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"iTe luciste,Victorino!"

Victorino Martín salió de Las Ventas, allá por la feria de San Isidro, montado en el carro de la victoria. Era el 17 de mayo. Victorino paseaba triunfaI en una cuádriga tirada por el recuerdo, de seis toros recién lidiados, adornada con las orejas de las reses, escoltada por tres diestros de impar fortuna y ovacionada por miles de aficionados. Miguel Márquez y Victorino aún estaban mareados por la vuelta al ruedo que, a hombros de varios espectadores habían dado. Tiempos felices, tiempos aquéllos, en que a alguien se le ocurrió decir «¡Victorino y cierra Las Ventas!». Pero la diosa Fortuna, por casquivana, cruel y veleta -una «revoltosa" cualquiera- se olvidó ayer del ganadero de Galapagar; ni siquiera se dignó saludarle en ningún momento de la corrida. ¿Dónde estabas, Victorino? Hace un mes, más de un mes, se le vio desde todos los ángulos de la plaza. En San Juan -que no San victorino- pasó inadvertido el personaje de traje gris, camisa blanca, corbata negra y sombrero de fieltro.

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Perdió cartel hasta el apuntador

La aficion fue respetuosa con, el héroe de otro tiempo. Después de la pelea le dejó bajar de la cuádriga sin que se profiriesen gritos hirientes. Descendió del carro sin graves -por sonoras- protestas. Los aplausos no se trocaron en silbidos. La ley del péndulo, que tanto éxito tiene en los tendidos, no tuvo lugar. Sólo aquellos desconsolados que acudieron a la plaza, con la ilusión de ver seis fieras, seis monstruos llenos de vida, arremetieron contra el ganadero de Galapagar.

«¡Te luciste, Victorino!». En el ánimo de todos los aficionados entendidos o no, ese pensamiento estuvo grabado desde el primer toro. Un primero al que nadie chilló, gritó, ni silbó. Era el telonero, había que dar un margen de confianza. En el segundo se acusó al matador de estropear un toro al que se podía sacar partido. "¿Ese muchacho lo hace mal o es que yo no veo con nitidez?", comentaba con voz de barítono un esectador del ocho alto.

En el cuarto, la bronca; el toro, al corral; y la afición, a sus afanes cuando se sienta incómoda y -de alguna manera- engañada. La tarde discurría en los tendidos con la cadencia que imponía la temperatura. No servían los abanicos, gorros, viseras o periódicos -en ocasiones resultan útiles- para quitarse de encima un bochorno ambiental digno de mediados de julio. Los menos atados a las costumbres sociales quitarse las camisas y dejar el torso al descubierto. En algunas localidades resultaba irónico ver un «veraneante» taurino al lado de una doncella ataviada con sus mejores (¿) galas.

La bronca tenía que llegar. Si al bochorno que imponía la temperatura se unía el que despedían unos toros y unas faenas que, a todas luces, desilusionaban, era lógico que el tendido comenzase a echar también fuego. Fuego verdadero, por supuesto. La plaza a las ocho y media de la tarde, era un horno. Hasta el punto de que nunca hubo "cervecero de caballeros tan bien servido". Porque la afición tenía tanta sed, tantas ganas de ingerir uno de esos botes de cerveza -que más saben a bote que a cerveza- que de vez en cuando aterrizan en la arena de la plaza, que metían mano en la caja del empleado y se servían de ellos.

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