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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Días de cine y vicio

Un libro póstumo de Robbie Robertson evoca la relación del cabecilla de The Band con el cineasta Martin Scorsese

Diego A. Manrique

Dicen que siempre tendemos a pensar que la hierba del vecino está más verde que la nuestra. Una simpleza pero nos ayuda a intentar entender la fascinación de los músicos por la gente del cine (¡y viceversa!). En Estados Unidos, se publica Insomnia, libro del difunto Robbie Robertson sobre aquel periodo de los años 70 cuando convivía con Martin Scorsese en su casa de Mulholland Drive. Por las noches, funcionaba como un cine club, con películas escogidas por Martin; también era un after, con abundantes estimulantes y música pinchada por Robertson.

Avisemos a los que tiendan a escandalizarse: estas son las aventuras de, vaya, dos solteros con ganas de jarana. Martin lo llevaba mal con Liza Minnelli, relación iniciada durante el rodaje de New York, New York. Robbie ejercía de donjuán entre el florilegio femenino de Hollywood: por aquella casita pasaron Jennifer O’Neill, Tuesday Weld, Geneviève Bujold o Carole Bouquet (se agradece que reconozca que Sophia Loren rechazó sus propuestas).

¿Qué veían uno en el otro? Scorsese, de salud quebradiza, miraba a Robertson como una figura mítica: el rockero que sobrevivió a recorrer antros con el brutal Ronnie Hawkins antes de ascender a la primera división con Bob Dylan y The Band. Para Robbie, culturalmente autodidacta, el mundo del cine era el paraíso prometido: de comprar guiones de segunda mano en librerías especializadas a tratar directamente con los realizadores del Nuevo Hollywood y sus amigos foráneos (Pontecorvo, Leone, Wenders), aparte de estrellas como Robert de Niro, Warren Beatty o Harvey Keitel.

No siempre las interacciones fueron felices. Francis Ford Coppola se empeña en cocinar pasta y encomienda a Robbie la tarea de supervisar la cocción. Es una hora de vigilancia pero el músico tiene una cita ineludible con su camello y, cuando vuelve, la salsa se ha estropeado, para indignación de Coppola. No encomiendes a una estrella del rock tan sencilla tarea, sobre todo si vive en una casa donde habitualmente se cuenta con un chef.

Para Robbie, aquella fue una gloriosa oportunidad profesional. Scorsese le contrata como supervisor musical de once de sus películas y le permite salir de la sombra de The Band (cuyo final, inmortalizado en The last waltz, ahora sabemos que fue todo menos bonito). Sus compañeros advirtieron el favoritismo de Scorsese hacia el guitarrista, generando un rencor que se envenenaría aún más cuando Robertson, aprovechando sus debilidades, fue adquiriendo sus derechos discográficos y editoriales; tampoco les gustó que Robbie empezara a alardear de su cuarta parte de sangre mohawk, implicando que en The Band se le limitaba.

En solitario, el canadiense Robertson facturó media docena de discos densos, el primero de los cuales facilitó la entrada del productor Daniel Lanois, otro compatriota, en ese género nebuloso llamado americana. Discos caros que no alcanzaron grandes ventas, a pesar del apoyo incondicional del cineasta, que incluso dirigió el clip para Somewhere down the crazy river. Buena parte de sus ingresos derivaron precisamente de esos trabajos cinematográficos, como compositor o seleccionador de músicas ajenas. Robbie explica cómo funcionaba en la segunda tarea: montaba extensas playlists, lo que denominaba “la sinfonola de Marty”, para que eligiera. Y se permitían bromas, como en El lobo de Wall Street, donde improbablemente sonaba la voz de Howlin’ Wolf. ¿Lo pillan?

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Sobre la firma

Diego A. Manrique
Periodista musical en radio, televisión y prensa escrita, ocupaciones evocadas en el libro 'El mejor oficio del mundo'. Lo que no impide su dedicación ocasional a la novela negra, el cine, los comics, las series o la Historia. 
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