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Escritores

Luis Mateo Díez, escritor: “Lo de pedir perdón a México a estas alturas no lo entiendo”

El autor presenta su nueva novela, ‘El vigía de las esquinas’, una metáfora de la decadencia del mundo a través de una ciudad que se descompone a ritmo de esperpento

Jorge Morla

“Esta novela no retrata una ciudad real, sino una ciudad fantasma, una metáfora del mundo degradado en el que vivimos”. Luis Mateo Díez (Villablino, León, 83 años), premio Cervantes y narrador de mundos imaginarios, habla despacio, con el tono de quien se sabe habitante de varios tiempos. Recibe en su casa y conversa en un salón en el que se mezclan libros de Roberto Arlt, Buero Vallejo, James Ellroy o Stephen King. Reinante, en medio de la mesa y como no podía ser de otra manera, un enorme ejemplar de El Quijote. También varios ejemplares de su última novela, El vigía de las esquinas (Galaxia Gutenberg, 2025), un viaje al corazón de una ciudad deshecha, una parábola sobre el poder y la decadencia y un canto al extraño humor que aún sostiene a los hombres frente al desastre. “Creo que es un libro divertido… y perturbador”, sonríe.

En El vigía de las esquinas, la ciudad (y el mundo) se ha vuelto turbia, casi ilegible. Hay poder, corrupción, y una ciudad fantasmagórica donde los habitantes parecen vivir entre el absurdo y la desolación. Una ciudad esperpéntica, con ecos de Valle Inclán, pero también de Pynchon y hasta Lovecraft en su arquitectura paulatinamente deformada; una ciudad abandonada por sus gobernantes en la que los edificios se van desplomando y el ánimo de la gente pasa de la perplejidad a la conspiración y la violencia. La historia gira en torno a Ciro Caviedo, un periodista “sabandija”, en palabras del autor, lúcido y arruinado, que observa desde las esquinas los despojos del poder y cómo la ciudad entra en decadencia. “Ciro no es corrupto, aunque vive entre la corrupción. Es un periodista que vigila desde las esquinas del desastre, porque sabe que desde ahí se ve todo mejor”.

El autor se inclina hacia adelante, como si midiera el peso de sus palabras. “La ciudad de la novela parece una versión fantasmal de este mundo: un poder que no se ocupa de lo que debe, una democracia que se deteriora, sectas, creencias, cofradías del abandono… Todo eso son excrecencias del vacío. Y el espejo es pesimista, sí, pero todavía hay humanidad. En medio de la ruina, sigue habiendo gente que resiste”. La novela está escrita con un pulso fragmentario, hecha de viñetas veloces y delirios verbales. “Tiene un ritmo acelerado, casi febril. Quería que la escritura ayudara a esa sensación de farsa, de delirio. Hay frases hechas, rupturas sintácticas, ese lenguaje que proviene del poder y que contamina todo… El poder usa hoy una lengua que nos neutraliza la imaginación”, denuncia. Díez se muestra pesimista, pero no cínico: “Vivimos en un mundo con demasiada actualidad, una actualidad que nos acosa. Nos quita claridad. Es un ruido constante. Y en medio de ese ruido, lo que intento con mi literatura es volver a imaginar”.

Entre la ciudad y el valle

El elemento urbano es central en su nueva novela. El escritor confiesa su amor por Madrid (“Yo me he hecho muy de Madrid, llevo aquí desde los años sesenta; trabajé cuarenta años en el Ayuntamiento y, fíjate, ahora el Ayuntamiento me ha hecho hijo adoptivo; eso, para mí ha sido un honor enorme”, explica), pero señala que la ciudad de su novela no tiene un modelo real. Es otra de esas Ciudades de Sombra que pueblan su cartografía personal, ese territorio de Celama emparentado con el Macondo de García Márquez, la Región de Benet o el Yoknapatawpha de Faulkner. De Faulkner, por cierto, cita de memoria una frase que entronca directamente con su nueva obra: “Las esquinas todavía por doblar del destino de un hombre”. Díez se ríe, con el brillo de quien aún disfruta de la ironía: “El protagonista, Ciro, vive así: doblando esquinas, mirando, contando”.

Luego sonríe y, como quien cambia de paisaje interior, recuerda los valles de su infancia. “Allá, en mi tierra, hay un arraigo profundo”. Cuando el periodista le confiesa idéntica procedencia, deja volar el recuerdo hacia los pueblos del norte de León: “Piedrasecha, Viñayo, Canales, La Magdalena —de donde eran mis abuelos—, el río Luna… ¡cuántas veces me he bañado allí! Pasaba los veranos enteros…”, cuenta. “Y cuando vuelvo, siento una mezcla de nostalgia y tristeza, porque los pueblos están casi vacíos. Villablino tuvo todo el esplendor terrible de la mina, pero ahora no queda nada. Se fue la mina, se fue todo”.

La memoria y la polémica

Como reciente ganador del premio (en 2023), el lunes pasado el escritor deliberaba en el Ministerio de Cultura para elegir al nuevo ganador del Cervantes, que finalmente recayó en Gonzalo Celorio (con un retraso de más de una hora en el anuncio). “Celorio es una gran personalidad cultural del mundo hispano, y director de la Academia Mexicana. Todos teníamos conciencia de su valor como escritor y como alguien muy comprometido con su país y con la memoria, también con la memoria hacia nuestra orilla. Tiene abuelo asturiano, tiene unas raíces compartidas con España... Salió este año, pero yo creo que Gonzalo se lo hubiera merecido en cualquier momento”, opina. En plena polémica diplomática entre España y México, ¿una figura como la de Celorio puede ser un puente entre ambos países? “Tal vez por un arraigo personal, por mis antecedentes familiares de inmigración a México, tengo una conexión muy intensa con el país. Luego, no lo sé, la historia que tienen, la mirada hacia atrás de todo aquello, pues es una mirada de memoria herida”, explica. “Pero creo que está solventado totalmente. O sea, me parece un recurso totalmente absurdo. Lo de pedir perdón a estas alturas no lo entiendo, han pasado muchos siglos y estamos en otra cosa”.

No es la única polémica reciente que sobrevuela alrededor del leonés, miembro de la RAE desde 2001 (ocupa el sillón i mayúscula): también ha contemplado el choque entre la RAE y el director del Instituto Cervantes, que, dice, “hemos vivido con mucha indignación porque, más allá de lo que dijo, a Luis [García Montero] le da por decirlo antes de empezar el Congreso [de las Academias de la Lengua, en Arequipa]. Que es un evento muy importante y muy bien planificado. Había grandes temas, pero, aunque yo no asistí, todos dicen que no hubo congreso; solo se habló de esta disputa”.

Vuelve a su última obra y su voz, entonces, se apaga un poco, como si hablara desde dentro de su propia novela: “Cuando salgo a la calle veo un mundo desolado, pero con una vitalidad que mantiene viva la esperanza. El vigía de las esquinas —ese periodista que observa— ve un panorama nada consolador, pero sigue mirando. Y esa, creo, es también la función del escritor: seguir mirando, aunque el mundo se derrumbe”.

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Sobre la firma

Jorge Morla
Redactor de EL PAÍS que desde 2014 ha pasado por Babelia, Cultura o Internacional. Es experto en cultura digital y divulgador en radios, charlas y exposiciones. Licenciado en Periodismo por la Complutense y Máster de EL PAÍS. En 2023 publica ‘El siglo de los videojuegos’, y en 2024 recibe el premio Conetic por su labor como divulgador tecnológico.
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