El cineasta y su amigo piel roja
Un libro póstumo de Robbie Robertson refleja el pacto de colaboración que el músico de Toronto acordó con el director neoyorquino Martin Scorsese


Cuando murió Robbie Robertson, en 2023, estaba a punto de salir su libro Insomnia, crónica de su relación con el realizador Martin Scorsese. Había ya ejemplares impresos, pero todo se ha parado durante dos años (sí, también en Norteamérica temen ser acusados de aprovecharse de los difuntos).
Curioso, ya que Robbie era experto en llevar el agua a su molino, dicho sea sin la menor intención crítica. El destino le dio malas cartas: formaba parte de un grupo mayormente canadiense, The Hawks, que se había pateado el circuito b acompañando a un crudo rockero, Ronnie Hawkins. Hasta que en 1965 cambió su suerte. Bob Dylan les contrató como acompañantes de su gira electroacústica. Exacto, el recorrido donde parte del respetable decidió ejercer su santo derecho de abuchear al Artista.
Mientras sus abrumados colegas procuraban desaparecer tras los conciertos, Robertson se convirtió en escudero de Bob fuera del escenario. No discutía sus decisiones, le apoyaba en sus delirios. Incluso, unció su destino al del autor de Like a Rolling Stone: él y sus amigos se instalaron como vecinos, en las montañas de Woodstock. Dylan quería tener músicos a su disposición y Albert Grossman, su mánager, pagaba un estipendio a los canadienses (y a su amigo de Arkansas, Levon Helm).
De esas sesiones salieron las descacharrantes Cintas del sótano y los aguafuertes sepias que integraron Music from Big Pink, estreno de una agrupación que inicialmente renunciaba a tener nombre propio y que terminaría siendo denominada como The Band. Sin planteárselo, funcionaron como un purgante contra los excesos de la era psicodélica: un colectivo de cantantes, compositores e instrumentistas con canciones sombrías, un look rústico, una actitud ceñuda. Robertson destacaba por su guitarra precisa y por ser el más locuaz, capaz —por ejemplo— de argumentar que su The Weight era una destilación del pesimismo existencial de Luis Buñuel.
Robbie apostó por cerrar esa etapa con un concierto estelar en San Francisco, bautizado como El último vals, un eco de El último tango en París, de Bertolucci. Para inmortalizarlo, Martin Scorsese asumió el rol de director. Scorsese, que había evidenciado su feeling musiquero con Malas calles, trajo además a algunos de los mejores camarógrafos de Hollywood. El resultado, The Last Waltz, es un documental modélico pero lúgubre, que ignora al público y se centra en unos músicos que generalmente lucen cansados, incluso amargados. Están de resaca.
Robertson terminó residiendo en la casa del cineasta en Los Ángeles. Aquello se convirtió en un cineclub, donde Scorsese traía las películas y Robbie aportaba las substancias para prolongar las noches. Ambos se lamían las heridas de matrimonios fracasados, al borde del divorcio. Y formaron una entente cordiale: Robertson sería la mano derecha musical del cineasta, trabajando en una decena de sus películas, inicialmente buscando músicas ajenas y finalmente componiendo las bandas sonoras.
Scorsese le ofrecía apoyo moral y económico: en solitario, Robbie facturaba discos caros y no muy vendedores. Incluso, Martin dirigió el vídeo para su Somewhere Down the Crazy River. Le respaldó en la recuperación de sus raíces indígenas (su madre era india mohawk), que marcaron su producción discográfica durante los años noventa. Ambos intereses particulares coincidieron en la elaboración de Los asesinos de la luna (2023). Que, ay, Robertson no llegó a ver estrenada.
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