Grêmio, el último refugio del ‘jogo bonito’
Con el mejor fútbol de Brasil, el equipo de Porto Alegre conquista su tercera Copa Libertadores y se erige en el principal rival del Madrid para el Mundial de Clubes
Del añorado jogo bonito poco queda en el campeonato brasileño. La mayoría de los equipos se entrega al más descarnado resultadismo, se pertrecha para el contragolpe y si hace falta busca el fútbol directo. El reciente campeón, el enflaquecido Corinthians, es un ejemplo de fútbol pragmático. De los clubes con más dinero y plantillas, como Palmeiras, Flamengo o Atlético Mineiro, sería difícil rescatar algo potable. La bandera del buen juego quedó en las casi solitarias manos del protagonista más improbable, el Grêmio de Porto Alegre. Una apuesta que alcanzó su premio en la noche del miércoles en Buenos Aires, donde el Grêmio derrotó (1-2) al Lanús para conquistar su tercera Copa Libertadores y erigirse en el principal adversario del Real Madrid para el próximo Mundial de Clubes.
“Jugamos un fútbol bonito: a mi modo de ver, el mejor de Brasil”, proclamó el entrenador del Grêmio, Renato Gaúcho Portaluppi, el pasado julio. Nadie se atrevió a contradecirle. Tanto se han invertido las cosas en el fútbol brasileño que el último refugio del buen gusto es ahora un equipo que encarnaba la tradición contraria. “Históricamente el Grêmio ha tenido una conexión con el fútbol argentino y uruguayo que introdujo en nuestro ADN un juego de sudor y raza”, explica Roger Canal, miembro de la hinchada Tribuna 77. En el extremo sur de Brasil, la región más europea del país, triunfaban entrenadores como Luis Felipe Scolari, amantes del fútbol aguerrido. Aunque de la cantera del Grêmio salió uno de los grandes talentos brasileños de los últimos años, Ronaldinho, entre los aficionados prendió un dicho: “Nuestro 10 es el 5”. O sea, el jugador más aplaudido solía ser un soldado del centro del campo –un 5 en América- en lugar de un talentoso media punta.
Los tiempos han cambiado tanto que en este Grêmio la estrella, aunque no juegue con el 10, es un futbolista asociado a toda la mística de ese dorsal. Luan, de 24 años, marcó en una magnífica acción el gol que acabó de tumbar al Lanús, un lance que le confirmó como máximo anotador y mejor jugador de la Libertadores. Pero este Grêmio cuenta también con un 5 muy bueno. Solo que no tiene nada que ver con los musculosos medios centros que Brasil ha facturado en las dos últimas décadas. Arthur, de 21 años, es lo contrario: bajito, rubio, con buen toque y muy liviano para acompañar las acciones de ataque. En Buenos Aires se lesionó al comenzar el segundo tiempo y aun así fue nombrado el mejor de la noche. Entre el público estaba para verle Robert Fernández, director deportivo del Barça. Tanto Arthur como Luan tienen grandes posibilidades de entrar en la lista para el Mundial de Rusia.
La revolución llegó al Grêmio en 2015, con un entrenador adscrito a la escuela guardiolista. Roger Machado conquistó a la torcida de Porto Alegre y su estilo quedó retratado en uno de los goles más memorables de la historia reciente del fútbol brasileño. Fue en el estadio del Atlético Mineiro y llegó tras un rondo que comenzó en la defensa y atravesó todo el campo. Pero aguantar más de un año en un banquillo brasileño, sometido a la histeria permanente de directivos y aficionados, es casi un imposible. Machado fue despedido tras una mala racha y regresó una leyenda del club, Renato Portaluppi, que como jugador había conquistado en 1983 para el Grêmio sus primeras Libertadores e Intercontinental. Aunque nunca había sido un entrenador muy atento al método y al estilo, Renato avisó que había cambiado: “Quien necesita aprender estudia, se va a Europa… El que no lo necesita se va a la playa”.
Portaluppi mantuvo la herencia de Machado y arropó a las dos jóvenes estrellas con veteranos con experiencia en Europa como Geromel (32 años), un central de buen toque que pasó por el Mallorca, o el ariete de la selección paraguaya Lucas Barrios (33 años). También con un portero, Marcelo Grohe (30), que en el choque de ida ante el Lanús salvó a su equipo en una acción que resucitó en Brasil el recuerdo de un momento mágico en la historia del fútbol: la parada del inglés Gordon Banks a un cabezazo de Pelé en el Mundial de 1970.
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