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Cuando ‘Sueca bisexual necesita semental’ recaudaba más que la oscarizada ‘Volver a empezar’

Para conmemorar el Día del Cine Español, la Cineteca de Madrid proyecta un documental sobre el triunfo a finales de los setenta de las películas calificadas ‘S’ por su sexo y su violencia

Gregorio Belinchón

A finales de los años setenta, el motor de la industria cinematográfica española fueron las películas calificadas S. No solo en cantidad de producción, sino en taquilla. Un ejemplo: aunque Volver a empezar, de José Luis Garci, ganara el Oscar, en aquel 1982 la taquilla del cine español la lideró Sueca bisexual necesita semental, de Richard Reguant. La S, reservada a títulos que “pudieran herir la sensibilidad del espectador” —la S era por lo de sensibilidad, no por el sexo como pudiera pensarse—, era un imán para atraer espectadores. Hasta que llegó 1983, cuando Pilar Miró, directora general de Cinematografía, lideró una Ley del Cine que acabó con aquella ola. Y el cine español le dio la espalda a su legado, despreciando un fenómeno que había surgido como una explosión de libertad.

El lunes, como cada 6 de octubre, el Ministerio de Cultura celebrará varios eventos y proyecciones para honrar el Día del Cine Español (la fecha conmemora la jornada en la que en 1951 acabó el rodaje de Esa pareja feliz, de Berlanga y Bardem). Y el departamento gubernamental ha elegido obras de cine de autor, más o menos populares. Al contrario que la Cineteca madrileña, que para esta celebración ha programado una visión más abierta, gamberra, desprejuiciada, que emana del documental Exorcismo: el transgresor legado de la clasificación S (2024), de Alberto Sedano, narrado por Iggy Pop (oírle hablar de cine español en inglés sobrecoge), que rescata el fenómeno de las películas clasificadas S, que se dio en España entre 1977 y 1983. Porque el cine español es también aquellas casi 400 películas a las que durante décadas se ignoró.

Exorcismo: el transgresor legado de la clasificación S ya se ha estrenado en varios festivales, aunque este fin de semana aterriza en Madrid. El documental de Sedano es exhaustivo, a veces en demasía, aunque también hipnótico. Para rastrear el fenómeno se retrotrae al final de la Guerra Civil, cuando el bando ganador, el golpista, implanta un férreo régimen de censura, y a borrar huellas del pasado.

En pantalla, estudiosos cinematográficos y expertos en ese cine como Alejandro Melero, Álex Mendíbil, Shelagh Rowan-Legg o Luis E. Parés analizan el periodo junto a aportaciones de fans como Alex de la Iglesia o los propios creadores, como los actores Antonio Mayans, Carmen Serret (que en esos filmes usó el nombre de Carla Day) y Jack Taylor, y el director Ricard Reguant.

Prohibido filmar títulos de terror

Cuando el franquismo empezó a usar el cine como otra herramienta de exaltación nacional (el gran ejemplo es Raza), el terror fue proscrito en la industria: la censura no quería ver salir cadáveres de tumbas que pudieran recordar a las fosas comunes que albergaban (y aún albergan) los cuerpos de centenares de miles de españoles. Solo a mitad de los sesenta, cuando pasa de un cine ideológico a otro más comercial por cuestiones económicas y para atraer inversión extranjera, el franquismo permite que se haga cine de terror, muy atractivo para el público. Con una condición: los filmes de León Klimovsky (La noche de Walpurgis), Amando de Ossorio (Malenka, la sobrina del vampiro) o el famosísimo en el mundo anglosajón Eugenio Martín (Pánico en el Transiberiano) se desarrollaban en países extranjeros, aunque se notara que estaban filmados en España, o en lugares indeterminados. Eso no podía pasar en España.

En bastantes casos, además, se filmaban dobles versiones: una para el consumo nacional, muy pudorosa, y otra para la exportación. Como dice De la Iglesia: “Son tiempos de sexo y sirope [que sustituía a la sangre]”. O, como incide la historiadora Shelagh Rowan-Legg: “El español es muy gore, y eso se ve desde las Pinturas negras de Goya". O son ecos de las heridas sin cerrar de la Guerra Civil, porque las pantallas se llenan de desmembramientos y decapitaciones.

Así que cuando agoniza Franco, la cultura española había prosperado en lo grotesco. “Es el triunfo del dolor, la violencia y la muerte porque venimos de lo rural”, apunta Parés. Y a la plasmación de muchos terrores. La crítica cultural Mery Cuesta describe cómo “la mujer se convierte en cuerpo, y se queda en culo y tetas, reflejo del miedo del hombre” ante la independencia femenina que crece en la España de la Transición.

En ese cambio de época nace un nuevo cine, con autores como Eloy de la Iglesia, para el francoargentino Gaspar Noé “el más rompedor tras Buñuel”. Parés explica que De la Iglesia “descubre que ya no había represión política, sino sexual” en el españolito de a pie. Y eso ya se mostraba en La semana del asesino, en 1972, lo que ampliará en títulos como El diputado, El sacerdote o El pico ya en la Transición, convertido en un cineasta taquillero y transgresor. Como dice Alejandro Melero, “De la Iglesia es el primer creador que anuncia el cine S, porque crea desde el concepto ‘a ver quién me para a mí”.

Muerto el dictador, caída la censura, la olla a presión estalla. En las salas, incide Melero, gana un cine que apuesta por el “todo lo que quieras ver, puedes verlo”. Se crea un nuevo sistema de calificación de películas. Si la X es para la pornografía, el Estado crea en 1977 la S para películas para mayores de 18 años y que podían “herir la sensibilidad del espectador”. Esa S atrae en masa a la gente a las salas, lo que hace que desde ese año hasta 1983 se produzcan más de 400 películas en España que se calificarán como S. No eran porno, sino que iban más allá: eran inclasificables por su mezcla de violencia, sexo y terror. Como apunta Melero: “Fue un cajón de sastre”. Cuesta explica esa capacidad taquillera: “Atraen a los espectadores con Eros y Tanatos; amor y muerte que en pantalla es sexo y violencia”. Se iguala la sed de libertad con la sed de desnudos, y a eso se suma un brutal gamberrismo, que suma un pulso al poder. Lo curioso es que la S nace como un estigma y en meses se convierte en etiqueta atractiva.

El director Ricard Reguant recuerda cómo llegan a rodar dos películas en cuatro semanas. El actor Antonio Mayans confiesa cómo, bajo la dirección de Jess Franco, saltaba de una filmación a otra, y cómo se escondía, ante lo prolífico de Franco, que usaba los mismos intérpretes. Es el imperio de los nombres descacharrantes, que se ponen a filmes aunque título y trama no tengan nada que ver: El fontanero, su mujer y otras cosas de meter; Sueca bisexual necesita semental; Colegiadas violadas; Sexo criminal; No me toques el pito que me irrito; En busca del polvo perdido; La visita del vicio; Los ritos sexuales del diablo; Macumba sexual... Títulos que cambian en sus ventas internacionales. A las salas se va a ver cine S o landismo.

Y en este mercado destacan tres directores. José Ramón Larraz había empezado su carrera en Reino Unido. Gran vividor, intenta hacer en La visita del vicio un Emmanuelle en el universo del flamenco, y fracasa, aunque le va algo mejor con Los ritos sexuales del diablo. En cuanto a Ignacio F. Iquino, el director es el mejor ejemplo de reciclaje permanente. Cuando gana el franquismo se convierte en el cineasta más de derechas; cuando llega la S, Iquino, con 70 años, desbarra en el erotismo. Y, finalmente, Jesús Franco, para Alex de la Iglesia “un dios”, porque funda el gótico mediterráneo. Todos ruedan sin parar, y como explica Reguant, “puede que no con gran técnica [formalmente eran muy descuidadas], pero sí con libertad y disfrutando de ella”. La industria se centra en esos productos, que sirven para que inicien sus carreras el director de fotografía José Luis Alcaine o una guionista jovencísima llamada Isabel Coixet (escribe en 1983 Morbus, de Ignasi P. Ferré, uno de los últimos filmes S).

En otoño de 1982 el PSOE gana las elecciones generales. Pilar Miró, como nueva directora general de cine, decide que la Ley del Cine incentivará otro cine, más de autor, y que adapte clásicos literarios. El cine S solo se podrá proyectar en salas X. La taquilla se hunde, la industria, detrás: si en 1982 se producen 150 largos de ficción, en 1989 ya serán solo 47. A los actores que trabajaron en el S se les expulsa. Melero acota: “Si el cine S empezó como potencialmente liberador y acabó convertido en conservador, la Ley Miró pasa de apuntar un cine socialista abierto a propagar películas encorsetadas”.

En el documental se escucha que la nueva censura se llama desde entonces subvención, y los cineastas de aquellos años piden que aquel esfuerzo, bueno o malo, no se olvide ni se repudie. También fue cine español.

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Sobre la firma

Gregorio Belinchón
Es redactor de la sección de Cultura, especializado en cine. En el diario trabajó antes en Babelia, El Espectador y Tentaciones. Empezó en radios locales de Madrid, y ha colaborado en diversas publicaciones cinematográficas como Cinemanía o Academia. Es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense y Máster en Relaciones Internacionales.
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