“Es doloroso saber que te has convertido en un cliché”: el teatro aborda la crisis de la mediana edad
La nueva obra de Pablo Remón se suma a otras como ‘El imperativo categórico’, de Victoria Szpunberg, que ponen en primer plano a personajes que se replantean sus vidas en la frontera de los 50

Chéjov decía que “todo el sentido y todo el drama del hombre se encuentran en su interior y no en sus manifestaciones exteriores”. Nótese que el autor de La gaviota o Las tres hermanas usaba el genérico “hombre”, que hoy huele un tanto a naftalina. Cien años después, el teatro que refleja todo el sentido y todo el drama interior de la mujer pone en cuestión aquello de que todo viene de dentro, porque la mujer contemporánea, todavía pugnando contra el sambenito del segundo sexo, ha tomado al asalto lugares reales y metafóricos y el mundo le devuelve éxitos bajo sospecha y zancadillas que abonan la autoculpabilidad. Sobre todo cuando sobreviene eso que llamamos la madurez, la mediana edad, territorio abonado para las crisis.
Lo vemos en La mujer rota, el monólogo protagonizado por Anabel Alonso a partir de textos escritos por Simone de Beauvoir hace 60 años, pero rabiosamente actuales. La obra se puede ver en el teatro Infanta Isabel de Madrid hasta el 17 de noviembre y seguirá luego de gira por España. Cuenta el drama de una mujer madura, Murielle, que una Nochevieja, con el ruido de las celebraciones de fondo, asume que la han dejado sola y que, encima, le han echado la culpa de ser abandonada por sus maridos y de perder a sus hijos. El mundo se tambalea. Tanto como se tambalea el mundo de Clara, la protagonista de El imperativo categórico, que está en cartel en el Teatro de La Abadía de Madrid, por primera vez en castellano, hasta el 9 de noviembre. También tendrá gira posterior.

Esta obra, escrita y dirigida por la catalana Victoria Szpunberg, ha ganado este año el Premio Nacional de Literatura Dramática. La pieza surgió de sentir en primera persona las mezquindades del capitalismo, que en una ciudad como Barcelona, atosigada por la rapiña urbanística y la turistificación, se ceban con mucha gente, entre ellas una mujer, la propia Szpunberg, que acaba de cumplir los 50, se separa, asiste a un periplo kafkiano buscando piso y, en esas, se entera de que una amiga ha sido despedida de una universidad pública cada vez más precarizada y deteriorada. El cóctel dramático perfecto para alumbrar un personaje y su viaje íntimo hacia las cloacas morales de la sociedad, representada en esta obra por un abanico de personajes masculinos con los que Clara se enfrenta a base de cortos diálogos que van conformando el retrato de una crisis tan personal como universal.
“Cuando una es joven ―dice Szpunberg― asume que la precariedad es connatural a la vida. No debería ser así, pero nos dejamos llevar por estas narrativas impuestas. Es tan difícil de asumir la precariedad en la juventud como pasados los 50, pero es verdad que con esa edad una no debería tener tantos problemas, ¿no?”. Problemas para encontrar casa, problemas de dinero, problemas de tiempo, problemas en las relaciones. El panorama laboral es inestable hasta para una profesora de filosofía, Clara, el personaje de la obra, que ve abrirse una distancia abismal con su alumnado, que ve cómo el director del departamento solo piensa en los resultados, aunque muestre una falsa preocupación por la salud mental de su compañera. Ella irá al psiquiatra, sí, y se encontrará con un señor que le dice, jocoso: “Usted está bien, no está peor que la mayoría”.

Los personajes de Chéjov eran inmovilistas. Sus crisis afloraban, pero no los movilizaban. Las tres hermanas querían irse a Moscú, pero nunca llegaron a coger el tren. Quizás fueron las inventoras de la procrastinación. El negativo de ese inmovilismo está en la base de la última obra de Pablo Remón, El entusiasmo, que se estrena este viernes en el teatro María Guerrero de Madrid, producida por el Centro Dramático Nacional. Protagonizada por Natalia Hernández, Marina Salas, Francesco Carril y Raúl Prieto, se pregunta hasta qué punto es posible cambiar lo que somos, si es que somos autores de nuestras vidas o, simplemente, personajes. Remón venía de hacer un doble Tío Vania y ese contacto íntimo con Chéjov lo puso en la pista del misterio y la perplejidad de la mediana edad (Szpunberg observa, precisamente, que cada vez siente más presente la perplejidad en su contacto con la realidad). Y ante la perplejidad, estos personajes se enganchan al entusiasmo, un motor emocional para recuperar la motivación en un mundo perdidamente anhedónico.
Los personajes que desfilan por El entusiasmo son bastante reconocibles por el público habitual del teatro madrileño. La destreza habitual de Remón para perfilarlos con múltiples matices y para sus diálogos, llenos de humor y dinamismo, obrará el milagro de la identificación una vez más. Porque para la mayoría es fácil empatizar con parejas en crisis, con paternidades estresantes, con cambios de trabajo, con sueños pendientes, con hipotecas asfixiantes en barrios higiénicos y homogéneos que están lejos de los días idílicos que uno se imaginó cuando estampaba su firma en las escrituras. Un poco “pauers”, si usamos el término que acuñó Jorge Dioni en su revelador libro La España de las piscinas. Ante ese panorama, los protagonistas de El entusiasmo se proponen pasar a la acción. Lo típico: el gimnasio, salir a correr, cambiar de coche, comer mejor… pero también acabar aquella novela pendiente. “Lo habitual cuando ya has cumplido los 40, que quieres hacer todo lo que no has hecho hasta ese momento”, dice Remón. “Empiezas a sentir la sensación de última oportunidad y te vuelves hiperactivo”.

En un mundo materialista y mercantilizado, la estratificación generacional marca la pauta. Los boomers, apelativo contra el que se rebela Victoria Szpunberg, han perdido la hegemonía porque dejaron de ser jóvenes, tal como les está pasando a los siguientes, la Generación X, aunque está encendido el debate sobre quiénes vivieron y viven mejor, como si vivir se definiera solo por la declaración de la renta. Pero para los que cruzan esa frontera de la mediana edad la sensación de perder las riendas del tiempo en el que viven se acentúa, tanto en el caso de la protagonista de El imperativo categórico como en los personajes de Remón. Y en estos últimos, la pugna interior se concreta en la lucha por recuperar ese control sobre uno mismo en la medida de lo posible. “Es muy típico mirar a esa otra edad en la que la crisis es consustancial a la vida: la adolescencia”, explica el autor. “Conectas con lo que deseabas entonces y haces un poco de reseteo pensando en que ya tienes menos tiempo por delante y que, además, te preocupa el futuro que va más allá de ti, porque has tenido hijos”.
Las crisis de los padres y las madres serán las crisis de los hijos y las hijas. O eso parece decirnos otra obra que ha pasado por Madrid fugazmente en octubre. Se trata de la muy chejoviana Cuatro días, cuatro noches (Valparaíso), escrita y dirigida por Víctor Sánchez Rodríguez, un texto alabado por el prestigioso autor alemán Roland Schimmelpfennig, que en el prólogo a la edición de la obra en Antígona, escribe que es tan cómica como profunda: “No pasa nada y, al mismo tiempo, pasa mucho. Todo”. Aquí se cuenta cómo tres hermanas se reúnen en la costa de Almería, fuera de temporada, para cumplir el sueño de su padre, que llevan en una urna reducido a cenizas. Pero el padre tenía un sueño muy ambicioso: descansar para siempre en la ciudad chilena de Valparaíso. Las hijas no han podido llevarlo a cabo y se han de conformar con un hotel de segunda, el Valparaíso, donde compartirán la crisis de cada una, que es la crisis de todas, esa sensación tan contemporánea de ocupar un lugar erróneo, de sentirse arrastrado por una corriente ingobernable.
Volviendo a la obra de Remón, las crisis tienen también su lado ridículo, sobre todo desde el privilegio que supone también poder tenerlas, nombrarlas y atravesarlas. “Nuestros padres y nuestros abuelos ni siquiera podían pararse a pensar: estoy en crisis”, dice el director. Los personajes de El entusiasmo se desdoblan en un juego teatral lleno de comicidad que los pone de frente ante el espejo de sus miserias. “Te das cuenta de que ya no puedes sostener la ficción de que eres joven y la salvación, de repente, está en no tomarte demasiado en serio. Aunque, por otro lado, también es doloroso saber que te has convertido en un cliché”. En esa tensión chejoviana entre el drama interior y sus manifestaciones exteriores se mueven estos personajes, todos ellos, los de Remón, los de Szpunberg, los de Víctor Sánchez y los de Simone de Beauvoir. Los de todo el teatro casi podría decirse, un arte especialmente dado a las crisis.
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