José Luis Guerin vuelve a lo grande con ‘Historias del buen valle’, un documental con alma de wéstern crepuscular
El director de ‘Tren de sombras’ o ‘En construcción’ ha filmado casi tres años en el barrio barcelonés de Vallbona, “una isla” en la que conviven varias generaciones de inmigrantes


En el cambio de siglo, José Luis Guerin (Barcelona, 65 años) lideró una nueva forma de retratar la realidad, un formato que amparándose en la etiqueta de documental daba cabida a la ficción, a la hibridación y a la explotación de elementos sensoriales para disfrute del espectador. El camino anunciado en Innisfree (1990) estalló en Tren de sombras (1997) y En construcción (2001). Luego desvió su creatividad por otros caminos. En la edición del festival de San Sebastián que se celebra hasta el sábado, Historias del buen valle, con la que Guerin retorna a su mejor estilo, completa la participación española en la competición por la Concha de Oro, cerrando a lo grande el concurso.
Reconoce Guerin que bajo Historias del buen valle late un wéstern crepuscular, y que por eso en el título se ha jugado con la traducción del nombre del barrio barcelonés en el que ha estado filmando más de dos años (ha dedicado tres a la película), Vallbona. “En pantalla aparecen hasta 42 personajes. Con muchas historias que se cruzan, muchos movimientos y sedimentos del pasado. ¿Qué es lo que podía cohesionar todo esto? La geografía inmutable. Ese valle que fue percibido como bueno por los primeros habitantes es el testigo de todo lo que pasa en él. Entonces, si tú dices Vallbona, tú no ves una geografía. Como si en Madrid dices Cuatro Caminos, tú no ves Cuatro Caminos, ves una estación de metro. Por eso tenía que hacer una operación, un juego con el título, donde de alguna manera guardara un vínculo con el nombre del barrio y a la vez se redescubriera esa cualidad que ya nadie ve: que hay un valle”, dice en una de sus habituales larguísimas respuestas.
El director recuerda el impulso que le llevó a hacer esta película: “El primer cine que colonizó mis sueños desde la infancia, y que me ha acompañado siempre, es el wéstern, con toda la mitología que implica. Cuando rodé Innisfree tenía el deseo de mostrar que aún había ponis salvajes, que un pub irlandés se parece mucho a un salón del oeste con sus folclores, sus canciones... [risas]. Sí, siempre he lamentado haber llegado tarde para poder hacer uno”. Y entra en su nuevo filme: “Es inevitable que el imaginario del wéstern crepuscular acuda enseguida a los cinéfilos de mi generación tras ver el declive de un barrio un poco salvaje, con las casitas autoconstruidas y el crecimiento de la una ciudad dormitorio a su lado, al que encima van a cercar con el nuevo recorrido del tren de alta velocidad que va a transformar todo, arrasando sus pequeños huertos silvestres”. Está incluso el mito de la frontera, se escucha una armónica con aroma a John Ford en un funeral... “Hasta un personaje me lo pide: cuéntanos como un wéstern”.

Vallbona no tiene más que unos 1.300 habitantes. En pantalla, uno de sus vecinos habla de “una isla”, porque están rodeados por el río Besós, un canal, una carretera y la vía del cercanías. Sus casas las levantaron ladrillo a ladrillo los inmigrantes que se mudaron allí en los años cincuenta del pasado siglo, que construían de noche corriendo para acabar las casas antes del amanecer para que la policía no derribara las paredes que no tuvieran un techo. ¿No suena la historia a conocida? Sí, es la misma que la de Torre Baró, barrio colindante al que ahora separa la circunvalación, y que fue contada en el cine en El 47. “Cuando ellos llegaron a filmar, yo ya llevaba rodando un año; y se fueron y yo seguí allí”.
Por eso, cuando Guerin empezó a hablar con los vecinos, a preguntarles qué historias de Vallbona merecían ser contadas, los más viejos le respondían con anécdotas de aquellos inicios, de esos pioneros que se la jugaron. “Yo no soy nostálgico, sino melancólico, y por ello no quería caer en la nostalgia con la cámara. Pero ellos me repetían, para mi desaliento, que yo había llegado tarde, que la historia del barrio ya había pasado, como si en el presente no hubiera historia. Para ellos, solo merecía la pena recordar la gesta de aquellas luchas vecinales. Sin embargo, la cámara lo que hace es reproducir esencialmente un presente que tengo enfrente, y ahí está la gestación de una nueva identidad en ese barrio gracias a la inmigración de muchos países distintos. Historias del buen valle retrata esa confluencia de imaginarios tan diversos, que de pronto sienten que una amenaza se cierne sobre ellos”. El tren acabará con parte de su geografía.

En el filme se escuchan diálogos en diversas lenguas, a varias generaciones asomar charlando sobre sus tribulaciones. Guerin, en estado puro, aprehende la vida. Como Renoir, concede con un encogimiento de hombros. “Cuando lo visité por primera vez no sabía ni cómo encuadrarlo. Ese urbanismo tan disparatado, de unas casitas autoconstruidas junto a unos bloques de la nueva ciudad dormitorio. Entendí que solo habría película a través del conocimiento de aquellas personas, de sus imaginarios. Cuando les preguntas, por ejemplo, qué representa una charca de lo más humilde que está allí, y unos niños ven el mar, unas mujeres el río guineano tocaban los tambores del agua, otra mujer ven un bosque sombrío ucraniano... Solo quedaba realizar una labor de escucha y de interpretación. Incluso en los espacios más hostiles y sórdidos encontramos resquicios de poesía que nos hacen la vida habitable”.
Y Guerin escucha cómo le piden ese wéstern, cómo tocan un piano, como reflexionan sobre su día a día. “Yo aprendo mucho de las frases que me dan mis personajes y uno dice que cada uno tiene su razón. La razón no, su razón. Lo señala con gran vehemencia. Ese es el tema de la película”, insiste. Por ello, además de poética, la película deviene en filme político: “Sí, es cierto, es mi trabajo más político. Porque Vallbona muestra una identidad mutante que yo celebro. El nacionalismo que se impone con una violencia brutal en nuestros días quiere fijar una idea identitaria inmóvil, estática, que algunos dirán que viene desde el Medievo, otros desde el siglo XIX. Por favor, la identidad no puede momificarse. ¡Si está viva, en perpetuo movimiento! En Vallbona se hablan hasta 14 idiomas”. Y ese movimiento, o la plasmación de ese movimiento a través de sus personajes, eleva el alma de Historias del buen valle.

El cineasta dice que odia el cine de mensaje explícito, que ese “nunca será buen cine”, pero que se ha encontrado con un filme que habla de gentrificación, de especulaciones inmobiliarias, de ecologismo... Ríe otra vez: “En el cine siempre nos asiste esa ambición de universalidad, de que en su esencia la película pueda ser entendida por un espectador de cualquier confín lejano. Además, mi deseo de pactar con lo azaroso, lo fortuito, responde a un deseo también de trascenderme a mí mismo, y del disfrute de descubrir adónde me lleva esto. Pues, sorprendentemente, me ha llevado a una película con una conciencia social y ecológica que en ningún momento había previsto”. Debajo de su gorra asoma una sonrisa de felicidad fílmica.
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