Manuel de Falla, en la Alhambra y el Generalife
«Una fiesta que tiene algo de excepcional, al margen de la rutina de los programas de invierno, y que debe crear una atmósfera especial a la que contribuyen no solo la calidad de las obras y de su ejecución, sino también el paisaje, el ambiente de una ciudad, y la tradición musical de una región.» Esto es, en síntesis, un festival para Denis de Rougemont, presidente y fundador de la Asociación Europea de Festivales de Música. Cuando dicho señor lanzó la anterior definición, su asociación contaba sólo con catorce festivales, ninguno de los cuales era español. En la actualidad, nuestro país, aporta al conjunto de treinta y cuatro «asociados», tres festivales de distinta significación en todos los sentidos: Granada, Santander y Barcelona.
Si existe un ambiente, una atmósfera especial, en el cuadro de festivales europeos, es, sin duda, la de los ciclos granadinos. Basta citar los escenarios: Alhambra, Generalife, Palacio de Carlos V. En los tres ha discurrido la serie de conciertos y representaciones dedicadas a Manuel de Falla en el centenario de su nacimiento. Hemos podido entrar en contacto con la obra casi completa del músico gaditano, residente en Granada desde 1919 hasta 1939. Sólo una página importante ha faltado: La pobre Atlántida, como tantas veces la demoninara su autor, aún no emergida de su segundo hundimiento.
Música de cámara
En el Patio de los Arrayanes, de la acequia o de los mirtos, María Orán -con Zanetti- y Manuel Carra expusieron las Canciones populares, las melodies sobre Gautier, la temprana Tus ojillos negros, la pacifista Oración de las madres que tienen a sus hijos en brazos y los juveniles Preludios, sobre Antonio de Trueba. En el campo pianístico, a las habituales «cuatro piezas españolas» y Fantasía bética añadió Carra el Homenaje a Paul Dukas y la casi desconocida y aún inédita armonización del Canto de los remeros del Volga, con la que, por una vez, España devolvió a Rusia el permanente interés de sus compositores hacia la música española, vivo desde Glinka hasta Shostakovitch.Dentro del apartado es preciso incluir el Concerto para clave y cinco instrumentos, cima de la obra de Falla y una de las más altas cotas de la música europea del siglo XX. Podemos afirmarlo sin chauvinisme, pues, antes que nosotros, lo dijeron los paisanos del napoleónico Nicolás Chauvin. Versión de lujo, pues ante el clave se sentó Rafael Puyana, con el que colaboraron José Moreno (flauta), Jesús Meliá (oboe), Máximo Muñoz (clarinete), Hermes Kriales (violín) y Pedro Corostola (violoncello), todos ellos dirigidos con rigor y profundidad por Odón Alonso.
En la misma sesión sonaron también el Soneto a Córdoba (Penagos-Calvo Manzano), Psyché (Penagos, Moreno, Manzano, Kriales, Mateu y Corostola) y el Homenaje a Debussy, para guitarra, tañido por el profesor Regino Sainz de la Maza. Conocidos todos -aún diría habituales-, sería ocioso volver a intentar sobre su trabajo ningún tipo de crítica.
La escena
En el mismo escenario del concierto últimamente comentado -es decir, la arena renacentista de Carlos V- tuvimos una excelente versión de la Opera para muñecos, como acostumbran a denominarla al otro lado de los Pirineos, El Retablo de Maese Pedro. En ella introduce Falla, por vez primera en la música contemporánea, el clavecín junto a una formación de cámara no por reducida menos sonora. Como su profesora Wanda Landowska, no tuvo inconveniente Rafael Puyana en tocar la parte clavecinística del Retablo. Isabel Penagos, como Trujamán; Julio Molina, como Maese Pedro y Julio Catania, como Don Quijote, lograron una calidad a la que nos tienen acostumbrados desde el concierto o el disco, lo que sucedió con la labor de Odón Alonso. Elemento nuevo, en Granada, fueron las preciosas marionetas de Peralta, con más lujos que los que Maese Pedro podía gastarse por los patios de las ventas castellanas, pero producto de verdadero artista. Bien movidos los «muñecos» y exactamente planteada y resuelta la regie de Pérez Sierra, El Retablo inundó de felicidad el Patio de Carlos V y el ánimo de cuantos lo cocupaban. Exito clamoroso. La singularidad de un escenario no garantiza, por supuesto, su idoneidad acústica. Pocos teatros abiertos de tanta hermosura como el del Generalife. Pocos, también, de tan negativas condiciones para escuchar música. Peor aún en el caso de La vida breve que en el de los Ballets, pues si es duro renunciar a toda exigencia musical a la hora del Tricorne o del Amor brujo, queda, al menos, el espectáculo visual. La ópera, en cambio, debe escucharse, y bien. Nadie ha discrepado al hablar de las dificultades planteadas a la Tarrés, Esteve, Juan Pons, el resto del reparto, los Coros y la Orquesta Nacional, dirigidos por García Navarro, durante la representación de La vida breve. Bien están los escenarios incomparables, siempre que las acústicas sean perfectamente comparables a las de un teatro normal. Pero los ojos pudieron superponer la Granada teatral a la Granada real, juego sin duda muy apropiado a las ideas del señor Rougemont.Mariemma y su ballet, participantes en la ópera, asumieron el montaje de los dos célebres Ballets de Falla. Nada excepcional a destacar: buen gusto, delicadeza, corrección. Esto es, los mínimos garantizados por un nombre de tanto prestigio como el de Mariemma y lo suficiente para que el público que invadió el amplio teatro-jardín, vigilado por los cipreses, aplaudiera con entusiasmo a los intérpretes y a Manuel de Falla: perfecto en El sombrero, genial en Amor brujo.
Babelia
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