada en una actitud humanista, cuando reniega de las incitaciones lingüísticas, cuando rastrea confusamente un arte capaz de crear ante todo modellos del mundo. La aventura ha terminado ante la chimenea, en pantuflas.
Este lamentable sentido común, que atempera el recuerdo de una edad inconforme, no sería erróneo considerarlo como un capítulo de una cultura fertilísima, de una saludable curiosidad y de una sensibilidad suficiente, Sklovski denota, además de esa carencia, las arbitrariedades de la política censoria, de las que también tanta gente sufre aquí y que, vistas en ojo ajeno, quizá sirvan como acicate para persistir en el inconformismo.
Basta con leer las páginas que en La cuerda del arco se dedican a la investigación de los componentes narrativos de los cuentos y las leyendas tradicionales para sentir en ellas el abismal vacío del análisis psicoanalítico, ese factor imprescindible en tal materia, aunque sea para rebatirlo, corno prueba el maravilloso libro de la estructuralista Marthe Robert, Orígenes de la novela y novela de los orígenes (Taurus Ediciones). Admitiendo el mezquino aprecio que en la cultura soviética se experimenta por la obra de Rablais (lo que ídem de ídem en nuestra cultureta), Sklovski se enfrenta a semejante genio mediante el expediente de cicatear las tesis de la obra de Bajtin (La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento, traducida en Barral Editores), quien, entre otras perspicacias, trata de fijar los lúdicos y carnales conceptos de este valle de lágrimas, en los que abunda el monumento pantagruélico. Sklovski, menos partidario de la felicidad, en su abultado libro sólo cita dos veces a Freud y una a Kafka, de pasada y con desdén, ninguna a Proust y demasiadas a Tolstoi.
Con todo, La cuerda del arco es un libro que el lector se felicitará de haber conocido y al que presumiblemente volverá. La corriente narrativa que lo embebe, la reconstrucción que permite de una de las más feraces épocas del pensamiento, las bellas estampas de las ciudades pre-revolucionarias, la hirviente caldera de sus teorías, enmascaran con esplendor la futilidad del presente. Lo decisivo es que sus lectores no tenemos (por ahora) que renegar del pasado y que el mismo autor, que en su corazón la entierra, retiene mucha luz de aquella juventud. Porque, en definitiva, es bueno (y hasta ejemplar) haber tenido una juventud pecaminosa.
Babelia
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