París será una fiesta
Un insólito desfile náutico por la ribera del Sena inaugurará esta tarde los Juegos Olímpicos de la resurrección de Simone Biles, el último baile de Rafa Nadal y de las tensiones geopolíticas
El Sena baja sereno y París está ebrio. Talento y poder se multiplican, se mueven y se agitan por sus rincones, siempre ricos, pero aún más. En la Pirámide de Bercy, Simone Biles y su cuerpo de esfinge se agita y contorsiona, y vuela y revolotea, al ritmo funk de Taylor Swift y Beyoncé, que se han unido para moverla a ella, la mujer liberada, antes incluso de hacerlo para Kamala Harris, prima hermana en la lucha; en la Gare du Nord, no tan lejos, los del Dream Team cogen un Eurostar para Lille, donde se juega el baloncesto, y solo esperan ganar rápido sus partidos y tener tiempo de volver a París de vez en cuando para ver volar a Biles, “la mejor”, como proclama LeBron James; en Roland Garros, se habla de Rafa Nadal, el tenista sentimental, y de Novak Djokovic.
En una punta, junto a la plaza de la República, donde el movimiento antiJuegos ha convocado una manifa, los de On, una marca suiza de zapatillas convocan a los medios y les enseñan un robot al que clavan en una punta la horma de un zapato y gira y gira mientras un spray la rocía con filamentos de polímeros elástico y resilientes. En tres minutos el robot zapatero fabrica una zapatilla de 160 gramos, y dentro de nada Moha Attaoui se la enfundará, una segunda piel, para ganar la final de los 800m. Mientras, en la piscina de La Défense los de Omega enseñan relojes atómicos para medir a la milésima los récords de Popovici, Marchand y Ledecky, y junto al río, cerradas las avenidas al tráfico ruidoso y motorizado, se pasean en bicicleta parisinos felices y niños, policías a caballo pasan al paso como en una película de Tati, y recitan a Apollinaire, “bajo el Puente Mirabeau fluye el Sena, y nuestros amores, debo recordarlo. La alegría siempre vino después de la tristeza”. Los menos románticos, los más maderos, prefieren al Hemingway periodista pobre que hizo de París una fiesta sin resaca. Los turistas preparan sus QRs como en la pandemia y esquivan camareros cabreados de manos cruzadas en terrazas vacías para atravesar las zonas controladas con la nariz clavada en el Google Maps de sus móviles.
No tan lejos, los reyes de España se hacen fotos con deportistas en la Embajada. Detrás de las vallas, y junto a inmensos bloques de hormigón inamovibles, 35.000 gendarmes con chaleco antibalas, las manos en el pecho y el fusil automático, vigilan.
Los atletas, los dioses del estadio, se reservan la última semana para ellos y aún no han llegado ni Noah Lyles ni Mondo Duplantis ni Jordan Díaz ni Sydney McLaughlin o Sha’Carri Richardson. Suya será la pista violeta que Mondo promete es tan rápida que será difícil que no caigan récords con los clavos milagrosos de ahora.
El deseo de fiesta ha derrotado a la morosidad. El afán de incertidumbre comenzará a crecer y a saciarse ya en la ceremonia de inauguración. ¿Naufragará algún barco? ¿Quién será la última portadora de la antorcha que por tierra firme llevará el fuego olímpico para prenderlo en el pebetero instalado en el jardín de Tullerías, entre Concorde y la Pirámide del Louvre?
Los Juegos Olímpicos han descendido sobre la ciudad, y todo lo han empapado, hasta las aguas rebeldes del Sena, que están de “buen humor”, recalca Le Monde. La bendición de Santa Ana bendita, podría añadir la alcaldesa Anne Hidalgo, que recuerda que el día D, 26 de julio, es también su onomástica, y que nada malo podrá pasar, claro, pese a que la decisión de celebrar la ceremonia de apertura en un río conocido por sus aguas sucias –1.800 millones de euros se han gastado en limpiarlas— y corrientes traicioneras, es un desafío total al destino y a la capacidad de almacenaje de los cuatro grandes pantanos que regulan su fluir aguas arriba, desde el Marne.
Ningún barco se hundirá, proclama la alcaldesa. Ninguno rozará con su techo los bajos de ninguno de los 18 puentes que atravesarán en su trayecto desde la estación de Austerlitz hasta Trocadéro. Se ha calculado que desfilarán 8.500 deportistas de los 10.500 presentes, distribuidos en 204 comités olímpicos nacionales, que se acomodarán en 85 barcazas. Cada país, con su bandera y sus abanderados, la regatista Támara Echegoyen y el piragüista Marcus Cooper, por España. En los muelles y en los puentes, gradas para 300.000 espectadores, y 12 grandes cuadros vivientes con danzantes y actores, que recorrerán la historia del gran país y la segunda ciudad, tras Londres, que acogerá los Juegos por tercera vez, tras París 1900 y 1924. A partir de las 19.30, encabezados por Grecia y el equipo de refugiados cada barco debe recorrer los 6.000 metros del trayecto en 42 minutos, separada cada embarcación por no más de 150 metros. Por su derecha navegarán los reguladores del tráfico en 50 barcos, y a su izquierda otros tantos transportarán a las decenas de cámaras de televisión.
Actuarán para mil quinientos millones de telespectadores y para una tribuna de autoridades que reflejará, en cierta medida, la fragilidad y las tensiones en las relaciones internacionales, y el fracaso del presidente francés, Emmanuel Macron, debilitado tras el triunfo de la izquierda. Las palomas de la paz surcarán el cielo, se izará la bandera olímpica, se cantarán los himnos, Macron, pronunciará las esperadas palabras rituales que lleva ensayando varios años, “declarado inaugurados…”, comenzarán oficialmente los Juegos Olímpicos de 2024, y el más de centenar de mandatarios de todo el mundo que rodearán al presidente del Comité Olímpico Internacional, Thomas Bach, fingirá emocionarse.
Se espera a los reyes de España, al presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, al príncipe heredero saudí, Mohamed bin Salmán, y al presidente argentino, Javier Milei. Faltarán el presidente de Estados Unidos, Joe Biden —estará la primera dama, Jill Biden—, su homólogo chino, Xi Jinping, representado por un viceprimer ministro, Narendra Modi, jefe del gobierno indio, y el presidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, que también será sustituido por su esposa. La vicepresidenta estadounidense y candidata demócrata a la Casa Blanca, Kamala Harris, tampoco tiene previsto asistir, pero su marido, Doug Emhoff, estará presente en la ceremonia de clausura. Vladímir Putin, por supuesto, no ha sido invitado, como tampoco habrá deportistas rusos identificados por su bandera y su himno, prohibido en los recintos olímpicos.
Si los Juegos de Tokio, retrasados hasta agosto de 2021 por la pandemia, se celebraron en un contexto de optimismo y de fe en la colaboración internacional, la invasión de Ucrania por la Rusia de Putin solo seis meses más tarde generó un contexto geopolítico que los analistas que lo estudian y el pueblo que lo sufre no dudan en calificar de turbulento e impredecible. La masacre perpetrada por Israel en Gaza después de los atentados terroristas de Hamás el 7 de octubre pasado añadieron gasolina a un fuego internacional que, ingenuamente, intentó moderar Macron sumando su petición de tregua olímpica a la ritual que Naciones Unidas reclama cada dos años (también en los Juegos de Invierno) desde Lillehammer 94. La perspectiva de que Donald Trump regrese a la Casa Blanca en noviembre tampoco es alentadora para quienes buscan la paz. Ninguno de los conflictos se detendrá mientras los deportistas de todo el mundo luchen sin armas por el honor y la victoria, incluidas una delegación de Israel, que reclama su condición de mártir olímpica después de sufrir el asalto de Múnich 72 por parte de Septiembre Negro. Rusia avanza en el frente del este y Benjamin Netanyahu acaba de anunciar en Estados Unidos que no detendrá unos ataques que ya se han cobrado 39.000 vidas palestinas.
Nunca una competición olímpica ha detenido una guerra. Las guerras, la del 14, la del 39, sí que han derrotado siempre a los Juegos.
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