Realidad inmersiva para mostrar el horror de las deportaciones del stalinismo
La exposición ‘El tren del dolor’, ubicada en el corazón político de Chisinau, da voz a cientos de personas que padecieron la represión soviética
La feliz vida de la familia de Valentina Sturza se desmoronó en cuestión de horas hace 83 años. “Mi padre nos envió una mañana a mis tres hermanos y a mí a jugar a un viñedo a cuatro kilómetros de nuestra humilde aldea, intuía que iba a suceder algo terrible, pero nunca creyó que nos fueran a deportar a todos”, relata con voz entrecortada la anciana, de 95 años, mientras rememora una de las peores represiones que infundió el dictador Josef Stalin: la primera operación de deportación en masa que se perpetró en junio de 1941 en territorio de Besarabia, nombre con el que el Imperio ruso identificaba la Moldavia actual, excepto la región separatista de Transnistria, y la provincia ucrania de Cernauti, cuando se lo arrebató a los otomanos en 1812.
Su historia es una de las numerosas que se narra en la exposición El tren del dolor, que se exhibe en un recinto con forma de vagón en la Plaza de la Gran Asamblea Nacional de Chisinau, dedicada a las víctimas del régimen estalinista en Moldavia. Su ubicación no es casual. Se encuentra en un lugar simbólico que representa el “corazón del poder” y donde se hallaba un monumento en memoria de Lenin bajo la dominación soviética.
Los promotores han innovado este año con elementos visuales como la introducción de un código QR que permite ver en el móvil imágenes de soldados disparando inesperadamente hacia el espectador o auditivos como un agresivo interrogatorio similar al de la época. “Los visitantes no resisten más de diez minutos en la exposición por el dolor que genera el sufrimiento vivido por las víctimas”, remarca Igor Casu, historiador y director de la Agencia Nacional de Archivos de Moldavia. También hay expuestos objetos con los que les permitieron viajar en la segunda deportación, en julio de 1949, como sierras y hachas que servían para levantar viviendas en algún lugar de la Siberia más profunda, donde la nieve empieza a hacer acto de presencia desde octubre. En la primera operación de destierro, numerosos ancianos, niños y enfermos perecieron a causa de las bajas temperaturas en la región.
En la pared del supuesto vagón, cuelgan fotos de perfil de decenas de deportados, exhibidos algunos como si fueran simples delincuentes. También se aprecian carteles con imágenes y documentos falsificados que justificaban su deportación a Siberia, como es el caso de Mihail Curicheru, que fue condenado a vivir diez años en un gulag. Su delito: ser miembro del Partido del Renacimiento Nacional entre 1938 y 1940. A su lado está la de Pinhas Cricoveaz, considerado “peligroso socialmente” por ser propietario de un comercio.
“Entramos unas cuarenta personas en un habitáculo con apenas dos ventanas pequeñas que apenas dejaban entrar el aire seco, un agujero donde hacer nuestras necesidades, sin paja donde poder echarnos a descansar y extremadamente sucio debido a que no habían limpiado el ganado transportado en ese tren tres días antes”, revive Sturza, que tenía solo 11 años cuando le forzaron a subir a un vagón con otras familias en la calurosa noche del 13 de junio de 1941, nueve días antes de la famosa operación Barbarroja, la invasión nazi de la Unión Soviética. Así dio comienzo a un calvario que jamás borrará de su mente y del que intenta perpetuar para las generaciones futuras.
La presidenta de honor de la Asociación de Antiguos Deportados y Detenidos Políticos de Moldavia es una de los seis supervivientes entre las 19.000 personas expulsadas durante esa primera ola de deportaciones. Los guardias les alimentaban a base de gachas y pescado en mal estado, y les daban agua mediante mangueras que desprendían olor a gasolina, evoca. La travesía duró casi cuatro semanas debido al vaivén de trenes que transportaban soldados a la contienda contra el ejército hitleriano.
El motivo de su obligado exilio no fue otro que el pecado de su padre de ser el alcalde la localidad de Ciuciuleni, a unos 60 kilómetros de Chisinau, la capital de Moldavia, así como diputado del Parlamento de Rumania por parte del Partido Liberal. Los milicianos y los miembros de la KGB lo interrogaron y lo condenaron en un juicio sumarísimo a pasar 15 años en un gulag de Ivdel, en la región rusa de Sverdlovsk, y otros diez años de exilio como castigo por construir puentes, carreteras y un baño público con duchas durante su mandato político. “Nos engañaron, a los hombres los trasladaron a cumplir condena a un campo de trabajo y los demás nos desterraron a Kazajistán”, recalca Sturza, que regresó tres años a tierras moldavas con su familia —abuelos paternos, madre y tres hermanos—, pero nunca a su localidad natal.
Precisamente, su vuelta provocó que la encarcelaran junto a sus familiares y la desterraran una vez más el 6 de julio de 1949, con motivo de la segunda y mayor deportación que ha registrado Moldavia en su historia: casi 36.000 personas fueron expulsadas de sus tierras. “Esta segunda operación presentaba otros motivos; mientras que en la primera las autoridades soviéticas intentaban desinflar cualquier atisbo de resistencia para eliminar potenciales enemigos, en la segunda, se buscaba la colectivización completa de los hogares agrícolas”, explica Igor Casu, que también menciona una tercera gran deportación: la de 3.000 testigos de Jehová el 1 de abril de 1951. “Hubo un motivo político contra la confesión cristiana, ya que tenía una actitud más crítica contra el poder soviético que los ortodoxos y porque también tenía su sede en los Estados Unidos”, apunta el historiador.
En los últimos años, bajo la tutela del Gobierno proeuropeo, esta exrepública soviética se esmera en difundir el sufrimiento que padecieron para que se comprenda el fenómeno de rusificación que se llevó a cabo con el desplazamiento demográfico en favor de la población rusa —Moscú mudó a miles de siberianos a Moldavia que goza de un clima más templado—, lo que ha generado fuertes discrepancias sobre la identidad nacional desde la caída de la URSS entre los propios moldavos, mayoritariamente de etnia rumana, pero también con un considerable porcentaje de ucranios y rusos, alrededor de un 10% cada uno... Para ello, las autoridades han elaborado una serie de eventos que ayude acercarse a su pasado.
Las tres grandes deportaciones en masa rumana suman unas 60.000 víctimas, pero la cifra aumenta hasta las 95.000 personas, según los registros de las autoridades soviéticas de 1953. De ellas, la mitad de etnia moldavo-rumana y el resto de otras nacionalidades de la región. De todos, un 80% habría vuelto a territorio moldavo, pero casi ninguno a su lugar de nacimiento. “Fueron proscritos; incluso, siguen sin recuperar hoy en día su papel en las comunidades de origen”, señala Casu, quien subraya que la “decapitación de la elite rural” obtuvo un impacto negativo en la idiosincrasia de la población y que la toma de poder de la nueva “clase política” creó que muchos moldavos no tengan claro su identidad nacional. “Debido a que hemos estado durante décadas bajo el espacio de información rusa, la identidad soviética se ha perpetuado”, precisa el experto encargado de salvaguardar y estudiar los archivos históricos del país.
En cambio, Casu considera que la guerra en la vecina Ucrania iniciada por Rusia ha hecho que los ciudadanos empiecen a percibir el régimen soviético como uno de ocupación y colonizador: “Esperamos que si se sigue exponiendo las deportaciones en los próximos cinco años, logremos que una buena parte de la población esté informada realmente y que, al mismo tiempo, consolide una identidad nacional”. Se estima que unas 6.000 víctimas siguen vivas. “Ningún miembro familiar acusado de traición se salvó de las deportaciones que se ejecutaron durante la noche para evitar que se escaparan; ni los discapacitados, ni los mayores, ni los niños y ni las embarazadas pudieron evadirse, pero sobrevivimos a pesar de quienes querían llevarnos a la tumba”, remacha Sturza.
Babelia
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