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ANIVERSARIO DE LA MUERTE DE RIDRUEJO

Un político no aficionado a los cargos públicos

¿Es Dionisio un político? Antes de seguir será necesario establecer un principio: ¿Qué es un político? ¿Qué es ser un político? Por eliminación, digamos que ser político no es necesariamente ser ministro o jefe de Gobierno. El político no es sólo el gobernante, el ejecutivo, sino también — y más— el ideador, el sembrador, el promotor. Caso próximo a nosotros, el de José Antonio Primo de Rivera. Hay políticos por ambición por vanidad, por ansia de mando y de riqueza; y hay políticos por vocación y por deber. A estos últimos pertenecía Ridruejo, que, pese a su visión y a su interés por la cosa pública, a su imaginación, a su capacidad de ideación orientadora, nunca tuvo el gusto ni la afición por los cargos ejecutivos. «Mientras el hombre público se destaca por la confianza en sí mismo, Dionisio —dice Benet—, era el hombre que de la desconfianza en sí mismo había hecho un objeto de arte; un profesional del diálogo, un suscitador de dudas y un revisor de opiniones que no dejó un tópico en paz.» Ridruejo fue un político, el primero en remover el estancamiento, en alumbrar la esperanza y en luchar por una sociedad más abierta. (Aunque ahora resulte que tenía competidores... bien instalados.) Dionisio fue un político ejemplar o un ejemplo para políticos.

Memorias

Ridruejo —que fue en su primera juventud un falangista verdadero como con su rigor habitual ha confesado siempre, sobre todo cuando los cambios en la política europea llevaron a muchos falangistas de la obediencia oficial a realizar toda clase de equilibrios exculpatorios—, escribió con ironía en sus Memorias, y en otras ocasiones, esto: «Empiezo a sospechar que yo he sido el único fascista en este país», así como también intervencionista, refiriéndose a la última guerra mundial. Cuando la verdad es que, al menos en el campo de la cultura —que es la convivencia en las ideas, como bien ha escrito Lorenzo Gomis—, nunca dejó Dionisio de ser liberal. En ningún tiempo fanático.Por su autenticidad falangista, fue inicialmente adversario de la unificación de fuerzas políticas decretada el 19 de abril dé 1937, aunque pronto —al darse cuenta de la sinceridad en mi propósito para acercar al jefe nacional a la Falange y de salvar lo posible del mensaje de José Antonio—, comprendió que aquél era el único camino para abrir alguna posibilidad, y se dedicó, desde entonces, a trabajar conmigo, con exigencia y lealtad crítica, tomando parte principal en la elaboración del Fuero del Trabajo, en la reforma de los Estatutos del Partido y en un proyecto de Constitución que preparamos, aunque no llegó a tener realidad.

Al ver que la cosa no iba a resultar fácil, por falta de decisión sincera, Ridruejo se fue a combatir en Rusia con la fe casi perdida en lo que aquí pudiera todavía hacerse, y, desde allí, en el alejamiento de lo cotidiano y anecdótico, con larga perspectiva, advirtió —junto con otros camaradas— dónde radicaban las dificultades para la realización del proyecto falangista, así como la imposibilidad de alcanzar ninguna de las metas propuestas en aquel ensayo. Y, al volver a España en ese estado de ánimo, entendiendo que para el falangista sincero no quedaba ya el margen de esperanza que antes creía abierto, se dirigió con valerosa y honrada lealtad —y añadiría que también respetuosa, porque eso es respeto y no la adulación ni el servilismo— al jefe nacional por carta de 7 de julio de 1942, en la que textualmente dice: «Seguir viviendo silencioso y conforme como un elemento, aunque insignificante, del Régimen, me parece en el estado actual de cosas un acto de hipocresía. Durante mucho tiempo he pensado, junto con algunos de los servidores más inteligentes y leales —más exigentes y antipáticos quizá también— que ha tenido Vuecencia, que el Régimen que preside, a través de todas sus vicisitudes unificadoras, terminaría por ser al fin el instrumento del pueblo español y de la realización histórica refundidora que nosotros habíamos pensado. No ha resultado así y se lleva camino de que no resulte ya nunca... La Falange gasta estérilmente su nombre y sus consignas amparando una obra generalmente ajena y adversa, perdiendo su eficacia, y la pugna hace que toda su obra aparezca llena de contradicciones y sea estéril La mitad de la energía del Régimen se pierde en discusiones, recelos, actos de ataque y defensa.

El Movimiento se desprestigia por su burocratismo inoperante y se hace grotesco e indigno al tener que soportar frente a si otras fuerzas más reales, mejor armadas y de contraria voluntad política. Ser falangista ya apenas es ser cosa alguna, y es además exponerse a diario vejamen... La Falange es simplemente la etiqueta externa de -una enorme simulación que a nadie engaña. Y pregunto.: « ¿No sería mejor avanzar decididamente hacia un Régimen sincero?» Yo, y cualquier falangista, preferiríamos hoy una dictadura militar pura o un Gobierno de hombres ilustres, a esta cosa que no hace sino turbarnos la conciencia. Puedo decir a Vuecencia qué no he hablado con persona alguna del Régimen que no ponga un tono de oposición en sus palabras. Nadie se siente responsable de lo que se hace.»

Y termina diciendo: pretendo otra cosa que advertir. Confieso que -los pequeños cargos aparenciales con que Vuecencia me distinguió me pesan en exceso y sería feliz librándome de ellos. Pido meditación y cumplo con mi conciencia presentando ante Vuecencia mi absoluta insolidaridad con aquéllo. Esta no es la Falange que quisimos y yo-no puedo exponerme a que Vuecencia me tenga por un incondicional. No lo soy; simplemente pienso con tristeza que aún todo podría salvarse; pero mientras lo pienso, estoy moralmente de regreso a la vida privada.

Perdóneme Vuecencia toda esta impertinente crudeza y sepa, en cambio, que con todo fervor le deseo una vida de aciertos para España.»

La decisión

El día 6 de septiembre —y seguimos en 1942—, pide el relevo de sus cargos como consejero nacional y miembro de la Junta Política, considerándose ya irrevocablemente desprendido de su vinculación oficial al Partido. ¿Qué es lo que, desde ese momento, quiso Dionisio? Pues, fundamentalmente, lo mismo que antes había querido: él creyó y aspiró a una nueva estructura social y política del país, inspirada en estrictas normas de justicia y austeridad, y no en puros verbalismos. Pero no todo está perdido, porque «la vida y la esperanza renacen siempre; porque el país despertará con alguna agresividad, pero las tensiones que se produzcan tendrán que limitarse a la obtención de objetivos posibles para entrar en una fase negociadora de la que salga una solución. Para ello será necesario que las derechas no sean cerriles, sino flexibles, y las izquierdas, racionales, y no utópicas, demócratas y no violentas, ni sanguinarias, ni extremistas y respetuosas con una ley de juego». Unos y otros, todos, tienen que aceptar la crítica, porque cuando ésta se suprime, «la sociedad entra en un sistema de corrupción, de impunidades y mentiras. Todo aquel que disponga del destino de los demás, de la riqueza de los demás, estará, siempre sin esa crítica, en peligro de corromperse». Desgraciadamente, la situación actual no es la que él deseaba y por la que tanto pugnó: todos invocan la democracia, pero en la realidad no parecen quererla demasiado, pues encontrarnos la intransigencia, la insolidaridad —el búnker—, por la derecha; por la izquierda y por el centro: la desconsideración, el afán de zaherir por zaherir, la incivilidad, en suma; la abyección de la que se hace industria.

¡Triste, doloroso, desesperanzador, el reciente espectáculo que se nos ha ofrecido en Montejurra, cumbre sagrada del carlismo! ¿Es que no nos habremos matado ya bastante los españoles? La época que Ridruejo quiso, la que pudo nacer, no ha nacido todavía. Para el nacimiento de esa época que él perseguía —y que pudo haber sido—, su muerte fue una gran pérdida para este país que tanto necesita de hombres como él, capaces —con su integridad, su imaginación y su honestidad— de decir la verdad y denunciar la injusticia; y a la vez, de unir y no separar, en busca de la negociación y la concordia entre los españoles.

Porque era lo más contrario a un demagogo irresponsable -y ligero, entendía que para la transición de un sistema político a otro era la autoridad más necesaria que nunca; una autoridad fuerte, una autoridad moral basada en la Justicia —veritas non ficta—, pues los españoles se cansarán de que se invoque esa virtud cardinal de la Justicia para escarnecerla luego en la realidad. Y también de las apelaciones a la honestidad pública para abundar en un sistema de privilegios y sinecuras. Un sistema por el que los temporeros de las funciones públicas, al cesar en ellas, sean consignados, sin tregua, a cargos, vicecargos, protocargos y metacargos lucrativos, de entidades «paraoficiales» —repitiendo palabras de Aguirre, director de Taurus, en la presentación del libro colectivo sobre Ridruejo—, incluso en ocasiones con desprecio de quienes con experiencia y competencia los venían ejerciendo.

En el camino de la vida de Ridruejo, vida de luchador, predominaron asperezas y sinsabores que le causaron, alguna vez, pesadumbre, fatiga moral y desánimo.

Fue en uno de esos momentos verse perdido en su noble empeño— cuando su inspiración, en sus últimos latidos, le dictó estos versos llenos de patetismo: «Español apagado / ceniza de un fuego, / ¿dónde estás, que te busco / y me busco y me pierdo?»

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