El descalabro de Torres y otras desgracias
Cuando el general Jota Jota Torres subió al poder, en octubre de 1971, la ciudad de La Paz, enclavada entre los macizos andinos, ya había sido rehabilitada por el desplazado general Alfredo Ovando como una capital de plena actividad política y sindical, libre y bullanguera, donde se producía una cantidad increíble de libros y folletos sobre el Che Guevara, se editaban los escritos de Regis Debray, por entonces todavía prisionero privilegiado en Camiri, y se vivía la euforia de un triunfo popular sobre las fuerzas de la derecha militar.Pero Torres, jefe de Estado Mayor cuando murió el Che, iba a tener un destino muy parecido al de Ovando. Asumió el poder en un golpe de audacia y pretendió lanzar una revolución populista. Duró nueve meses. Exagerando la síntesis, se podría decir que no recibió la cooperación de los partidos políticos cuando él intentó una apertura, ni tuvo la visión necesaria para formar una coalición. Gobernó aislado, rodeado de asesores de distinto corte político, en su mayoría disidentes del Movimiento Nacionalista Revolucionario, el partido que había dominado los últimos veinticinco años de la política boliviana protagonizando la nacionalización de las minas y la reforma agraria.
Un proceso de intrigas
Torres también buscó la cooperación de periodistas, entre ellos quien escribe estas líneas, pero resultaba imposible hacer un trabajo efectivo en medio de las presiones de sectores militares y de sus acesores más poderosos, que tenían aislado al general. Hasta las esposas de los militares de alto rango influían en las decisiones políticas. Fue un proceso de intrigas muy lento, exasperante, como algunas tragedias de Shakespeare.
Algunos de los hombres de confianza de Torres, como el coronel Selich, entonces a cargo de la guarnición de Santa Cruz, se unieron al levantamiento. Por momentos la situación parecía ridículamente fácil de controlar, ya que hasta el cabecilla de la conspiración, el entonces coronel Hugo Banzer, había sido detenido y estaba encerrado en una celda en la cuadra de enfrente del Palacio Quemado, donde Torres, en el colmo del surrealismo político, permanecía reunido con su gabinete discutiendo problemas administrativos menores, cuando el papel que le correspondía era precisamente aquel para el cual había sido educado: el de comandante.
La defensa se intentó tarde, cuando ya el levantamiento de los cuarteles, en escala incontenible, llegó a La Paz. El momento decisivo ocurrió cuando la Fuerza Aérea deliberó el caso y decidió unirse al golpe. Entonces salieron otra vez los «Mustangs» y dispararon contra las tropas leales -el regimiento Colorados-, con quienes se había aliado apenas nueve meses antes para llevar a Torres al poder. Es increíble la influencia de estos avioncitos, aparentemente obsoletos, en la historia reciente de Bolivia. Fabricados originalmente como cazas de combate (tipo Pursuer P-51), en Bolivia se los usa en una versión más sofisticada, de caza-bombarderos (Fighter F-51). Han sido utilizados contra los mineros bolivianos, contra estudiantes bolivianos, contra soldados bolivianos, contra campesinos bolivianos. No se recurrió a ellos para combatir a la guerrilla mayormente foránea del Che.
A Torres no le derrocó solamente el levantamiento militar, sino el deterioro de la situación, acelerado por una campaña de la ultraizquierda y de los movimientos trotskistas. Una artificial asamblea popular en la que no estaban representados los principales partidos políticos ni los militares, y menos los campesinos, que son el 70 por 100 de la población, precipitó la caída de Torres. Fue un episodio trágico, en el que perecieron unas 500 personas y resultaron exiliados cerca de cinco mil bolivianos, muchos de los cuales nada tuvieron que ver con esa lucha por el poder. Torres salió al exilio, en cierto modo cargando con esa enorme responsabilidad histórica. Quien escribe estas líneas recibió siete tiros, ninguno de los cuales resultó mortal.
Se pueden enumerar otras tragedias: la del coronel Andrés Selich, factor principal del golpe de Banzer y el hombre que conservaba con indísimulado orgullo el reloj del Che Guevara. Siendo ministro del Interior, emergió como el hombre fuerte. Ranger consumado, durante semanas acudía a su despacho y al gabinete en traje de campaña. Por asociación con un personaje del momento -era famosa su dureza con los caídos- le llamamos el «Ufkir boliviano», recordando al general marroquí.
La importancia de Selich comenzó a crecer y Banzer, previsor, lo mandó de embajador al Paraguay -un antecedente del exilio diplomático de Zenteno Anaya-, pero al poco tiempo renunció y se sumó a la oposición. Hombre conjurado, ingresó clandestinamente en Bolivia y comenzó a agitar a la oficialidad. Había recibido el apoyo de amigos del Brasil y la Argentina. Pronto Selich se convirtió en un fantasma amenazante para el Gobierno de Banzer, hasta que fue capturado y asesinado en circustancias que todavía no han sido aclaradas, en la casa familiar de uno de los hombres de confianza de Banzer.
Otros casos
El mayor Gary Prado, que capturó al Che, devino con el tiempo y la complejidad política boliviana en una posición izquierdista, con influencia en la joven oficialidad. Salió al exilio, retornó clandestinamente no sin haber salvado la vida en un atentado en Brasil. Fue capturado, maltratado, reivindicado. Finalmente salió como agregado militar a España. Lo menos que se puede decir es que su trayectoria confunde.
Para el suboficial Mario Terán, el que mató al Che herido, la vida es más complicada. Casi no sale de un cuartel en Santa Cruz y algunas veces ha tenido contacto con periodistas para dar su versión del caso. Naturalmente, es el de posición más vulnerable, si es que hay una organización clandestina ocupada de vengar al Che.
El general Luis Reque Terán, que ha desatado una polémica internacional con el tema de la muerte del Che, curiosamente pocos días antes del asesinato de Zenteno, vive en el exilio, acosado por las revisiones históricas y sin aparente futuro político. Reque Terán, que por su capote negro, bastón de mando y aparente firmeza era conocido como el «Rommel del Altiplano», no tuvo participacién directa en la muerte del Che. Pero estaba cerca, en Camiri. Después sería hombre de confianzade Ovandoycomafidante enjefe bajo Torres, pero contribuiría decisivaniente al derrocamiento de éste.
Hay otros casos de tragedias vinculadas al Che, incluyendo naturalmente algunos civiles, como el ex ministro del Interior de Barriendos, Antonio Arguedas, hoy convertido en huésped de Fidel Castro, siempre en el misterio, correspondiendo a sus antecedentes de doble agente.
También hay periodistas que han perdido el equilibrio, cuando no la memoria, por el recuerdo angustiante de esos días de octubre de 1967. No se trata de una mala suerte uniforme ni continua; ni es, en realidad, la decadencia acelerada de un régimen ni de un pueblo. Ni siquiera de un sistema. Obviamente, tampoco debe pensarse en una néinesis del más allá. Se trata, simplemente, de una serie de hechos, no siempre vinculados entre sí, que tienen unas características: sus prolagonistas estaban en el escenario, tenían algún papel, en el momento de la muerte del Che. A Zenteno Anaya no le salvó la embajada en París ni su interés en dialogar con grupos de opositores bolivianos. Realmente es como para pensar que muchos se estarán preguntando en este momento, quién será el próximo. La tragedia se nutre de nuevos cadáveres, a veces pareciera que es inexorable, pero resulta mucho más compleja cuando se piensa que no todos han sido muertos por la misma mano.
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