Días de guerra y esvásticas en el zoo de Berlín
El gran jardín zoológico de la capital alemana, que cumple 180 años, guarda episodios atroces de la Segunda Guerra Mundial y el nazismo
Hacía frío y una atmósfera melancólica cubría la otra tarde el zoo de Berlín. Paseaba bajo los grandes árboles por los caminos cubiertos de hojas con la mirada amarilla del cárabo lapón (strix nebulosa) todavía clavada en la retina. Tras acceder por la Löwentor, la Puerta del león, con sus plintos con felinos de piedra, y ver la Pagoda de los rinos, las cebras y a las jirafas en su palacio oriental (desgraciadamente ya no existe el viejo bar El flamenco sediento), había entrado en un aviario en el que el cárabo y otras grandes rapaces nocturnas, incluso un enorme búho nival, permanecían sueltas, perchadas al alcance de la mano. Luego me dejé prender en el ojo ámbar de un tigre que se me quedó observando desde su recinto, un verdadero bosque en el que su pelaje anaranjado se fundía en un estallido de colores crepusculares. Hacía mucho tiempo que quería visitar el zoo berlinés, un escenario en el que se mezclan indisolublemente dos cosas a priori tan distintas pero que me interesan tanto como los animales y la Segunda Guerra Mundial.
El zoo, muy bombardeado a lo largo de la contienda, fue uno de los más terribles escenarios de la Batalla de Berlín, la lucha por la capital al final de la guerra, en abril de 1945, cuando las tropas soviéticas lanzaron el ataque definitivo contra la capital del III Reich. Tengo en la cabeza la imagen de los combates del zoo desde que leí a los 12 años La última batalla, de Cornelius Ryan (Destino, 1966), regalo de una amiga alemana de mi madre que debió ver algo raro en mí para elegir ese libro en vez de uno de Enid Blyton. El caso es que desde entonces me familiaricé con el general Gotthard Henrici —encargado de la defensa de Berlín— y su raído chaquetón de piel de oveja que hacía arquear la ceja a su primo el mariscal Von Rundstedt, y con las terribles circunstancias del asedio y caída de la ciudad, incluida la oleada de violaciones de mujeres perpetradas por el Ejército Rojo, de las que muchos años después daría cuenta pormenorizadamente Antony Beevor en su canónico Berlín, la caída: 1945 (Crítica, 2002).
Cornelius Ryan (1920-1974), que ya había escrito El día más largo y luego alumbraría Un puente lejano, esas dos grandes historias de guerra, explicaba que junto al zoo estaba la gran torre de defensa antiaérea (Flakturm) construida en 1941 que servía también de refugio (Zoobunker) contra los bombardeos, de hospital y de almacén para proteger los objetos más preciosos de los museos de la ciudad (allí estuvieron las esculturas del altar de Pérgamo, el Tesoro de Príamo y el busto de Nefertiti, que podrían haber metido en la casa de los avestruces del zoo, la Strausenhaus, construida con la forma de un templo egipcio). Y allí se constituyó un punto de resistencia que aguantó más que el mismísimo Bunker de Hitler (la maciza torre no desapareció hasta 1948, demolida por los británicos). El vecino zoo, que ya había sufrido de lo lindo con los bombardeos aliados (una bomba que cayó sobre el Cocodrilo Hall envió a todos los reptiles, incluyendo el caimán Schwarzer Peter y el dragón de Komodo Moritz, volando a la calle), se convirtió en campo de batalla y quedó devastado, con cadáveres de humanos y de animales por todas partes. De los 4.000 animales del zoo de Berlín en 1939 solo 92 sobrevivieron a la guerra, contando un caballo de tiro (y valga la paradoja). Los tanques rusos disparaban a quemarropa contra la fortaleza desde la Casa de los hipopótamos, donde uno de esos animales muerto flotaba en el agua con un proyectil sin explotar atravesado en el cuerpo. En el recinto de los grandes simios, un gorila y un chimpancé yacían muertos junto a tres oficiales de las SS. El gorila era el popular Pongo, con dos heridas de bayoneta en el pecho. Nada menos que 58 tumbas de soldados de la Wehrmacht fueron cavadas en el zoo durante los combates y se enterró a otros 25 militares alemanes en una fosa común en la Elefantentor, la Puerta del Elefante, el acceso principal del parque.
Los soldados rusos que se quedaron patrullando el zoo —probablemente por si había miembros del Werwolf— se comieron a varios animales, incluido un oso. Los berlineses también echaron mano de algunos como prueba el que llegara al mercado negro carne de elefante.
Con todo, la historia que más me conmovía de niño era la que contaba Ryan del cuidador del zoo Heinrich Schwartz, de 83 años, y su abnegación por salvar a Abu Markub, el raro pico de zapato (Balaeniceps rex, abu-markub, “padre del zapato”, es como le llaman genéricamente los sudaneses). Schwarz trataba de alimentar a su ave favorita con carne de caballo en vez del inencontrable pescado, pero el enorme pájaro se negaba a comer y se moría lentamente de hambre. A lo largo del relato de la batalla de Berlín, Ryan volvía una y otra vez al zoo, a Schwartz y a Abu Markub, como un contrapunto a la gran matanza de la ciudad. En la última página del libro, silenciados ya los cañones y rendida Berlín, el viejo cuidador recorría la terrible devastación del zoo buscando a la desaparecida ave y gritando su nombre, “¡Abu!, ¡Abu!”. Entonces: “Hubo un revoloteo, y en el borde del estanque vacío estaba la rara cigüeña, Abu Markub, sosteniéndose en una sola pata y mirando a Schwarz. Éste cruzó el estanque vacío y cogió a la cigüeña: Ya ha terminado todo Abu —dijo Schwarz—. Todo ha terminado”. Y se la llevó en brazos.
Imaginarán mi emoción cuando tantos años después paseando por el zoo de Berlín mientras la luz se desvanecía y pensando en mi viejo libro con su cubierta roja que mostraba la famosa foto del izado de la bandera soviética sobre el Reichstag, me di de bruces con Abu Markub. Era una realista estatua de bronce a tamaño natural pero la acaricié como si hubiera volado directamente desde mis viejos sueños.
Fue una tarde asombrosa y emocionante. Pegué mi cara contra la de un jaguar separados apenas por un cristal, observé a un león recortarse contra un cielo incendiado y los edificios de la Kurfürstendamm, y retraté a una hermosa joven china que me lo pidió en el Jardín de los Pandas. Pero cuando tratas con el pasado alemán, ya sea en Wansee o en el Tiergarten, no sueles irte de rositas. Ya cerca de la hora del cierre vi que había una exposición sobre la historia del zoo en la preciosa y orientalizante, reconstruida, Antilopen Haus y entré a verla. Todo el zoo está lleno de recuerdos de su larga historia (el pasado 1 de agosto cumplió 180 años), incluidas estatuas de animales célebres como la de Abu Markub y la de Bobby, el carismático gorila inmortalizado también en el logo del parque; otra muy impresionante de un león por el escultor Waldemar Grzimek, primo del naturalista Bernhard Grzimek; el enorme iguanodonte de piedra del Aquarium o un busto del gran impulsor del parque (con apoyo del formidable Humboldt), a partir de la faisanería de los reyes de Prusia en el Tiergarten, Hinrich Lichtenstein; también hay entre los parterres y las rosaledas paneles con fotos antiguas y de la destrucción provocada por la Segunda Guerra Mundial.
Pero la exposición que decía —ampliada en el estupendo y completísimo libro oficial de la historia del zoo (hay edición en inglés, Berlin city of animals, de Clemens Maier-Wolthausen, Ch. Links Verlag, 2019)— está especialmente dedicada a la época del nazismo y pone los pelos de punta. Y es que el zoo de Berlín fue muy pero que muy nazi. No es que no hubieran pasado otras cosas feas antes (se realizaron exposiciones etnológicas con seres humanos vivos, inuits, samis, nubios, fueguinos, samoanos y sara kabas), pero la nazificación del zoo resultó entusiasta y completísima. Desde el principio el personal y el staff se mostraron animosamente pardos. Los miembros de la SA y las SS tenían descuento en la entrada y el director, el ambicioso Lutz Heck, que era miembro del Partido, contribuyente de las SS y amigo personal de Hermann Goering, puso el zoo al servicio de los nazis. El mariscal del Reich, cuyo amor por los animales era notable, sobre todo para dispararles como Gran Cazador del Reich, lo tomó bajo su protección personal. El propio Goering entregó al parque los pingüinos emperador que le regaló la Expedición Alemana a la Antártida de 1939. Por su parte, el zoo le suministraba los jóvenes leones que el segundo hombre del Reich exhibía como mascotas. A Goering le entusiasmó el programa a lo Parque Jurásico de Heck para recrear el extinto uro, el gran bovino europeo. El zoo expulsó a los miembros de su junta que eran judíos, creó una colección patriótica de animales nativos y muy alemanes (destacaban las ocas, por el paso, supongo), y colgó el cartel de “los judíos no son bienvenidos” incluso antes de que se aprobaran las leyes antisemitas y se les prohibiera la entrada. Durante la guerra, aparte de distribuir animales como mascotas al ejército, incluso a los submarinos y a las SS (el raro loris que lleva el comandante del exterminador Einsatzgruppen de Masacre, ven y mira, el estremecedor filme de Elem Klimow, podría haber sido un regalo del zoo berlinés), se depredó zoos de la Europa ocupada para ampliar la colección del de Berlín, como el de Varsovia: lo cuenta muy bien la película de 2017 La casa de la esperanza, con el nazi Heck interpretado por Daniel Brühl. Y se utilizaron en las instalaciones centenares de trabajadores esclavos proporcionados por Albert Speer, especialmente prisioneros de guerra polacos y franceses.
La historia posterior del zoo, que quedó en el Berlín Oeste, está llena de cosas menos siniestras, como la activa vida sexual del hipopótamo Knautschke, único superviviente en aquella piscina llena de cadáveres de la guerra y uno de los animales favoritos de los berlineses junto a otros como el elefante Shanti, regalo de Nehru en 1951, la jirafa Ricke, retornada al zoo tras haber sido evacuada a Viena, el aligator Swampy, o ya recientemente el célebre oso polar Knut y los pandas (Berlín es una ciudad especialmente amante de los osos). El Berlín Este creó su propio zoo, el exitoso Tierpark, en 1955, y ambos parques entraron en competencia durante la Guerra Fría, con espionaje incluido (el Tiepark tenía una estación de la Stasi). Tras la caída del Muro, los dos zoos también se han unificado.
Con todo, las sombras del pasado siguen presentes en el zoo de Berlín: la colocación en 1984 de un busto de Heck, que fue muy suavemente desnazificado, provocó controversia y la estatua no se ha retirado, aunque se le añadió una inscripción que explica la carrera del director durante el III Reich. Más ardua ha sido la lucha por la reparación a los numerosos accionistas judíos del parque zoológico despojados de sus títulos por los nazis y algunos de los cuales murieron en los campos de exterminio. Se les ha dedicado una placa conmemorativa y su historia figura en la exposición instalada como un necesario recordatorio en el viejo corazón del gran zoo alemán.
Babelia
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