El vértigo infinito de Brigitte Bardot
La actriz no se ocultó del mundo tras dejar el cine, sus entrevistas y declaraciones públicas eran tan frecuentes como impactantes

El pasado 1 de octubre Brigitte Bardot publicó Mon BBcédaire, un librito de tapas blancas en formato de cuaderno de notas que reproduce en tinta azul su propia letra y, entre tachones, vuelca su pensamiento en forma de abecedario, de la A de Abandono a la Z de Zoológico. A sus 91 años (los acababa de cumplir el 28 de septiembre), la eterna musa del cine francés dejaba una especie de testamento final que resume su personalidad sin filtros. En la primera página del libro, dos citas inequívocas del ideario BB: “La libertad es ser uno mismo, incluso cuando resulta incómodo” y “Los animales son los ángeles de esta tierra. Merecen nuestro respeto más que nuestras disculpas”.
Si Greta Garbo se retiró del cine y del escrutinio público con 36 años, Bardot, fallecida este sábado, hizo lo propio con 39 años después de rodar Colinot, el seductor, una comedia de 1973 sobre amoríos medievales de la que la actriz salió, literalmente, con una cabrita que iban a matar en brazos. Bardot salvó al animal del asador y nunca más volvió a rodar una película. El mito quedaba así preservado mientras la mujer seguía su propio camino.
A diferencia de Garbo, Bardot no se ocultó del mundo y sus entrevistas y declaraciones públicas eran tan frecuentes como impactantes, a finales de los años setenta protagonizó una de las campañas animalistas más sonadas de la época. Fue en Terranova, Canadá, abrazada a una preciosa foca arpa bebé de pelo blanco. La actriz se enfrentó a los cazadores y logró una difusión entonces inédita para una causa así.
Bardot se retiró del cine con cierto resentimiento que nunca ocultó por sentirse de por vida atrapada en su fama. Su preciada libertad consistía en no poder hacer casi nada. Convirtió Saint-Tropez, donde hay una escultura horrorosa en su honor, en su bastión. Y solo rompía su retiro para hacer campaña por los animales o por sus ideas ultraconservadoras.
El gran mito femenino del cine francés no se puede entender sin el poder de una belleza que lo desafió todo. Bardot junto a Picasso, Bardot junto a Gainsbourg, Bardot bailando, siempre bailando, mientras hombres de todo tipo la admiraban boquiabiertos. La actriz cultivó de forma astuta su aire asilvestrado. Con su larga melena rubia sobre la cara, su eterno “little black dress” y sus bailarinas o zapatos bajos, verla caminar en pantalla con su insinuante determinación sigue siendo algo de otro mundo.
Pero el animal salvaje vivía en una jaula. Fue El desprecio (1963), la película de Jean-Luc Godard, la que expuso de forma más radical el objeto sexual en el que había quedado atrapado la actriz. En la famosa secuencia inicial, con la música de George Delerue y la pantalla teñida de rojo y azul, Bardot está tumbada en la cama totalmente desnuda mientras Michel Piccoli, vestido del todo, le responde tramo a tramo de su cuerpo que sí, que de pies a cabeza, es preciosa. La extraña incomodidad que provoca la secuencia y, en general, su presencia en la película, resume a la perfección en qué consistía su solitario trono. En su Mon BBcédaire, en la entrada de la palabra Eternidad, BB escribió: “La eternidad no tiene principio ni fin. Es un vértigo infinito que no se puede explicar”.
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