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Victoria Szpunberg, el estallido de una dramaturga: “Hay preocupaciones más allá de la mirada falocéntrica”

La autora y directora catalana estrena en castellano ‘El imperativo categórico’, la obra por la que ha recibido el Premio Nacional de Literatura Dramática

Raquel Vidales

Hay consenso en los mentideros teatrales españoles: este es el año de Victoria Szpunberg. La racha de la dramaturga y directora catalana empezó en marzo con el estreno de su obra Vulcano en el Centro Dramático Nacional, con puesta en escena de Andrea Jiménez. Continuó en abril con el exitazo de La tercera fuga, que dirigió ella misma en el Teatre Nacional de Catalunya. Y culminó en septiembre con el Premio Nacional de Literatura Dramática para L’imperatiu categòric (El imperativo categórico), que ya se había llevado la bendición de público y crítica la temporada pasada en el Lliure de Barcelona y que este jueves se presenta en castellano en el Teatro de la Abadía de Madrid, también con dirección propia y el mismo reparto (Àgata Roca y Xavi Sáez). Estreno que coincide, además, con la publicación del texto en esta lengua en el sello Punto de Vista, tras la edición catalana de Arola. “Pero yo llevo mucho tiempo trabajando, ¡eh!”, recuerda nada más empezar la entrevista, por si acaso alguien la confunde con una estrella fugaz.

En cierto modo, la cita con la Szpunberg de carne y hueso supone un descubrimiento para la periodista, que formó parte del jurado que le concedió el Premio Nacional sin haberla visto nunca antes. Es como si la escritura cobrara cuerpo súbitamente. Sentada en un banco del apacible jardín de entrada al Teatro de la Abadía, la dramaturga manifiesta un sentimiento recíproco: ella tampoco sabía que iba a encontrarse con un miembro del sanedrín. Y se declara sorprendida por este momento de repentina visibilidad que la ha asaltado con 51 años largos, tras una larga carrera picando piedra en todo tipo de escenarios. “Le he dado bastantes vueltas. Tal vez sea porque, de pronto, te pones en sintonía con el público. Yo tengo una vida de clase media absolutamente vulgar y corriente. No he heredado fortunas ni casas. Todavía ahora me he podido lanzar a una hipoteca y me preocupa que en algún momento no pueda pagarla. Pertenezco a esa clase media que está en la frontera. En cualquier momento te pasa algo y tienes el susto. Siempre con la incertidumbre de perderlo todo”, confiesa.

Justo lo que le pasa a la protagonista de El imperativo categórico: una profesora asociada de ética a la que le estalla la vida pasados los 50. Se separa, se queda sin casa, visita lofts en alquiler que en realidad son zulos que solo pueden pagar los turistas, no consigue plaza en la universidad pese a que lleva años dando clase y se topa con señores que le dan consejos hasta el aturdimiento. Lo que no saben es que ella lleva en el bolso un cuchillo de cocina “fabulosamente afilado”. En El peso de un cuerpo, otra de sus obras más celebradas, la protagonista es también una mujer a la deriva que choca de manera demencial con el sistema de atención a la dependencia cuando tiene que hacerse cargo de su padre tras un ictus.

Pregunta. Vivienda, gentrificación, sistema educativo, sistema sanitario: quizá sus obras conectan con el público porque esas son sus grandes preocupaciones.

Respuesta. Yo no tengo la pretensión de hacer teatro social, pero es que a mí me atraviesan los problemas que ocurren en nuestra sociedad y me importan. Hay una teórica de Irlanda, Helena Buffery, que está interesada en mi obra desde hace mucho tiempo y la define como “la escritura de la escucha”. Ese término me gusta porque creo que es una de las asignaturas pendientes de nuestra sociedad: escuchar lo que les pasa a los otros.

P. Dice que son problemas que le atraviesan. ¿Cuánto de usted hay en esos personajes?

R. Yo en principio no quiero hacer autoficción, en el sentido de que no me gusta poner el yo en primera línea. Hay experiencias muy positivas, pero a mí no me sale hacerlo así. Sin embargo, al mismo tiempo, me cuesta mucho hablar sobre temas o conflictos o situaciones que no me atraviesen de manera visceral. El peso de un cuerpo, por ejemplo, se basa en una experiencia personal con la enfermedad de mi padre. La escritura, para mí, tiene que ver con un movimiento somático, anímico, experimental, relacionado con lo vivencial. Mi teatro es vital y, por lo tanto, son experiencias que me suceden a mí o a gente que está muy cerca. Evidentemente, después pasan por mi imaginación, mis neuras, mi fantasía y mis fantasmas. Todo eso se amplía, se deforma, se reescribe.

Observándola superficialmente mientras charla a la sombra del jardín, Szpunberg podría ser cualquiera de esas mujeres arrolladas por situaciones kafkianas que habitan en sus textos. Menuda, de aspecto frágil, disculpándose por no quitarse las gafas de sol debido a una conjuntivitis persistente, la dramaturga confiesa angustias personales como si estuviera hablando con una amiga de toda la vida, entreverando la conversación con agudísimos toques de humor. Pero basta escucharla y mirarla un poco más a fondo para darse cuenta de que esa supuesta vulnerabilidad se sostiene sobre unos cimientos de hierro.

De la misma manera, sus obras no deben valorarse solo por sus temas o su argumento. Si la escritura de Szpunberg se eleva es porque entre los diálogos aparentemente ligeros asoma la herida de la tragedia. También los grandes dilemas éticos y filosóficos. De manera que los personajes adquieren un relieve profundamente trágico, pero que no se detecta a primera vista porque ella le añade una capa de fina ironía contemporánea. Como la vida misma.

Esa característica de su escritura se aprecia tanto en sus piezas más cotidianas (El imperativo categórico, El peso de un cuerpo) como en el libreto de la ópera La gata perduda, con la participación de 900 vecinos del barrio barcelonés del Raval y que se estrenó en el Liceu en 2022, así como en La tercera fuga, su texto más ambicioso hasta la fecha: la historia de una familia a lo largo de tres generaciones marcadas por el exilio, desde Ucrania hasta Buenos Aires y después Barcelona, inspirada en su propia familia. Porque la vida de Szpunberg también tiene relieve. Es catalana, pero nació en Buenos Aires. Sus abuelos paternos, judíos de Ucrania, se trasladaron a Argentina a principios del siglo XX para escapar de los pogromos. En 1976, cuando ella apenas tenía tres años, sus padres huyeron a Barcelona tras el golpe militar de 1976.

P. El dramaturgo Wadji Mouawad ha explorado en sus tragedias, entre ellas la célebre Incendios, el trauma que dejan el exilio y las guerras en las generaciones posteriores. ¿Usted cree también que el dolor de los padres se hereda?

R. Muchísimo. En mi casa ha habido mucho trauma. Pero es que otras dos cosas que he heredado son la resiliencia y el sentido del humor. Mi familia lo pasó muy mal, pero yo no lo viví en primera persona y me gusta ser honesta con lo que a mí me atraviesa. Me da mucha pereza la gente que te empieza a hablar de sus traumas y lo mal que está, porque solo hace falta encender la tele para ver lo verdaderamente mal que está el mundo. Escribir una gran tragedia en términos bélicos me quedaría un poco lejos. Puedo reconocer el dolor, la angustia y el sufrimiento porque soy una persona vulnerable y sensible, pero prefiero abordar todo eso desde el lugar en el que estoy ubicada. No me gustan las escrituras grandilocuentes ni confío en los gestos radicales.

P. A veces los gestos radicales son necesarios.

R. Ciertamente, son necesarios para avanzar en ciertas cosas, pero también simplifican la realidad. Parece que hubiera más verdad en los gestos extremos, pero es lo contrario: hay histeria, hay simplificación. Creo que tenemos que encontrar un espacio para la complejidad, para pensar, para entrar en los grises. Por eso también me gusta el recurso del diálogo en el teatro: es una forma del reconocimiento del otro.

P. Pero ¿cómo introducir la complejidad en un momento en el que priman los extremos?

R. Nos obligan a polarizar y cuesta mucho encontrar interlocutores, pero no hay que entrar en el juego. Evidentemente intento ser una buena ciudadana, pero huyo del activismo extremo. Tanto en la vida como en la escritura. No puedo con los carnets de pureza ni con las lecciones morales. Y eso que soy hija de personas que arriesgaron la vida por una lucha. Pero la arriesgaron de verdad, no haciendo como si lo hacían. Detesto los “como si”.

P. ¿El arte militante es vano?

R. Cada persona puede hacer el arte que quiera, faltaría más. Pero cada cual se expresa con lo que es y se nota mucho cuando algo es falso. Al menos a mí me da repelús cuando lo veo. Creo que es muy importante conectar con la propia idiosincrasia, con la propia emoción, con tu alma, con tu cabeza o con lo quieras, pero que sea tuyo. Procuro no ir de algo que no soy. Soy una persona inquieta por lo que sucede en el mundo, no vivo para nada en una burbuja, pero no me reconozco activista y no voy a ir de activista.

P. Entonces, ¿qué impulso le mueve cuando escribe o dirige?

R. Yo siempre digo que el teatro es un acto de fe. Me gusta mucho una idea que desarrolla Didi-Huberman en el ensayo La supervivencia de las luciérnagas: pone en valor la luz de las luciérnagas, que es frágil e intermitente, pero es una luz propia que emiten desde dentro de su cuerpo. Cuando leí ese libro me sirvió casi de autoayuda, porque yo estaba en salas superchiquitas, donde tenías que contar los espectadores que venían, sin ninguna visibilidad.

P. Sin embargo, aunque no lo pretenda, sus obras están cargadas de protesta.

R. Es que, como he dicho antes, yo escribo desde mis preocupaciones, que son las de mucha gente. Me preocupa, sobre todo, que le vaya bien a mi hija. En términos más generales, me preocupa el mundo que le estamos dejando a mi hija y a sus amigos, a los jóvenes y a los niños, porque está todo muy raro. Suena tópico, pero temo los discursos de odio, la radicalización, la ultraderecha y la nueva geopolítica.

P. También ha marcado algún hito teatral, como el hecho de convertirse en la primera mujer en dirigir una obra propia en la sala grande del Teatre Nacional de Catalunya. Ha tardado, ¿no?

R. Esta evolución la he vivido en primera persona. Ya va siendo hora de mover el centro. Si algo ha aportado la irrupción de la mujer en la dramaturgia es una mirada más transversal. Otros temas, otras preocupaciones más allá de la mirada grandilocuente y falocéntrica de hombres superinteligentes que solo se escuchan a sí mismos. No quiero generalizar, pero hay mucho de eso.

P. ¿La tragedia es falocéntrica?

R. Yo soy una gran lectora de tragedia. De hecho, estoy preparando una versión de Antígona que se estrenará en el Lliure en primavera. Pero hay que reconocer que es fruto de una mirada muy masculina.

P. ¿En qué sentido?

R. En el sentido de que sostiene los estereotipos.

P. ¿Por eso todos los personajes masculinos de El imperativo categórico están interpretados por el mismo actor?

R. Me gustó la idea de jugar con el tópico de que todos los hombres son iguales. La protagonista los ve de esa forma. Y me gustó también el contraste de ponerla a ella como un sujeto individual frente a ellos encarnando roles. Porque eso también es un problema que sufren los hombres: la sociedad les obliga a mantenerse dentro de un estereotipo. Aunque realmente eso es algo sistémico que nos afecta a todos: te fuerzan a adoptar unos clichés, atomizarte, fragmentarte. Mira las redes sociales: ¿dónde queda el sujeto ahí?

Hacia el final de la conversación, surge una curiosidad: Szpunberg no ha deslizado ni un giro idiomático que desvele sus orígenes argentinos. ¿Cómo es su relación con ese país? “Rara. Casi de amor-odio. Por un lado, en mi familia tenemos costumbres de allá: tomamos mate día y noche, hacemos asados y yo uso expresiones argentinas pero con acento español. Pero por otra parte, es un país que nos expulsó, mi padre volvió después de la dictadura, mi madre vivía en otro sitio, yo me quedé con mi hermana en Barcelona. En fin, un caos total”. Pese a todo, confiesa un deseo: “Tengo el sueño de estrenar allá. Nunca se ha dado. No sé por qué”.

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Sobre la firma

Raquel Vidales
Jefa de sección de Cultura de EL PAÍS. Redactora especializada en artes escénicas y crítica de teatro, empezó a trabajar en este periódico en 2007 y pasó por varias secciones del diario hasta incorporarse al área de Cultura. Es licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid.
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