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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Por una moral civil

Existe una serie de temas íntimamente ligados con el pleno ejercicio de las libertades individuales que rara o superficialmente aparecen en los debates públicos. Son cuestiones que atañen a lo que llamaríamos una moral civil y que son sistemáticamente silenciadas o frivolizadas. El matrimonio civil, el divorcio, la cuestión del aborto, el tratamiento científico y no teológico de la contraconcepción, la reconsideración de leyes patriarcales y falocráticas como las que atañen al matrimonio, entre otros, son asuntos de primerísimo interés social que curiosamente soslayan los políticos.Hace pocos días era el ministro de la Gobernación, Manuel Fraga, quien abordaba parte del temario en declaraciones a la prensa venezolana, afirmando que se mostraba partidario del matrimonio civil y de un divorcio moderado dentro de una separación amistosa entre la Iglesia y el Estado.

La clave de estos asuntos reside efectivamente en que la Iglesia y el Estado asuman sus competencias específicas sin interferirse. O, más concretamente, que el Estado asuma sus propias responsabilidades en materia de moral civil, hasta ahora dimitidas en favor de una moral pública estrictamente religiosa.

Dentro de esta moral civil, que debe rescatarse, es prioritario el establecimiento del divorcio. Es obvio que el matrimonio católico es indisoluble, pero el matrimonio civil es un contrato, y un contrato civil, y como tal debe poder romperse. Una revisión racional de la legislación en este aspecto, cuidando siempre la protección de los hijos menores, nos parece más que recomendable, urgente.

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La cuestión del aborto, cuya despenalización es reclamada por los incipientes movimientos femeninos de liberación, ofrece visos más complicados. El derecho a la vida sigue siendo desde luego algo irrenunciable entre los propios derechos humanos. En cualquier caso, la ausencia de enfoque para estos problemas que la comunidad civil padece -al margen la estricta doctrina católica- y la falta de un diálogo real y sin complejos en torno al tema, sólo favorece la existencia de redes clandestinas dedicadas al negocio delictivo del aborto. El puritanismo de nuestra sociedad, especialmente de la bien acomodada, de una hipocresía notable al no ajustar muchas veces sus actos a sus ideas y declaraciones, es muy de señalar a este respecto.

El tema de la contraconcepción adquiere en este país tintes tragicómicos. Las clases económica y culturalmente desfavorecidas acumulan descendencia y necesidades, siendo unos pocos matrimonios premiados simbólicamente con desfasadas recompensas al exceso de natalidad. La píldora, en tanto, se consume en dosis a nivel europeo gracias al médico amigo o inteligente o al farmacéutico tolerante. Y ese consumo se lleva a cabo bajo ,una apocalíptica lluvia de recomendaciones de raíz teológica en las que se barruntan todo tipo de peligros físicos y morales para la mujer española.

Todo ello choca además farisaicamente con el trato social que en este país recibe la madre soltera, objeto de discriminación y vejaciones en su vida laboral y social.

El rescate de esta moral civil a que aludilmos, nos llevaría a un desglose infinito de situaciones todavía objeto de persecución social o judicial desde perspectivas -a la postre- sólo religiosas. Tal es así el injusto tratamiento social que en nuestro país recibe el homosexualismo.

La prostitución, máxime en un país de matrimonio tardío por razones de nivel económico, no vamos a estimarla ni conveniente ni necesaria, pero tampoco nos atreveremos a defender la existencia de un centro penitenciario dedicado a peripatéticas. Centro, por lo demás, discriminatorio cuando no existe otro análogo para sus homólogos masculinos crecidos al sol del boom turístico.

De la legislación, de raíz napoleónico, del matrimonio español poco cabe decir por harto sabido. Lentamente va reformándose el Código Civil, pero continúan existiendo situaciones relativas al adulterio, a la patria potestad de la prole, a la utilización del patrimonio familiar, al cambio de residencia o al mero hecho de escoger trabajo, medievalmente discriminatorias para la mujer.

Ya hemos escrito que el desglose de los puntos de una moral civil a asumir por el Estado es extenso y trabajoso. Nunca se clarificará mientras las relaciones entre la Iglesia y el Estado no sean menos intercondicion antes y la primera entienda que esta necesaria moral civil, asumida y defendida por el Estado, redundaría en definitiva en beneficio de una más exacta moral religiosa de sus fieles.

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