Simplemente, espectacular
Este torneo es el fiel reflejo del estilo americano y de su concepción exagerada de todo lo que hacen
Hace unos días, durante el entrenamiento a pista cerrada de Rafael y David Goffin en la pista central de Flushing Meadows, mis dos hijos pequeños tuvieron la ocurrencia de subir las gradas hasta alcanzar la última hilera de asientos. Me costó encontrarlos entre la inmensidad de butacas azules a pesar de que vestían sendas camisetas de vivos colores.
La Arthur Ashe impresiona vacía y llena a rebosar. La pista con mayor capacidad del circuito —puede albergar casi 24.000 espectadores— es solo una demostración más de que aquí todo se hace de una sola manera. A lo grande. Aunque debido a ello, como ocurre en este caso, se comprometa incluso la buena visión del espectador. Según la ironía de mis hijos, no se puede ver ni tan siquiera en qué dirección va la bola.
Este torneo es el fiel reflejo de los mandatos del estilo de vida americano y de su concepción exagerada de todo lo que hacen. Aquí siempre hay que pasarlo en grande. El US Open, como todo evento que se precie, tiene que ser emotivo, emocionante, divertido y patriotero, se castigue con ello lo que se castigue.
Durante los partidos, el ruido reinante en la pista somete a prueba el temple de los jugadores, que no logran interrumpirlo ni tan siquiera cuando ponen la bola en juego. Los espectadores bailan en los descansos al son de la música más cañera del momento y se besan o saludan con entusiasmo cuando la cámara les enfoca y se ven proyectados en las pantallas gigantescas. La gente se levanta y se sienta a su libre albedrío, dando rienda suelta a su interpretación de las normas y los árbitros, en consecuencia, piden continuamente respeto hacía los dos contendientes de la pista.
Si lograra desentenderme de mi punto de vista subjetivo y anticuado, podría decir que, realmente, el US Open es impresionante. En cualquier caso y sea como fuere, logran hacer de él un auténtico espectáculo.
Rafael ha ganado el grande americano en dos ocasiones. El 12 de septiembre del año 2010 llegó a la final por primera vez en un día en el que la lluvia no dio tregua y obligó a que se disputara el partido al día siguiente. Fue un 13 de septiembre, pues, cuando mi sobrino se impuso a Novak Djokovic en cuatro sets y logró así completar el Grand Slam con el único gran trofeo que no tenía en su palmarés.
En el año 2013, Rafael gana el torneo por segunda vez y este 2017 llegamos con la ilusión de intentar un tercer éxito. En esta edición que se inaugura hoy se va a decidir, además, qué jugador acabará el año como número 1 del mundo. La competición parece estar muy abierta, con varios de los grandes tenistas ausentes por lesión y con dos de los más prometedores jóvenes, el alemán Alexander Zverev y el búlgaro Grigor Dimitrov, como flamantes ganadores de los dos torneos precedentes de la gira americana (Montreal y Cincinnati). Prometen defender su protagonismo y causar serios problemas a cualquier rival.
Para nosotros, y para todos los tenistas con perspectivas de hacer un buen papel, las luces se apagaran el próximo 10 de septiembre y lo que nos importará será la culminación de muchos meses de esfuerzo o la decepción normal de no haber logrado dar lo mejor de uno mismo. Mientras tanto, en estos 15 días venideros, para todos los asistentes y los millones de seguidores alrededor del mundo, el espectáculo está servido.
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