Fábulas, tesoros y esculturas: la vida de pueblo inspira a los artistas en Genalguacil
Los encuentros de este pequeño pueblo malagueño, que apenas supera los 400 habitantes, llegan a su 30º aniversario para afianzar el objetivo de su nacimiento: luchar contra la despoblación
Gracias a sus conversaciones con las vecinas de Genalguacil, un minúsculo pueblo perdido entre bosques en el Valle del Genal, en Málaga, el antropólogo y artista Mateo Chica, de 26 años, ha hallado un tesoro. La memoria compartida ha revelado la transmisión de madres a hijas, durante generaciones, de una sabiduría ligada al territorio. Por un lado, ejercer de zahoríes utilizando esparto, conchas de la playa o ramas secas. Por otro, interpretar cuáles son las mejores tierras de labranza en un entorno marcado por el azufre de las rocas peridotitas que afloran por todas partes. A través de las canciones, relatos y tradiciones que se pierden en los siglos, Chica ha creado un curioso mapa histórico y recuperado ropas tradicionales. Su atractivo proyecto artístico solo tiene un problema: ni él es antropólogo ni el pueblo sabe nada de esa suerte de brujas. Es lógico: nunca existieron. “Trabajo a partir de la investigación imaginativa”, explica quien aplica métodos académicos para inventar una ficción a partir de elementos reales.
En los últimos días, el artista ha perfilado su trabajo en un viejo taller que comparte con el valenciano Lucas Oliete —Luce— en los bajos de una casa. Su propuesta es una de las seis elegidas entre el centenar presentado este año a los Encuentros de Arte de Genalguacil, bienal que en 2024 afronta su decimoséptima edición. Arrancó en los noventa como iniciativa contra la despoblación y desde entonces unos 250 artistas han pasado por allí.
Su éxito ha servido para ganar población: desde este 2024 superan la frontera psicológica de los 400 habitantes. Parte de las obras que han sido realizadas en estos años se ubican en el Museo de Arte Contemporáneo local, pero la mayoría están repartidas por las calles y el entorno natural hasta integrarse en un paisaje protagonizado por montañas que se pierden en el horizonte, un denso pinar —afectado por el gran incendio que arrasó 10.000 hectáreas en 2021— y las fachadas blancas de un pueblo tan pequeño que parece imposible que albergue tanta actividad artística.
Estos Encuentros son una de las mejores 100 iniciativas artísticas del país, según el Observatorio de la Cultura de la Fundación Contemporánea, que también los sitúa entre los 10 primeros de Andalucía. “Tras 30 años, los Encuentros se han convertido ya en una tradición más de lugar y son ya parte indivisible de él”, cuenta su coordinador, el artista Arturo Comas, quien destaca la cantidad de actividades que se desarrollan a lo largo del año para mejorar experiencia cultural e impulsar la economía local.
La participación vecinal es clave para los proyectos que los artistas desarrollan este verano desde el 25 de julio, aunque los primeros cinco días estuvieron dedicados a conocer el pueblo y sus gentes. A partir de esas relaciones, el manchego Mateo Chica obtuvo elementos reales sobre los que construir su embuste, pero también fue un tiempo básico para Hodei Herreros, de 27 años, nacida en Vitoria y criada en Granada. Ella conoció a tres mujeres de tres generaciones que ahora son sus modelos. Las fotografió de perfil y con sus rostros traza líneas en un molde. Sobre él, más tarde, coloca un fino tablón de contrachapado tras someterlo a vapor caliente durante un día. El agua y el calor reblandecen la madera para que la artista cree con ellas pliegos imposibles y, así, trace el contorno de las caras de sus nuevas amigas. “Yo venía trabajando una serie de piezas similares y no quería traer a este contexto algo de fuera, así que ideé este homenaje a las habitantes del pueblo como una especie de monumento alejado de esas estatuas grandes, de hierro, con la que se representa a los hombres”, explica Herreros.
La cámara de vapor no es más que una vaporeta de mano comprada en Lidl conectada a una especie de tubería que recubre la pieza de contrachapado, pero sus efectos son prácticamente magia. Mientras muestra su artilugio en la terraza de su taller, desde la que se ve una gigantesca panorámica repleta únicamente de montañas y árboles, llega el ruido de la radial que Timsam Harding, malagueño de 32 años, utiliza para cortar piezas de acero inoxidable. Con ellas construye una estructura que emitirá vibraciones recogidas de los sonidos del entorno rural del pueblo gracias a un micrófono sísmico. Las omnipresentes chicharras, las campanas de la iglesia que suenan cada hora, la motosierra en la distancia, el vecino con el tractor, se podrán sentir. “Esto es un paraíso del silencio, pero cualquier sonido se amplifica”, cuenta Harding, que parte de la idea de cómo el omnipresente murmullo del tráfico llega a desaparecer de nuestro día a día porque nos acostumbramos a él.
Edificios ridículos
Cada día los artistas se reúnen a comer en El Refugio, restaurante en un callejón con sombra, impulsado por María José González, de apenas 20 años, que apostó por su pueblo antes que malvivir en la capital con un sueldo precario y alquileres por las nubes. El contraste entre la vida en las ciudades y los pueblos es la base del trabajo que realiza el lisboeta Francisco Correia, de 27 años y residente en Bruselas. Con esmero y paciencia construye un edificio de oficinas en miniatura. “Este tipo de inmuebles son el ideal de productividad, de trabajo, de poder. En la ciudad se adaptan a la perfección, pero aquí tienen algo de ridículo”, explica Correia. Su pieza estará siempre iluminada (“el trabajo permanente”) e irá acompañada de una lona de una inmobiliaria imaginaria que vende, precisamente, espacios de coworking en un entorno rural donde este concepto también parece grotesco.
Correia no conocía esta parte de Andalucía y se siente afortunado de participar en una iniciativa así, pero también reconoce que él mismo ha tenido que acostumbrarse a los ritmos locales. Esos que arrancan a muy primera hora, se detienen a partir del mediodía porque el calor impone a una fugaz hibernación —la siesta— y vuelven a la actividad con la fresca de la tarde. Los artistas, que también participan en actividades populares, verbenas, noches de cine, talleres, citas deportivas o excursiones por la zona, aprovechan la noche para trabajar. Es el mejor momento para concentrarse. “Yo no tenía muy claro lo de pasar 15 días en agosto en un pueblo, pero la convivencia está siendo increíble”, asegura Delia Boyano, malagueña de 30 años, que también ha implicado a tres generaciones de vecinos para participar en un proyecto que fusiona cuerpo, territorio e indumentaria. Ha investigado la relación en la que los vecinos se relacionan con su entorno y, a partir de ahí, desarrolla una performance y elabora tres pares de calzado con materiales locales como cuero, semillas de pinos, piedras del río o plantas secas. En el viaje le acompaña Álvaro Gross, zapatero artesano afincado en la localidad desde la pandemia, que le cede su sabiduría.
Su propuesta se podrá ver, junto al trabajo del resto de compañeros, el próximo 15 de agosto, cuando se inaugure la exposición en el Museo de Arte Contemporáneo de Genalguacil. Será un acto que también pondrá el punto final a unos Encuentros que han convertido a una localidad eminentemente agrícola en un centro cultural abierto para generar “nuevas oportunidades” a sus vecinos, como subraya el alcalde, Miguel Ángel Herrera, siempre reivindicativo con el abandono de las administraciones al mundo rural y convencido en el potencial de pueblos como el suyo para una vida mucho más equilibrada junto a la naturaleza y lejos de los ritmos estresantes de la ciudad.
Babelia
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