Un día los libros se escribirán solos
Quedarán algunos escritores, de los de antes y de los de después, algo así como rarezas que ni siquiera despiertan la curiosidad

Un día los libros se escribirán solos. Serán atractivos, con el culo respigón, frases bien redondas, con delantera, justo lo necesario para atrapar, para cautivar. Libros de los fáciles, culebrones, respingones, de los que se puedan leer de un tirón, donde no hay que tropezar sobre palabras viejunas, de esas que se han quedado jubiladas y que ya nadie sabe qué hacer con ellas, ni en qué rincón esconderlas para que no molesten.
Leerlos será entonces como entrar en una casa con sillerías de imitación, sábanas, cortinas, de las que se regatean en los rastros o se compran los viernes negros, alfombras de segunda mano. Los escritores de verdad serán escalones desgastados, incómodos, carcomidos por el mal de las piedras. Las novelas dejarán de no contar nada, como las de Céline, Michon, o Quignard, esos escritores que agotan, que son cansinos de tanto menear la frase.
Serán máquinas que toman las riendas, planifican, organizan, que se ponen a cavar trincheras, trazar mapas, tomar lomas. Cada capítulo será una batalla y las páginas avanzarán en orden de batalla, pelearán cada metro cuadrado, línea a línea. Emplazarán la artillería, apuntarán los cañones, dispararán, se amontonarán, y, mientras la intriga avanza, la infantería se abrirá camino.
Y el lector, feliz de leer algo que no le impide mirar hacia el mar, darse un chapuzón y volver a la litera, tranquilo, para agarrar por los flancos algo que no es demasiado ni tan poco, algo que es justo lo suyo, en su punto, como un buen chuletón, como unas buenas nalgas donde es fácil navegar. Así arrimados, en medio de la refriega, perdidos entre la neblina, excitados por el olor a pólvora, por la intriga que te pilla, que te atraviesa, como el pitón de un toro bravo, uno se dejará llevar, y el mar seguirá a lo suyo, resbalando, suave, tierno.
Será un día bien liso, sin ninguna avispa que venga a fastidiarlo, solo el oleaje, y, de vez en cuando, la intriga que pellizca un pelín más, para que no te duermas. Un día, pues, los libros se escribirán solos y serán riesgo, sin demasiados tapujos. Sobre todo, nada de meter frases sin verbos, o inventar palabras que no existen, que se han quedado en paraderos desconocidos. Palabras huérfanas, llenas de ráfagas, de las que se sueltan la melena, y no te dejan luego dormir en paz.
Esos libros demasiado complejos, con demasiado cuerpo, demasiado tanino, ya no los leemos, o cada vez menos. Para las catas de ahora los preferimos más aguados. Sólo basta con mirar el escalafón de las ventas, o las reseñas, y los premios que lo apremian todo salvo la escritura. Que no sean demasiado cítricos. Y cuidadito con la resaca. Ahora leemos todo a sorbos. Nada de barra libre, y el güisqui, por favor bien largo, con mucho hielo, no vaya a ser que el calentón nos cambie la vida.
Libros entonces que sean de novelería, es decir, libros mansos, para novilleros, con los pitones bien afeitados. De los que poco embisten, que no huelen a carne, a estiércol, que no arrinconan de mala manera contra las tablas. Nada de libros que sean pegajosos, llenos de palabras que ya ni se usan como los de Miguel Delibes, y que los autores tengan nombres, apellidos, que se entiendan, que por favor no se llamen László Krasznahorkai.
Hay libros que sirven para pasar el rato y otros para atravesar la pared del tiempo, libros para hacernos más visibles, y otros para hacernos algo invisibles. Y entonces, en los segundos, nos movemos entre las pezuñas, ahí aprendemos de verdad a nadar a través del tiempo, a ser hombres, mujeres, apergaminados por el sol de los años, a no morirnos de ser puros viejos, lanchas sin morro.
Quedarán algunos escritores, de los de antes, y de los de después, algo así como reservas indias, reductos galos, rarezas que ni siquiera despiertan la curiosidad, escritores que no se rinden. Ahí iremos a verlos, a los Manuel Vicent, los Manuel Rivas, a los José Carlos Llop. Y, mientras, el mundo irá a su bola, con chiquillas con lenguas y labios rojos como fresones, hombres peces que se moverán en los acuarios de los días, buscando islas donde pararse un rato, para recuperar el aliento, para dejar de morir de tanto correr.
Y los escritores, encorvados como anzuelos, empeñados en pasarse así el grueso de sus vidas, por eso escriben, para ese silencio que hacen hablar. Para que el tiempo deje de correr como un gallo al que le han zanjado la cabeza. Para atrapar ese día, esa noche que ya no nos pertenecen y que queremos que sea todavía nuestra, que no nos deje tirados en la cuneta del olvido.
O porque nos hubiera gustado tener una historia, una vida, diferente a la que tenemos frente al espejo, antes de que cruces la aduana de los cincuenta. Y entonces en las páginas la buscamos, esa salida, un poco de aire, más libre, más alto, como si el cielo no tuviera nunca un punto final.
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