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Días de verano
Crónica
Texto informativo con interpretación

Aquel verano de... Carlos Manuel Álvarez: de la última jugada

El escritor cubano narra cómo se agarró a su pasión por el sóftbol para sobrellevar un entorno neurótico

Carlos Manuel Álvarez durante un partido de sóftbol, en una imagen facilitada por él mismo.
Carlos Manuel Álvarez durante un partido de sóftbol, en una imagen facilitada por él mismo.

Yo era zurdo, primer bate y jardinero central. Escribía artículos en una revista que no pertenecía al Gobierno cubano, aunque se sometía a su vigilancia, y me pagaban la fortuna de 200 dólares mensuales. No conocía las drogas, ni el exilio, ni la depresión, pero sí el asco, que es peor que todo eso, más pérfido y corrosivo. Movido por aquella mala entraña, publicaba textos que en mi círculo reducido parecían cada vez más atrevidos y desafiantes. No lo eran en lo absoluto, solo que yo tenía entre 23 o 24 años, es decir, estaba a punto de terminar la universidad o recién me había graduado, y nadie a mi alrededor habitaba del todo en los márgenes políticos del Estado, justo adonde iría a parar mi vida poco después.

Aquel verano viajé a Holguín a jugar el torneo nacional de sóftbol de la prensa y me hospedé con el resto de mi equipo en un hotel de bajo costo, una de esas posadas socialistas con manteles de hule, adornos de biscuit y el menú en un pizarrón borroso colgado a la entrada del comedor. Teníamos jornadas de dos y tres partidos y por la noche íbamos un rato a algún parque de la ciudad o nos sentábamos en alguna cervecería de esquina o en un salón no muy iluminado donde había unas pistas de bolos y mesas de billar. El evento lo organizaba la Unión de Periodistas de Cuba, la entidad que reúne a los medios gubernamentales del país y a sus íntegros trabajadores. Yo había participado en sus competiciones durante mis años de estudiante, pero parecía acercarse la hora de decidir.

El orden de las cosas tal como lo había conocido estaba a punto de hacerse pedazos. Uno debe aprovechar el momento y seguir el mandato. Esa ventana dura poco y hay que escurrirse por ahí si no queremos quedar desde temprano atrapados en una vida que ya terminó. El asco actuaba como dinamita. Aquellas ideas recurrentes en mí, aquella pulsión de convertirme en periodista en un mundo neurótico controlado por la propaganda, iba a llevarse todo por delante, familia, amigos y costumbres, y lo hizo, en efecto. Pero nada importaba demasiado, lo único que yo no quería que la libertad confiscara era el sóftbol, como alguien que está a punto de ser despojado de todas sus pertenencias y pide conservar al menos esa sortija que carece de valor para cualquiera que no sea uno mismo.

El jardinero central es un jugador solitario. “¡Agradezcamos a Dios la existencia del jardín central!”, dice Philip Roth en El mal de Portnoy. “No puede usted imaginarse (…) lo maravillosamente que se siente uno ahí, tan solo en todo ese espacio”. Si no hubiese ocupado el jardín central durante toda mi vida, si hubiera jugado, por ejemplo, en el jardín derecho o el izquierdo, en una posición lateral, cerca de los espectadores, o incluso más, si hubiera lanzado o hubiese cubierto alguna base, hundido en el fragor y en el cotilleo entre rivales, ¿habría quizá desistido de seguir por mi cuenta? Hay cierta vastedad alrededor de uno en el jardín central, las líneas de foul están muy distantes, sendos desfiladeros corren a tu lado, las pelotas divididas te corresponden y eres el jefe de los que no están acompañados por nadie.

Yo no tenía poder en el brazo, pero fildeaba con cierta elegancia y bateaba para todas las bandas. Me habían enseñado a dirigir la pelota hacia la mano contraria. Era rápido, aunque no especialmente, y tampoco tan inteligente como me habría gustado. Mis aptitudes físicas, en general, calificaban como mediocres. Sin embargo, me las arreglé para obtener algún que otro premio individual en torneos bastante competitivos. Quizá porque a nada me entregaba con más disciplina y nada me generaba tanto placer como el polvo mostaza de la grama en mi uniforme de segunda mano, las manchas cetrinas de la yerba rota.

Mi equipo transitó invicto la fase regular, y en el último partido de clasificación, quizá por la carga física acumulada a lo largo de una semana, me rompí las miofibrillas del bíceps femoral derecho. Mi pierna se cubrió de un hematoma como un nubarrón. Perdimos la semifinal y no pudimos discutir el oro. Fue descorazonador, recuerdo mirar aquella despedida desde las gradas, un epílogo inesperado que quería decirme más cosas de las que yo estaba dispuesto a admitir.

Pensé que el juego no me iba a abandonar nunca. Una lesión es una ofrenda, una evidencia de compromiso último, y algún dios debía respetarla. No pude caminar por seis semanas y cumplí al pie de la letra las indicaciones de los médicos. Quise volver lo más pronto posible, pero el asco tenía otros planes. Durante la recuperación, encerrado en el apartamento de mis padres, vi por primera vez The Wire de un tirón, y recuerdo como si fuese ahora el parlamento del expolicía y profesor Roland Pryzbylewski: “Nadie gana. Un bando pierde más lentamente”.

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