Olvido y memoria de Heidegger
A la muerte de Ortega, en una revista que ahora no tengo a mano, publicó Heidegger un breve y emocionado recuerdo en honor y admiración de su colega. Eran años en donde la filosofía se encarnaba aún en unas cuantas grandes personalidades que, a su manera, habían incidido en la historia de su país y que recogían con su presencia los ecos más fuertes de la historía. Heidegger aludía en sus líneas a un encuentro casual en el jardín de la casa que los albergaba. Ortega paseaba solitario Heidegger describe la impresión que le produjo descubir, de pronto, aquella soledad de Ortega, aquel silencio en el que el filósofo alemán intuyó, un rasgo esencial de la extraordinaria personalidad orteguiana, y en él, su problema de la filosofía.Se me ocurre ahora improvisar también sobre un recuerdo: una breve historia que, por lo inédita, tal vez sea más interesante que su apresurado panegírico de lo que Heidegger ha significado en el pensamiento europeo. Efectivamente, con Heidegger ha quedado clausurada una época ejemplar en la historia del pensamiento; pero la muerte del «último de los filósofos» nos va a servir para hacer más viva e interesante la crisis por el significado del discurso filosófico y la semántica que lo alimenta.
Mi primer encuentro fue en casa de Gadamer hace más de veinte años. No hacía mucho tiempo que Gadamer había ocupado la cátedra de Jaspers en Heidelberg. Pretendía poner a sus jóvenes doctorados, entre los que me encontraba, en contacto con el filósofo de la Selva Negra, recuperándolo también de los escombros de la guerra. Solíamos reunirnos cada quince días en lo alto de la Bergstrasse. Aquel semestre nos tocaba leer a Kant. Un par de días antes de la quincenal reunión se nos había anunciado que Heidegger vendría, desde Friburgo, a compartir con nosotros las páginas de la «Crítica de la Razón Práctica». Yo andaba entonces por otros derroteros que los heideggerianos en los que años, atrás había estado alegremente perdido, profundamente absorto. Me parecía que la revolución que para algunos estudiantes españoles había supuesto Heidegger, se había cumplido ya, y que ante el pensamiento apergaminado con el que tropezábamos, Heidegger había sido un tío de sugerencias, de ideas, quizá mal entrevistas en aquellas traducciones contra las que luchábamos en la tertulia del madrileño Gambrinus. Pero a las orillas del Neckar, con una carga crítica estallando siempre, luchando por esclarecerse y concretarse, como los perfiles nítidos del río, océano del lenguaje heideggeriano me parecía un exceso, un lujo del pensamiento. Pero, con todo, la curiosidad era poderosa. Sentarse allí, en la biblioteca de Gadamer, con el autor de «Ser y Tiempo», no dejaba de tener algo mítico, para el estudiante que lo había descubierto con admiración en las mesas oscuras del Gambrinus. Cuando llegamos, Gadamer nos lo fue presentando y, sin preámbulo alguno comenzamos por el párrafo en el que hacía dos semanas habíamos quedado.
«Entiendo por aclaración crítica de una ciencia o de un mensaje científico... la investigación y justificación de por qué tiene que tener esta forma determinada ... » Yo miraba a Heidegger, que sostenía en sus manos la vieja edición amarillenta, subrayada, y entre cuyas hojas había intercaladas, sueltas, las páginas de otras obras de Kant que aclaraban algunos problemas de la que leíamos. Esperábamos oír al filósofo de «Sendas Perdidas» enredado en la magia de su propio lenguaje, divagar sobre el ethos y el destino. Su voz, con una claridad y precisión inolvidables, nos llevaba segura por los recodos aristados de Kant, en lenguaje de contornos exactos sin concesión alguna al lujo o al exceso. Una lección prodigiosa de la mejor filosofía académica tras la que se vislumbraban años de rigor, de potencia mental, de disciplina, de talento. Después, la consabida cerveza en la Kneippe cercana; el diálogo ágil, humorístico, triste a ratos, frente a nuestra ligera agresividad. La sonrisa de Gadamer al despedirnos tenía algo de triunfadora. ¿Qué imaginabais?, parecía decimos, porque en aquellas horas habíamos descubierto muchas más cosas que la esperada «especulorrea» que nos habíamos temido.
El primer encuentro con Heidegger fue, durante los días sucesivos, el tema obligado en los obligados paseos del Neckar. Allí habíamos tropezado con un Heidegger nuevo, y aunque seguíamos pensando que el Heidegger escrito nos quedaba lejos, el enorme poder pedagógico de aquellas horas oyéndole explicarnos a Kant nos lo había, momentáneamente, justificado, me atrevería a decir, recuperado.
Recuerdo aquel recuerdo, hoy, después de muchos años de haberlo dejado reposar en el olvido. Me plantea, mucho más aguzado aún, un problema de entonces. ¿Qué lenguaje tendremos que utilizar para acercarnos a explicar su obra, como él explicaba la de Kant? ¿Con qué brújula orientarse por la selva heideggeriana?, ¿Qué fronteras la cercan? ¿Hacia dónde llevan sus senderos? Cuando la espuma de la ola de la cultura se remanse, cuando se desarticulen los tinglados de las modas intelectuales, ¿llegaremos a Heidegger como se llega a Aristóteles, a Descartes, a Kant, a Nietzche? ¿Se habrá solidificado como una montaña ineludible en el horizonte de la cultura la visión heideggeriana del Ser, del Tiempo y de la Historia? O por el contrario, ¿será su filosofía un fugaz pasatiempo erudito para la arqueología del saber? En estas respuestas, sin embargo, reside un problema importante. No hay lenguaje sin código, no hay filosofía sin el cerco apretado de la historia. Sólo en ésta adquieren sentido los mensajes de los hombres. El mensaje de Heidegger está hoy abierto a la hermenéutica o al olvido. Con él se cierra el círculo que se inicia con Kant. Con Heidegger desapa rece la filosofía de los grandes filósofos, de los desveladores del Ser para siempre perdido. No sa bemos si podremos recuperarlo, si merece la pena escribir sobre ese Ser, que ha ocultado insistente mente las normas de su juego. No sabemos si los filósofos de hoy, mi nimizados entre los problemas filosóficos más modestos tendrán que volverse a funciones triviales como las que heredaron los estoicos, los epicúreos, los escépticos, o simplemente los que marcan en la historia los temas cartesianos de la felicidad. ¿Para qúé poetas, en tiempos menesterosos, comentaba Heidegger sobre los versos de Hölderlin? ¿Para qué filósofos, qué clase de filósofos, qué caminos de la filosofía, en tiempos de libertad? Al final de la «Crítica de la Razón Pura» señalaba Kant tres grandes dominios ceñidores de los problemas de la filosofía, de esos problemas que expresan el destino singular de la razón humana atenazada siempre por cuestiones que no puede desechar porque le son impuestas por la misma naturaleza de la razón; pero que, a la par, no puede responder, porque sobrepasan la capacidad de esa razón. Esos tres dominios se configuran en tres preguntas: ¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo esperar? Heidegger ha respondido, sobre todo, a dos de ellas, en la original galaxia metafísica de un sistema conceptual que articulaba la ciencia y la técnica de nuestro mundo con una escéptica esperanza para un hombre surgido ante el paisaje de la muerte, del abandono, del destino. Su lenguaje, asentado en la exclusiva firmeza de su propia semántica, de su propia y agarrotada soledad, buscaba esa esperanza kantiana en una fronte ra imposible de traspasar. Pero esa lucha nos ha dejado a la puerta de la otra gran pregunta formulada también por Kant: ¿Qué debo hacer? La búsqueda de los senderos perdidos por este deber y esta praxis, alentaría la marcha de la filosofía futura, si es que el futuro cuenta; si es que la filosofía no se convierte en la melancólica historia de un paulatino y gran olvido.
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