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Los militares

Los militares como excusa: he aquí un síntoma cada vez más frecuente, cada vez más alarmante, entre los indecisos del reformismo; y hasta en alguno, dicen, de sus abanderados. Hay que moderar el paso de la reforma -insinúan, con guiño comprensivo- no sea que los militares…

En los segundos planos el pretexto raya, a veces, en lo cómico. Tal personaje a quien se invita a participar en un programa cara al país acuda ilusionado, desde muy lejos, sin acordarse de su enfermedad. Una hora antes del programa se le comunica impunemente que su actuación es imposible. Cuando se gestiona la salida del absurdo, los altos responsables están fuera de casa, aunque ya se han enterado. Los suplentes apuntan la explicación, que suena vacía: «Ya sabe usted, los militares...»

Va siendo hora de decir que los militares están cada día más hartos de que se les invoque genéricamente para cubrir indecisiones para eludir responsabilidades personales, para cohonestar el recurso facilón al frenazo. Basta hablar un minuto con cualquiera de ellos para comprobar su hipersensibilidad ante semejante encadenamiento de cobardías; su repudio del torpe halago con que algunos políticos buscan adaptarse al nuevo régimen con procedimientos que ni siquiera se justificaban, aunque florecían profusamente en el antiguo. ¿Dónde están, realmente, Ios militares? La pregunta es, en estos momentos, más necesaria que nunca; la respuesta, arriesgada y crucial.

Conviene intentarla; porque una aproximación adecuada equivaldría, en las confusas circunstancias políticas que vivimos, a un factor primario de orientación.

Los militares emergen, hoy, de una historia específica; y se sitúan conscientemente, más que otras instituciones y grupos, en la circunstancia profunda de la nación. La historia contemporánea de las fuerzas armadas es poco y mal conocida, hasta por muchos de sus miembros. Arranca, en lo esencial, de un gran error: la Ley de Jurisdicciones con que se abrió la historia político-militar de nuestro siglo; que en definitiva erigió a las Fuerzas Armadas en un Estado dentro del Estado; y que consagró el absurdo principio del doble poder, cuya aceptación explícita fue el gran fallo de Cánovas y por desgracia, el punto en que algún aspirante a Cánovas parece, hoy, más dispuesto a imitarle. Desde entonces hasta 1923 la política española fue un forcejeo dialéctico entre los «dos poderes» que se resolvió el 13 de septiembre de ese año a favor del «gobierno de quienes no dejaban gobernar» según frase -y consejo- de Maura al Rey.

Frase acertada, fatal consejo. La primera dictadura no fue el régimen de un hombre, aunque la espectacular personalidad de ese hombre lo hizo creer así. Fue un régimen militar; un intento de monarquía militar; una ocupación militar no sólo del poder, sino de la administración.

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Que trajo, como resultado histórico, la frustración militar; la identificación de la Corona con la dictadura; y el hundimiento de la Corona en la resaca de la dictadura. Que provoco, en las Fuerzas Armadas, un intenso sentido de la abstención política, con el que se explica su actitud permisiva ante el advenimiento de la República; y la propia división de los militares ante la guerra civil.

Durante el régimen del general Franco -un régimen personal en primer término, militar en segundo- las fuerzas armadas han demostrado que aprendieron mejor que otro sector del país, las lecciones de la primera dictadura. Las Fuerzas Armadas han apoyado al régimen; pero han salido de él no como perplejidad, sino como reserva histórica. En 1923 impulsaron desde el primer plano a una dictadura que trataba de apuntalar a una monarquía caduca. En 1976 cubren, como reserva institucional e histórica, a una monarquía joven que sucede, sin traumas, a una dictadura agotada después de cumplir un ciclo histórico de capacidad transformadora innegable; o sólo negable por la ciega pasión.

Con mucha mayor experiencia que el resto de las instituciones políticas -algunas de ellas agonizan por su raíz totalitaria, otras ensayan sus pasos de infancia- las Fuerzas Armadas desean menos que nunca la intervención protagonista en la fase constitutiva del nuevo régimen. Esta actitud abstinente no excluye la previsible incorporación de una figura militar a la Presidencia del Gobierno, donde no ejercería la función de un Narváez, sino la de un Serrano con Restauración anticipada.

Pero si los militares se muestran hoy más que nunca reacios a dejarse acariciar como recurso, reaccionan unánimes cuando se les trata de utilizar como pretexto. Hay algo que quienes nunca creerán anacrónico el culto del honor repudian airados: la cobardía dolorosa, aunque sea cobardía política y cívica.

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