Qué patético recordar los Oscar por un sopapo
Smith, después de ejercer de Cassius Clay, pidió perdón a sus amados colegas de la Academia y se declaró en un arrebato de sonrojante cursilería como “embajador del amor”
Me cuentan con lógico alborozo los responsables de los medios que hay multitud de usuarios en las redes informándose de qué ocurrió en esa marcha de pompa y circunstancias conocida como premios Oscar. Y no creo que el interés de la inmensa mayoría esté centrado en la mejor película del año según los doctos e irrebatibles criterios de la Academia, ya que dudo que CODA haya congregado a muchos espectadores en los cines, incluso que tengan ningún conocimiento de ella, pero la hostia que le propinó el iracundo o muy colgado Will Smith al chistoso (¿a destiempo?) presentador Chris Rock imagino que ha despertado infinito morbo en los degustadores de las noticias del mundo. Smith, después de ejercer de Cassius Clay y asegurar que la boca del cómico era puta, pidió perdón a sus amados colegas de la Academia y se declaró en un arrebato de sonrojante cursilería como “embajador del amor“. No sé qué me parece peor, si su agresión al bocazas o su arrepentimiento espiritual. También me pregunto qué hubiera ocurrido si estos dos señores no hubieran compartido raza y color de piel. O que fueran de distinto sexo. O que la broma sobre la alopecia se le hubiera ocurrido a un profesor de sarcasmo venenoso como mi admirado Ricky Gervais, que hizo temblar a la gran familia cuando presentaba los Globos de Oro. En cualquier caso, se recordará esta presunta fiesta del agonizante cine porque un salvaje sin complejos se olvidó de las formas. Y ya avisó Leonard Cohen de estos peligros: “Antes de aprender magia, conviene estudiar etiqueta”.
¿Y qué contar de los que se han llevado la parte del león? Pues que Netflix seguirá constituyendo un negocio deslumbrante, pero lo tendrá muy complicado siempre para que Hollywood se olvide de la deserción que están sufriendo las salas y reconozca de una puñetera vez que las mejores películas de los últimos años las está produciendo el mayor símbolo del cine destinado al consumo casero y en los dispositivos tecnológicos. Los muy ladinos, aunque también consecuentes, no coronaron en años anteriores a las extraordinarias Roma, El irlandés y Mank. Y tampoco lo han hecho ahora con la poderosa, retorcida, tenebrosa y sombría El poder del perro. Sus personajes me desagradan, su aspereza es absoluta, pero contiene estética de primera clase, una atmósfera muy trabajada, talento. Han admitido estos dones al reconocer con la mejor dirección a Jane Campion, pero han preferido como mejor película a CODA. Qué progresista, moderno y humanista es Hollywood si los tiempos reclaman posturas apropiadas. Premian al cine indie, al presupuesto limitado, al tono amable, al desenlace feliz, a un argumento protagonizado por una familia sorda (me avisan de que el término sordomudez ya está proscrito) y la necesidad de vivir su vida de la única persona de la familia que no tiene esa discapacidad. Posee cierto humor, buenísimas intenciones, varios intérpretes aquejados de sordera real, sonríes en algunos momentos y la olvidas rápidamente. Sin embargo, sigo recordando con buen sabor personajes, diálogos, secuencias e interpretaciones de la también amable Licorice Pizza, ignorada en el palmarés.
Me gusta mucho la actriz Jessica Chastain, pero no voy a recordarla excesivamente por su creación en Los ojos de Tammy Faye. El Oscar que ha recibido tal vez le compense del que le negaron por su impresionante trabajo en La noche más oscura. No siento la menor pasión por el idolatrado actor Will Smith. Tampoco me la despierta interpretando a un señor que me resulta insoportable (sí, ya sé que siempre vio claro lo que tenía que hacer con sus hijas para que estas fueran las reinas del tenis) en la entre aceptable y tediosa El método Williams.
Tengo un grave problema cuando alguien me pregunta los títulos de mis películas favoritas de los últimos tiempos. No me acuerdo, o tengo que contarlas con los dedos de una mano. No siempre fue así. Tal vez sea que he perdido la capacidad para disfrutarlo. O que la mediocridad y la nadería se están convirtiendo en norma. Tendrán que inventarse numeritos al margen del cine para que los Oscar sean recordados. Y no siempre fue así. Había años en los que la calidad de casi todas las películas que competían merecía ganar el Oscar.
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