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Alfredo Alcain, la versión más melancólica del arte pop español

El artista madrileño de 89 años reúne en Alcalá 31 medio siglo de pintura en su primera gran retrospectiva

El pintor Alfredo Alcain posa frente a una de sus obras en Madrid.

Alfredo Alcain (Madrid, 89 años) considera que una de las mejores descripciones que se han hecho sobre su trabajo la escribió el historiador Simón Marchan en 1966 al definirlo como un detective de realidades residuales. El pintor se reconoce en el papel de los buscadores persistentes de mundos ocultos con aspecto cotidiano: escaparates, bodegones, paisajes o botellas de butano. El resultado de esas pesquisas se puede ver en la exposición Alfredo Alcain. Una retrospectiva, que desde este miércoles y hasta el 11 de enero se puede ver en la Sala Alcalá 31 de la Comunidad de Madrid. La exposición reúne 150 obras representativas de todos sus ciclos y técnicas. Comisariada por Mariano Navarro sobre un montaje de Andrés Mengs, la muestra descubre la obra del artista que inventó la versión más melancólica del arte pop español a base de pequeños detalles que solo puede recrear alguien con un dominio técnico excepcional. De postre, se rescatan sus colaboraciones para varias películas de Martín Patino, sus ilustraciones para la revista Triunfo o el Celtiberia Show, de Luis Carandell.

Alfredo Alcain es un hombre discreto y modesto al que incomoda teorizar sobre su obra. Muy conocido por su presencia constante en galerías y por sus muchos coleccionistas, no quiere disimular su contento al traspasar las puertas de Alcalá 31. Poco antes de la inauguración oficial, Alcain acepta hablar de su trayectoria mientras recorre cada uno de los capítulos en los que se ha dividido la retrospectiva y confiesa que puede que su amigo, el pintor Ricardo Cárdenes, tuviera razón cuando le decía que un chute de vanidad viene bien de vez en cuando.

La exposición se abre con un cuadro determinante en su trayectoria: A la pintura (1977), una obra que el comisario ha elegido porque supuso un punto de inflexión en su carrera. “Ese trabajo está anclado en una crisis creativa del artista”, opina Navarro. “Parece cansado de hacer cosas parecidas y quiere hacer un homenaje a la pintura como si estuviera enamorado de ella y no fuera correspondido, y es a partir de él cuando empezaron a salir otras cosas”.

El pintor madrileño Alfredo Alcain, el pasado viernes.

Ante la obra de la que no tardaría en brotar su sorprendente diálogo con Cézanne o sus interpretaciones del cubismo más colorista, el artista responde que puede ser acertada la interpretación del comisario. Fijando su mirada verdosa sobre la pintura, parece más cómodo hablando de sus orígenes. Cuenta que es el cuarto de una familia de nueve hermanos del madrileño barrio de Salamanca, zona en la que él sigue viviendo aunque en su vida haya habido muchas idas y venidas. “Tenía facilidad para dibujar, pero ninguna idea de ser artista. Pero yo era un pésimo estudiante, de esos que suspenden casi todas y mi padre decidió que me centrara en lo único que se me daba bien, el dibujo”. Con el fino sentido del humor que no le abandona, añade que la única salida que le hubiera quedado hubiera sido la de ser conserje del Banco de España, dado que allí trabajaba el padre y lo había hecho la madre hasta que empezaron a llegar los hijos.

El pop del subdesarrollo

Trabaja con un ritmo constante, aunque nunca más allá de cinco horas (“Para qué”, se pregunta riendo). Alfredo Alcain empezó retratando detalles que le sorprendían de las calles de Madrid. Paseaba con la cámara colgada al cuello y capturaba todo lo que llamaba su atención. Luego, en su estudio, acometía las series que le dieron mayor popularidad y le convirtieron en la versión española del pop wharholiano, el llamado Pop del subdesarrollo, como lo bautizó su colega y amigo Luis Gordillo. Alcain se fijaba en puertas y ventanas siempre cerradas que daban acceso a negocios de comercio y hostelería con los que retrataba un Madrid a punto de salir de la dictadura, pero que sobrevivía en la oscuridad de los ovillos de lana, entre las pelucas o en medio de los mostradores de las pollerías. Era un Madrid galdosiano que, al mismo tiempo, inspiraba a los realistas como Antonio López, Francisco López o Amalia Avia, pero con los que Alcain no tuvo trato. “Coincidimos en la Academia de Bellas Artes o nos encontrábamos en sitios públicos, pero no teníamos relación”.

Sus amigos de toda la vida y con los que se sigue reuniendo los viernes son los artistas Guillermo G. Lledó, Gerardo Aparicio y Mitsuo Miura. Con ellos cena y, sobre todo, arregla el mundo. “Nos preocupa lo que está ocurriendo en Estados Unidos con Trump, que está comportándose como un dictador. Y ver la indiferencia con la que el mundo contempla el exterminio de Gaza es descorazonador. Nosotros, que venimos de la dictadura, nunca creímos que esto volviera a ocurrir”.

A veces con algún amigo, a veces solo, Alfredo Alcain se pierde pocas exposiciones. Le gustan y le inspiran. Durante muchos años viajaba fuera de España con Fernanda Mengs, su compañera de toda la vida (a ella está dedicada la retrospectiva), pero después de su muerte, los viajes han disminuido y suele perderse en solitario por los museos y galerías madrileños.

Con presencia permanente en galerías (estuvo 25 años con EGAM) y venta constante a coleccionistas de clase media, puede sorprender que carezca de presencia internacional, a diferencia de otros colegas de su generación. “No le doy importancia. No se ha producido y no hay que darle más vueltas. Además, he estado en la bienal de Venecia y en la Documenta de Kassel. Eso sí, como espectador”.

Bodegones para cocinas españolas

Las salas centrales de la exposición están ocupadas por una notable selección de sus vistosos bodegones de frutas y verduras. “Yo creo que en todas las cocinas españolas han tenido alguna vez alguno de estos cuadros sin saber que eran míos”, comenta señalando los repollos, puerros, pimientos, naranjas o plátanos que pueblan sus telas. Hay pinturas en las que se reconocen sus grandes referentes: Morandi, Vermeer o Juan Gris.

Alcain se define como un hombre de izquierdas, aunque nunca ha militado en ningún partido. Su activismo fue intenso en los primeros años de la Transición apoyando las necesidades de vivienda social en los barrios madrileños, participando en el encierro de artistas en el Museo del Prado contra la detención de Juan Genovés y Rafael Muyor (en 1976) o sumándose a la Exposición del Movimiento Unitario de Parados de 1978. Parte de ese grupo de intelectuales firmantes de todo manifiesto y protesta que considere justos, responde que “no entiende que pudiera haber hecho otra cosa. Lo normal es apoyar las causas en las que crees”.

Premio Nacional de Artes Plásticas 2003, no cree que estos galardones sirvan para mucho. Ni siquiera para aumentar la cotización. Confiesa que su obra más cara es un bodegón por el que el comprador pagó 25.000 euros. “No me parece ni mucho ni poco”, responde. “Yo he podido vivir siempre de mi trabajo y no me quejo. Puede que hayamos pintado demasiado”, reflexiona. Y aunque la exposición sea un alarde de sus habilidades como dibujante, ilustrador, escultor o bordador sobre cañamazo confiesa que su vinculación con la pintura es indestructible, incluso cuando el mercado no juegue a favor. “La pintura sobrevivirá siempre porque está enraizada en el hombre. Fíjese en las pinturas de Altamira. Esa necesidad de contar la vida a través de la pintura es eterna”.

El comisario Mariano Navarro habla del lugar que puede ocupar este artista en el contexto del arte contemporáneo español. “Para mí la importancia de Alfredo Alcain se sustenta en la excepcionalidad de origen de los motivos que elige para su trabajo, extraídos siempre del entorno más inmediato y cotidiano y en su formulación plástica, tan sencilla como sofisticada. Añado a esto el compromiso civil de su producción durante los años de la dictadura, que le permite un retrato del país crítico, pero sin acritud, en el que conviven el aprecio por la cultura popular con la más sofisticada interpretación de la misma”.

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