El gringo que se hacía pasar por latino
Diego Cortez fue una figura esencial en la noche bohemia neoyorquina y una presencia vivificante en el mundo del arte


Seguramente lo saben. El Madrid de la Movida estaba marcado por la influencia londinense: funcionaba un verdadero puente aéreo que traía puntualmente las tendencias y los grupos triunfadores en las listas británicas. Pero los madrileños más viajados sabían de la escena neoyorquina underground. Por esos canales nos llegó un libro pasmoso, Private Elvis. Jugando con el doble sentido de private (“privado”, pero también “soldado raso”), presentaba una colección de fotos tomadas durante la estancia de Elvis Presley en Alemania, como miembro del US Army. En contra del perfil oficial de recluta serio y patriótico, veíamos a un veinteañero que se divertía y ligaba. Ligaba mucho con mujeres hechas y derechas, que en algunos casos podían ser profesionales de la vida nocturna.
El recuperador de aquellas imágenes indiscretas se llamaba Diego Cortez. Un nombre bien hispano que nos chocaba: la popularidad de Elvis en México fue seriamente afectada por la difusión de un infame bulo racista (en años posteriores, comprobaríamos, gracias a los joviales discos de Robert López, conocido como El Vez, que conservó su gancho entre los chicanos de California). Toda una sorpresa comprobar que Diego Cortez, aunque hablaba un español adecuado, era realmente un yanqui, de verdadero nombre Jim Curtis. Como estudiante de Bellas Artes, residió en un rincón latino de Chicago y se encontró tan a gusto que adoptó ese alias.
Jim/Diego fue un formidable catalizador de la escena de Manhattan. Abandonó su modus vivendi en las confortables galerías establecidas para bajar al SoHo, entonces zona industrial en declive donde encontrabas alquileres baratos. En 1978, estuvo en la génesis del Mudd Club, prototipo del local de rock con múltiples actividades complementarias. Ese mismo año, guió al inglés Brian Eno por los intestinos de la ciudad para localizar los grupos que integraron el álbum No New York. En 1981, reunió a músicos, cineastas, escritores y artistas visuales en la revolucionaria exposición New York/New Wave. Convenció a Jean-Michel Basquiat para saltar del grafiti a los cuadros y dibujos. David Byrne le consideraba una reencarnación de Eleguá, el dios yoruba que vigila las puertas y los caminos.
¿Y cómo era realmente él? Un hedonista, incapaz de resistirse ante un buen restaurante, un chico guapo o una propuesta artística arriesgada. Frente a su imagen de picaflor, se empeñaba en difundir lo más radical del pensamiento político y cultural europeo —de Baudrillard a Negri— en la revista Semiotext(e), arriesgando un dinero que no tenía.
Adquirió mañas de sablista y no le importaba dejar pufos. Todo le era perdonado por su entusiasmo y su función de conector entre mundillos dispersos. Su éxito como promotor del downtown llevó su penitencia: debió abandonar el SoHo, gentrificado por hijos de papá dados a la bohemia. Como intermediario y asesor de coleccionistas, se lanzó a una existencia ambulante, que le llevó a Puerto Rico, Brasil, Capri o Nueva Orleans, con visitas frecuentes a la Semana Santa sevillana. Su papel de puente entre Europa y América le permitió comisariar docenas de exposiciones en ambos continentes; las galerías e instituciones implicadas descubrían demasiado tarde su desinterés por la mecánica —transporte, seguros, montaje— de tales eventos.
Se retiró a Carolina del Norte, desde donde asombraba a sus amigos con una memoria infalible. Allí murió en 2021, tras 74 años vividos a tope.
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