Temporada de festivales
Vuelven los espectáculos y vuelven sus polémicas. En aras de lo superficial, se olvida lo esencial: la degradación del modelo de atracón musical


Los festivales de música tienen buena imagen: es habitual que las informaciones al respecto terminen con el dato del retorno económico sobre la localidad que acoge al festival en cuestión (curioso que nunca se expliquen los misteriosos métodos por los que se ha llegado a tan apabullantes cifras). En general, no hay objeciones de principio: se supone que los jóvenes, tras los agobios de los exámenes, tienen derecho a unos días de expansión. Lo que significa equis horas de libertad, a veces usadas para excesos de alcohol, substancias psicotrópicas y, ya puestos, sexo. Muchos tienden a pensar que esos entretenimientos pueden resultar peligrosos, pero también asumen que son parte de las vivencias juveniles, necesarias para acercarse a la madurez “ahora que ya no hay servicio militar”.
Ciertamente, hay diversos tipos de festivales, entre los más de mil que se celebran al año en España, pero vamos a centrarnos en los arquetípicos: los que se desarrollan al aire libre, en una zona que facilita la acampada, durante varios días, con un cartel abarrotado de propuestas musicales. Se benefician de la mitificación de la Woodstock Music and Art Fair, un evento catastróficamente planeado que convocó tal vez a medio millón de personas y que, por alguna rara conjunción astral, se desarrolló pacíficamente (¡Solo tres muertes!).
El deseo de imitar el buen rollo de aquel evento de 1969 explica que en lo que respecta a festivales, el medio siglo posterior haya sido relativamente libre de desastres. El público quiere disfrutar y está dispuesto a pasar por alto carencias y abusos organizativos. Los pájaros de mal agüero aseguran que la música es lo de menos, pero la realidad es que funciona como la guinda: se espera disfrutar de algunos grandes nombres —aunque sea en las pantallas de vídeo— y a los demás artistas se les recibe con benevolencia o, simplemente, ignorándoles.
Hasta que llegó Rock in Rio Madrid, un festival donde la lógica empresarial ignoraba la coherencia musical: The Police y Neil Young, Metallica y Bon Jovi, Maná y Red Hot Chili Peppers. Más que ese eclecticismo, lo que cambió las reglas fue la actitud del promotor. Roberto Medina se quitó pronto la careta: el festival se hacía por y para las marcas. De hecho, los patrocinadores disponían de tacos de entradas gratuitas que repartían con generosidad, lo que explicaba la heterogeneidad de unas multitudes más interesadas por los patinazos de Amy Winehouse o por si aparecía el novio futbolista de Shakira.
Medina, el productor brasileño, no mostraba precisamente respeto por los trabajadores españoles del negocio musical. Así que resulta sarcástico que su prototipo de festival sea precisamente el que ha terminado por implantarse entre nosotros. La última edición de Mad Cool evidenció la consolidación de ese asombroso híbrido entre romería rural y centro comercial. Aceptando que son inevitables los puestos de comida rápida y los dedicados a bebidas, burbujeantes o de alta graduación, chocaba ver salones de maquillaje, tatuaje y peluquería, junto a empresas de viajes, negocios bancarios, compañías energéticas, firmas textiles. Los camellos se quejaban de tanta competencia (ellos no pueden aceptar dinero de plástico); tampoco tienen acceso a subvenciones, aunque de su actividad derive el grado de satisfacción de muchos asistentes. No hay justicia, eh.
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