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Una lección del público

Era el espectador de excepción. Entró en Las Ventas con sigilo, silenciosamente. Pretendió pasar desapercibido. Y casi lo logró. Pero Joaquín Moreno de Silva le brindó ,su toro, el primero de la tarde. Y todas las miradas se diricieron hacia un burladero del 9. Un sombrero de fieltro gris, unas galfas de concha; la nariz aguileña; el bigote blanco. Allí se parapetaba Claudio Sánchez Albornoz. El profesor dirigió al rejoneador unas palabras y un saludo nervioso. Dámaso Gómez también le ofreció la muerte de un bicho, su segundo. Ahora hacía un esfuerzo para recoger la montera del diestro.Al finalizar la corrida se libró pausadamente del burladero. «Estoy emocionado -decía mientras tanteaba el suelo con su bastón-, hace cuarenta años que no presencia una de toros. Permítame una corrida me que me apoye en su brazo para bajar este escalón; sentado, aún me defiendo; pero de pie... » Dio unos pasos por el callejón. «Me encantaron -confesaba con su quebrada voz- los rejoneadores; hacen un bello espectáculo. Además, hoy se han citado toros-toros. Voy a volver, ¡claro que volveré!».

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Unas docenas de metros mas Allá. El Puno estaba tendido sobre una mesa de operaciones. Garcia de la Torre se afanaba en remendar la cornada que Bolichito I le había proporcionado. En la salita de la enfermería los subalternos tenían su vista clavada en el traje del diestro, lleno de arena y plegado en el terrazo. «Es un puntazo -comentaba uno de ellos- en la ingle izquierda, pero no creo que revista gravedad.» «El toro -decía un compañero suyo- le pisó la cabeza. El golpe le dejó inconsciente.»

Entre tanto, la afición deliraba en los tendidos. « ¡Eso es un toro, eso es un toro!» Era el grito, el único que se ola en Las Ventas. Era el piropo que la afición deseaba lanzar desde hace mucho tiempo. Un público -ayer se demostró- que supo apreciar el riesgo que corre el matador en la arena. Bolichito I había atropellado a El Puno; Batanerito I, a Antonio Rojas, y Batanerito II, a Dámaso Gómez. Los taurinos no abrían la boca. En las tres ocasiones, antes de que el diestro fuese arrollado, habían dado muestras de por deracíón con su labor. «¡Mátalo, mátalo ya! » Los toreros, valientes, siguieron con sus faenas. Sus desenlaces pudieron haber sido fatales. Los espectadores, ayer, creyeron ver antenas en las defensas de las reses; ninguno silbó a los tres hombres que protagozaron la corrida.

No se oyó una sola canción en las andanadas. Nadie, indignado, se levantó de asiento pará criticar a un espada. Enmudecieron las palmas de tango, que sólo se oiran -y esporádicamente- con el segundo de Dárnaso Gómez. No se agitaron los brazos para manifestar desacuerdo alguno con el presidente de la corrida. El silbato, el Don Nicanor tocando el tambor, quedaron olvidados. en lo más profundo de un bolsillo. Aquel aficionado que lanzó una almohadilla -objeto que fue a caer sobre la cabeza de un monosabio- fue denunciado ante la autoridad por su vecino de asiento. Se palpaba en los graderíos el peligro físico de los matadores. Y a todo el mundo caló hondo ese presentimiento. La de ayer fue una lección de un público entendido.

Alguienque se hubiera acercado a Las Ventas al final de la lidia del último de la tarde, habría formado un juicio erróneo de lo que all, sucedió. Con Lunero había estallado el júbilo en los graderíos, sí; pero quedaban atrás los sentimientos de miles de corazones encogidos durante horas. Los comentarios por las escaleras, los pasillos, el desolladero y la calle así lo confirmaban. Todos se preguntaban por el estado de salud de El Puno. Todos querían pensar que la cornada no había puesto en peligro su vida.

Fue una lección del público, de todos los taurinos, de una afición que sabe distinguir, de unos entendidos que diferencian riesgo y peligro.

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