"Las desventuras públicas de nuestro tiempo han hecho crecer la talla de Madariaga"
Finalizadas las palabras de Madariaga, le contestó, en nombre de la Academia, Julián Marías «con emoción, y alegría personales, y transpersonales».Señores Académicos:
No creo que en la historia de nuestra Academia, ni en la de ninguna otra, se haya dado un caso semejante al de esta tarde, recibir a un Académico a punto de cumplir sus noventa años; para que todo sea extraordinario, a los cuarenta años de su elección; y, por si algo faltara, al cabo de otros tantos de exilio. Al encargarme la Academia dar en su nombre la bienvenida a Salvador de Madariaga, me ha hecho un honor del que temo no ser digno; y esta confianza ha hecho gravitar sobre mí una responsabilidad que me abruma. Pero sería insincero ocultar que con ello me ha dado también una viva alegría, y en algún sentido, pleno cumplimiento a mi propio ingreso en esta Casa, cuya conducta en tiempos difíciles me había hecho sentir tanta estimación moral, por ella, que cuando en 1964 me hizo el honor de llamarme, no dudé en salir.
Y hoy, con emoción y alegría personales y transpersonales, como académico y como españoles, vemos a Salvador de Madariaga disponerse a ocupar, por fin, la silla que la Academia le había seguido guardando, la que lleva cuarenta años esperándolo, en esta España de las largas esperas.
Nunca es tarde si la dicha es buena. Ahí lo tenéis, al cabo de tan largo tiempo, superviviente de su generación, como un cerro testigo. Más español que nunca, este hombre que ha vivido fuera de España mucho más de la mitad de sus años, que habla y escribe con igual perfección en tres lenguas, a quien algunos han llamado «apátrida». En cincuenta o sesenta años de ausencias, Salvador de Madariaga apenas ha hecho otra cosa que imaginar a España, y por eso ha tenido que recordarla, y así hacer grandes porciones de su historia. Su española ha ido intensificándose, acendrándose, al mirar a España desde todas partes, desde tantas lejanías, en todos los escorzos posibles. Las trivialidades de la vida cotidiana, las anécdotas insignificantes, las irritaciones y fricciones, que son el pan nuestro de cada día, no lo han distraído de la contemplación entrañable de la realidad íntegra de España. Desde lejos, no ha podido ceder a la tentación de dar importancia a lo que no, la tiene, y nuestro país se le ha ofrecido, señero y exento, en sus líneas esenciales.
¿Necesitaré explicar a españoles cultivados quién es, Salvador, de Madariaga? ¿Será menester «presentarlo» a sus compatriotas más jóvenes, recordar su curriculum vitae, la larguísima carrera de su vida fecunda? No me atrevería a fatigar vuestra atención, y sobre todo la suya, con una enumeración que nos haría permanecer aquí hasta la madrugada del próximo día.
El triunfo de la torpeza
La guerra civil, la II Guerra Mundial al terminar la nuestra, significaron el hundimiento del mundo por el que Salvador de Madariaga se había esforzado tanto. La torpeza, la violencia, la discordia, triunfaron sobre la inteligencia, la cooperación, el entendimiento mutuo, la libertad. Estos tremendos sucesos empujaron a Madariaga hacia la vida intelectual ejercida en plenitud y la acción política sin apoyos institucionales, como poder espiritual, mediante el prestigio personal de su dignidad y su talento. Creo que las desventuras públicas de nuestro tiempo han hecho crecer la talla intelectual y moral de Madariaga, han hecho de él algo más importante y valioso de lo que hubiera sido en la bonanza.Madariaga se quedó fuera de España, creo que para quedarse con España entera. Era demasiado político y demasiado «internacional» para volver pronto. Para vivir decentemente en España hay que tener la piel muy dura -la piel, no la cara-, hay que estar muy curtido y trabajado por los vientos y los soles y los tártagos. Madariaga había hecho demasiado la experiencia de una Europa verdaderamente civilizada, aunque no lo suficiente, y del suave mundo diplomático. Además, se había habituado a la ausencia, a la privación física de España, que para otros es insoportable (y cuando hablo de España física no olvido que en ella se hace presente la España histórica). Por eso Madariaga no ha podido vivir sin España, pero ha podido respirar fuera de ella; no le ha sido insoportable no verla durante cuarenta años. Pero ha tenido que hacer otra cosa: reconstruirla.
Yo lo conocí en 1934, en mis tiempos de estudiante, en la Universidad de Verano de Santander. Recuerdo su viveza, los destellos de su ingenio, algunos de sus chistes, que todavía me hacen reír. No parece haber perdido ninguna de esas cualidades, pero con los años ha ido adquiriendo un alcance cada vez mayor. Diría que ha ido creciendo como un árbol, con raíces más hondas y, a la vez, más frondoso. Lo que escribe viene de más adentro, tiene mayores resonancias, la responsabilidad de una vida que se ha tomado en serio por debajo del irreprimible gusto por el ingenio, el juego y la bondadosa malicia.
Me pregunto cuál ha sido el centro de organización de la personalidad de Madariaga, aquella dimensión suya que está más cerca de sí mismo, aquélla en que más propiamente se expresa, la que le ha permitido resistir con tal vitalidad y lozanía el desgaste del tiempo y de la adversidad. Creo que ha sido su medular liberalismo. A causa de él, si no me engaño, quedó desconectado de la vida pública en 1936, año de graves tentaciones. Madariaga no soñó con dimitir de esa condición. No pudo aceptar la guerra civil: ni sus supuestos, ni sus pretendidas motivaciones, ni sus métodos, ni su desenlace, ni su aprovechamiento, ni los intentos de vivir de ella, es decir, de la muerte.
Siempre he creído que hay una cita del Tenorio que sirve para cualquier situación vital. A los que han mirado con avidez esa silla que ahora va a ocuparse, la Academia ha podido decirles, uno tras otro, decenio tras decenio:
« Esa silla está comprada, hidalgo.»
Y hoy, dispuesto a hacer un Dos de Mayo, Salvador de Madariaga, con las palabras de Don Juan, puede responder:
«Que ésta es mía haré notorio.»
Señores académicos: la Real Academia Española vuelve a estar completa".
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