Birra, partido y pizza (y una cuchara)
Italia acostumbra a necesitar encontrarse en el centro del juicio público para sacar lo mejor de sí misma. La tradición señala que no conviene llegar demasiado eufórico a un torneo de este tipo
Italia se jugaba el pase a la final de la Eurocopa de 2000 el 29 de junio. La acariciaba ya después de resistir con 10 el asedio de Holanda, la anfitriona del campeonato. La tanda de penaltis iba relativamente bien. Pero un joven y descarado Francesco Totti cogió el balón y se fue a susurrar algo al oído de Paolo Maldini al círculo central. “Nun te preoccupà, mo je faccio er cucchiaio”. No está claro si el milanés le entendió a la primera, porque se lo soltó en su romanesco cerrado. Pero la cara que puso el legendario central fue de terror. Era el aviso de que iba chutar el penalti a lo Panenka -la cuchara, lo llamó él- contra el gigante Van de Sar. También de que Italia, pese una escasa tradición de fantasía a la hora de amarrar un resultado, no iba a renunciar al sentido de la belleza en un momento crucial de su historia futbolística. La Nazionale se clasificó, pero el destino fue despiadado en la final (ganó Francia 2-1).
Italia llevaba sin disfrutar de un verano de partido, birra y pizza desde 2016. Nunca vienen mal las ocasiones para unir un poco a un país escaso de ritos de comunión nacional, y desde hace mucho se habían casi olvidado de aquellas noches mágicas en las que cantaban Gianna Nannini y Edoardo Bennato en Un verano italiano. Esto no es un Mundial, pero después de una larga travesía en el desierto de las emociones, lo que sucedió el viernes en el estadio Olímpico -por primera vez este año con público y con partidazo de Italia contra Turquía (0-3)- es lo más parecido a aquellos momentos de felicidad colectiva que describió con dulce precisión la suave parábola de Totti.
Italia tiene más Mundiales que Eurocopas (cuatro contra uno). La Nazionale la ganó solo en 1968, en un torneo que se disputaba en casa mientras la mitad de jóvenes de Europa estaba más pendiente de encontrar la playa bajo los adoquines de París. Ni siquiera puede decirse que se impusiese con su juego ni con su defensa. Italia llegó a la final gracias a una moneda que lanzó al aire el árbitro tras su empate con la URSS -no existía oficialmente la tanda de penaltis- y que le permitió plantarse en la lucha por el título tras el encuentro en el San Paolo de Nápoles. Incluso en eso tuvo buena suerte Italia cuando las cosas pintaban peor, aunque algunos lo atribuyeron a un amaño de la camorra o a la intervención divina de San Gennaro, patrón de la ciudad meridional.
La euforia de después del partido del viernes es total. En la Nazionale funciona la máxima de Dickens: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos”. Italia acostumbra a necesitar encontrarse en el centro del juicio público para sacar lo mejor de sí misma. La tradición señala que no conviene llegar demasiado eufórico a un torneo de este tipo. El resultado siempre fue mejor cuando las cosas se torcían.
Sucedió en el Mundial de 1982 en España, cuando los palos que le cayeron terminaron provocando la decisión de un famoso silenzio stampa. La selección decidió no hablar con la prensa como castigo a la supuesta falta de apoyo -muchos ya les esperaban en el aeropuerto de Fiumicino con tomates- y concentrarse en una competición por la que nadie daba un duro. Ganaron, con un Paolo Rossi apoteósico. Y lo mismo sucedió en 2006, justo cuando había explotado el escándalo de calciopoli -el caso por el que la Juventus terminó jugando en la Serie B por la compra de árbitros- y el calcio italiano era sinónimo de corrupción deportiva en el mundo.
La final contra Francia en 2000, la del cucchiaio de Totti, fue la última que estuvo a punto de ganar (con el 4-0 contra España, en 2012 en Kiev, no tuvo ninguna posibilidad). Perdió por culpa del gol de oro. Aquella selección tenía a Totti, Buffon, Cannavaro, Gattuso, Del Piero, Maldini, Di Biagio… Puede que los más grandes de los últimos tiempos. Pero también iba sobrada de optimismo. Justo lo único que ahora podría estar de más en un momento que parece el mejor de los tiempos.
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