Amor y guerra en el mar Egeo: una pasión imposible y una feroz lancha torpedera cedida por los nazis protagonizan la nueva novela de Arturo Pérez-Reverte
El escritor presenta en los escenarios griegos de la narración ‘La isla de la mujer dormida’, historia de corsarios modernos durante la Guerra Civil española
La embarcación se desplaza veloz en el Egeo entre un dédalo de islas sobre un mar que espejea como plata y un cielo arrebatador de puro azul. De repente pegamos dos brincos que rocían de espuma los costados del casco. Es como si hubiéramos iniciado el ataque a un buque enemigo y largáramos un torpedo. El escritor Arturo Pérez-Reverte esboza una sonrisa de tiburón. Casi puedes imaginar que ha bajado el puño para ordenar el lanzamiento del letal siluro metálico de la misma forma que lo hace Miguel Jordán Kyriazis, el kapetanios Mihalis, el protagonista de su nuevo libro, La isla de la mujer dormida (Alfaguara), una emocionantísima novela de aventuras, amor y guerra, situada en Grecia en la época de la Guerra Civil española. Pero no estamos hoy en una torpedera alemana de la Kriegsmarine nazi, una veloz y depredadora Schnellboot o S-Boot, como en el libro, ni los barcos que nos cruzamos son presas a cobrar o buques trampa Q contra los que enfrentarnos a vida o muerte. Los navíos que navegan a nuestro alrededor son tranquilos mercantes o ferrys de las líneas Aegean y Minoan, y algún velero. Y nuestra embarcación no es la lancha Lykaina, Loba, sino un moderno transbordador, un deslizador aero highspeed, que cubre el trayecto entre el puerto de El Pireo y las islas del golfo Sarónico. Es cierto que tiene algunas semejanzas con la torpedera de la novela de Pérez-Reverte: forma alargada, una longitud igual, de 36 metros de eslora, más ancho el ferry, 9,6 metros por 5 de la lancha, y velocidad muy parecida, 32 nudos el primero por 36,5 la segunda. Nuestro transbordador, por eso, no va artillado, aunque no le quedaría mal un cañón Oerlikon de 20 mm en la popa como lleva la Loba.
Pérez-Reverte, de 72 años, viajó este lunes con un grupo de periodistas a Agistri, una de las islas Sarónicas, para presentar su novela en el ambiente (disparos aparte) en que transcurre el relato. En realidad, La isla de la mujer dormida del título, Nysos Gynaíka Koimisméni, no existe —el autor se la ha inventado para tener las manos libres— y el libro la sitúa en las Cícladas y no en las Sarónicas, pero Agistri está más a mano y, bueno, una isla griega es una isla griega. Y no se puede negar que Agistri tiene gancho: su nombre significa anzuelo.
El argumento de la nueva historia de Arturo Pérez-Reverte, ambientada en la guerra en el mar durante la Guerra Civil española, es sensacional: la marina franquista orquesta una operación encubierta en el Egeo consistente en desplazar a una isla (efectivamente, la de la mujer dormida) una moderna torpedera de la clase S-7 entregada generosamente por los alemanes (que así comprueban de lo que es capaz su ingenio, como con los Stukas en España) a fin de atacar el vital tráfico marítimo de suministros de armas de la Unión Soviética a la República. La misión —un pedazo de aventura— se le encomienda a Jordán, un marino mercante reclutado por la Armada sublevada, ascendido a teniente de navío y que se ha adiestrado previamente con las lanchas alemanas en Kiel. El oficial, hombre sólido, recto y justo, eficaz, perezrevertiano hasta las cachas (y que además está cachas), es hijo de español y griega y habla fluidamente el griego. La tripulación de la torpedera consiste en mercenarios reclutados para la ocasión y que componen una galería de pintorescos personajes dignos de Los cañones de Navarone, incluidos un piloto griego contrabandista, un torpedista holandés desertor de la marina de su país, y un telegrafista británico exalcohólico que cita todo el rato a Shakespeare.
“Quería contar una historia de corsarios modernos, y necesitaba un lugar con muchas islas”, dice Pérez-Reverte, al que revitalizan los aires marinos griegos y de aventura pese al dolor de espalda provocado por una caída paseando a sus perros y que le ha impulsado a portar un bastón que parece un cayado de pastor como el de George Psychoundakis, el bravo correo de la resistencia cretense amigo de Paddy Leigh Fermor, héroe, escritor y filoheleno del que luego saludaremos su foto en la que aparece junto a los poetas Katsimbalis y Seferis colgada en la pared en la célebre taberna O Platanos de Atenas. “Quería atacar barcos”, establece el autor tan lobuno como su lancha, “así que me pregunté, ‘¿cómo los ataco?’, pensé en un crucero auxiliar, pero es muy grande, y apareció la imagen de la torpedera, que era ideal. La lancha tipo S-Boot o E-Boat (por Enemy), como las llamaban genéricamente los ingleses, es una herramienta muy eficaz para hacer la guerra; para atacar y hundir barcos prefiero una torpedera. Fueron muy útiles en la II Guerra Mundial, por su rapidez y agilidad; en ataque por sorpresa eran letales y costaba mucho darles. Pero claro, no tenían nada que hacer ante unidades militares de superficie de mayor tamaño, como un destructor, eran muy vulnerables, y eso se ve en mi novela”. El escrito habla mientras pasea por el muelle del puerto principal de Agistri donde, tras estar a punto de bajarnos en la isla que no tocaba, hemos desembarcado y donde una pequeña armada de barquitas y caiques con nombres como Amazona, Orfeo o Hércules parece escuchar con envidia las historias sobre su prima de Zumosol torpedera.
“He hecho una novela de aventuras, de guerra y de amor”, continúa. “La vida está llena de aventuras y desventuras”, reflexiona, y dice con contagioso entusiasmo que trata de recuperar el género de aventuras, que “te hace salir de lo confortable y enfrentarte a lo desconocido, al peligro, a lo inesperado”. El novelista, que en El Pireo ha recordado la ocasión en que visitó por primera vez el puerto ateniense a principios de los setenta durante la (otra) guerra del Líbano y “esto era todo bares y putas”, ha querido hablar de “seres humanos en situaciones extraordinarias”. Y en ese sentido, la Guerra Civil es “solo un escenario” y no ha querido hacer un relato ideológico sobre ella. “En mis novelas la línea entre el bien y el mal no está clara, no hay blanco y negro sino toda una gama de grises, lo que no quiere decir que yo personalmente no considere buena a la República y malo a Franco”. Le ha interesado mucho al novelista el dilema moral que se le presenta al protagonista de tener que matar a otros marinos, “sus compañeros, sus hermanos de oficio”.
Lo de la torpedera, escondida en su base de la isla bajo su red de camuflaje o en acción fulgurante sobre las olas (Pérez-Reverte describe de manera extremadamente realista y electrizante el manejo y la forma de combatir de la lancha, con páginas que dejan sin aliento), es un hallazgo de primera. “Me lo invento, no hubo ninguna operación así, por supuesto; de hecho, las lanchas que cedió Alemania a la marina de Franco, entre ellas las rebautizadas Requeté y Falange, no tuvieron sino muy escasa acción de guerra. Lo que he hecho es planificar la ficticia operación en el Egeo yo mismo con la minuciosidad con que se habría desarrollado de verdad, incluyendo cómo se les aprovisiona y el suministro de los torpedos”. Hay dos términos muy expresivos en el relato del novelista con respecto al comportamiento de la torpedera en el mar: va dando “pantocazos” y “macheteando” la superficie. “Quiero al lector dentro de la lancha y no cómodo en su sillón”, advierte.
El otro polo de la novela es una historia de amor entre el capitán español —apodado kapetanios Mijalis por sus hombres en lo que es un homenaje de Pérez-Reverte a Paddy Leigh Fermor, que recibía ese nombre en la resistencia cretense— y Lena, la madura, aún hermosa y desengañada esposa del propietario de la isla, el reaccionario y melancólico barón Pantelis Katelios, con el que mantiene una relación morbosa y autodestructiva. Katelios es otro personaje muy perezrevertiano: culto, bibliófilo, desencantado, lúcido, antiguo esgrimista y que tiene una colección de sables napoleónicos como el propio Pérez-Reverte. Lena, exmodelo rusa de la casa Patou y a la que Jordán, alto, fuerte y masculino, le recuerda a Lord Jim, el personaje de Conrad, también posee una lancha, una coqueta motora Chris-Craft con volante que se llama como ella y que contrasta con la torpedera. El drama está servido en dos frentes: el bélico, con las vicisitudes de La loba y su tripulación (fascinantes acciones de guerra narradas magistralmente) y el amoroso, con las no menos violentas emociones del triángulo formado por el matrimonio y el marino.
De la protagonista, destaca que “hay un tipo de mujeres que me gusta mucho, la fuerte, que lucha en un mundo de hombres, y que abunda en mi narrativa”. Sin embargo, “quería aquí una mujer especial, una mujer derrotada, que sabe que no tiene una segunda oportunidad”. Pérez-Reverte señala que en La isla de la mujer dormida, en cierta manera, como pasaba en El italiano (que por cierto está camino ya de convertirse en película), el héroe masculino no existe si no hay una mujer que lo mira. Y abunda: “La mujer proyecta en el héroe su mirada y es ella la que lo hace interesante y lo convierte en lo que es”. Pero, el hombre, “nunca está a la altura, y por eso la decepción lleva a la mujer a pasarle cuentas, como sucede a Lena con su marido”. El novelista resume: “Las mujeres nos ennoblecen, nos hacen héroes y luego esa mirada se va resquebrajando”. La guerra, “por supuesto exacerba las relaciones”.
Otro escenario de la novela, además de la ficticia isla griega (inventar islas griegas es ya una costumbre de Arturo Pérez-Reverte tras la de su anterior novela, El problema final, Utakos) convertida en la Tortuga de los modernos bucaneros, es Estambul. Ahí juegan una doble partida de ajedrez, real y estratégica, un espía republicano y otro franquista que son rivales y amigos y cuya actividad será decisiva para el destino de la torpedera y por extensión de los personajes de la isla. Como es habitual en la casa, Pérez-Reverte borda la construcción de secundarios. Duele que a algunos los despache sin miramientos. “No has de dejar que se te coman la novela; por otro lado, en la guerra, como yo mismo he comprobado, la gente desaparece repentinamente, simplemente ya no están”.
Hay escenas de sexo tan contundentes como los torpedeamientos. Con alguna sorpresa: ¿realmente realizaría sexo oral a su pareja femenina un marino español de los años treinta en su primera cita como hace Miguel Jordán? Pérez-Reverte responde durante la comida en la terraza con impresionantes vistas al mar, incluida Salamina, del restaurante Mantraki, en el puerto de Megalochori, en Agistri. Es este, Mantraki, un establecimiento en el que no te extrañaría ver aparecer en cualquier momento a las tropas alemanas para capturarnos a todo el destacamento pererezrevertiano como sucede con el comando de Los cañones de Navarone en la taberna del pueblo de Mandrakos (!) durante una boda y mientras suena la canción folclórica Yalo yalo. “Doy fe de que esa práctica sexual se realizaba, tengo referencias, de marinos acreditados”, zanja serio mientras otros comensales, las lenguas (uy) desatadas por el excelente Retsina, apostillan la respuesta con metáforas náuticas de “bajar a la obra viva”, o “visitar los mares del Sur”. Hay referencia en la novela a otras prácticas como el voyeurismo. El novelista subraya: “Quería que los amores de mis personajes fueran turbios, pero no sucios como los hacen otros autores”.
Viajar con Pérez-Reverte posibilita que, aunque se niegue a bailar el sirtaki, te cuente muchas buenas historias, como lo de su curso de paracaidista (además del de buceador de combate) o que, sorprendentemente, admira a los británicos como militares. Hablando de torpederas (véase el completísimo S-Boote, german E-Boats in action, de Jean-Phillippe Dallies-Laboudette, Histoire & Collection, 2003) salen, claro, las estadounidenses de la guerra contra los japoneses como la PT-109 que comandaba el futuro presidente Kennedy, las italianas de la X Flottiglia MAS, la unidad que incluía a los hombres rana con torpedos tripulados de su novela El italiano (que tiene algunas cosas en común con La isla de la mujer dormida) y también las lanchas, italianas y alemanas, que actuaron tan eficaz y valerosamente en el Mediterráneo contra, por ejemplo, el convoy de la Operación Pedestal de auxilio Aliado a Malta (Max Hastings cuenta el episodio en su último libro, Crítica, 2024).
La gran referencia en el cine de los Schnellboots como el de Jordán es, acuerda el escritor, la de Ha llegado el águila (1976), el filme de John Sturges sobre la novela de Jack Higgins, en cuyos compases iniciales se ve al grupo de paracaidistas del coronel Steiner (Michael Caine) que ha sido condenado a servir en torpederas en el Canal de la Mancha, considerado un destino poco menos que suicida (no les irá mejor atentando contra Churchill). Otra película en que tienen un papel las lanchas rápidas alemanas es en El libro negro (2006) de Paul Verhoeven. Pérez-Reverte cita asimismo Bajo diez banderas, sobre las aventuras del corsario Atlantis de la Segunda Guerra Mundial (las memorias de su capitán, Bernhard Rogge, están publicadas con el mismo título en Edhasa). “Ese es el tipo de guerra que me interesa”, recalca.
De vuelta en El Pireo, la puesta de sol semeja un estallido en el que parece materializarse la silueta de la torpedera. Pérez-Reverte, que luce un sombrerito más digno de Monsieur Hulot que de un capitán de Schnellboot (pero cualquiera se lo dice), mira hacia la gran deflagración sobre el mar y remacha algunos principios de su código literario y vital: “Prefiero los héroes ambiguos, me interesa el que combate sin fe, por lealtad o por vergüenza torera”. En cuanto a él, “soy un puto contador de historias, no tengo obligación de nada sino de interesar y entretener al lector; no es obligatorio, como algunos parecen creer, hacer novelas con la aspiración de cambiar el mundo”.
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