Cipriana, Ana, o Matea: historia del matriarcado que forjó a la familia Machado
Una exposición en Sevilla saca a la luz cartas y documentos que certifican la importancia que el matriarcado ejerció en una de las sagas intelectuales más importantes de España
“¿Llegaremos pronto a Sevilla?”. En esta pregunta se condensa de la manera más certera y dramática, la tragedia del exilio y la muerte ignominiosa de Antonio Machado y la de su madre, ocurrida solo tres días después del fallecimiento de su hijo. La sentencia, a medio camino entre el delirio y la poesía, la pronunció la madre del poeta, Ana Ruiz, a sus 85 años, esa mujer menuda con la mente ya nublada, durante la tortuosa travesía a pie para huir de la Guerra Civil: desde Barcelona hacia la frontera con Francia en brazos del escritor Corpus Barga, en aquel enero de 1939 en el que la lluvia y el viento gélido del Ampurdán no dieron tregua. Ante tanto dolor, su memoria prefirió refugiarse en los días felices y el sol de la infancia de su ciudad natal.
La muerte de la madre de Antonio y Manuel Machado fue un mazazo difícil de digerir por cuanto había sido el bastión fundamental de la familia: acompañó a Antonio en el dramático exilio —un convoy en el que también iban su hermano José, la mujer de este, Matea, y las tres hijas de ambos— de Madrid a Rocafort, en Valencia; luego de allí a Barcelona y de la capital catalana hacia el terrible final en Colliure, la ciudad francesa donde murieron. Pero nunca dejó atrás la memoria de su otro vástago. “Ya en Valencia daba síntomas de ir perdiendo la cabeza, pues preguntaba continuamente por Manuel, como si les acompañara en el viaje, y Manuel había quedado aislado en Burgos”, relata el escritor sevillano Antonio Rodríguez Almodóvar, que ha desempolvado del ingente legado machadiano que conserva la Fundación Unicaja en Sevilla las pruebas documentales que certifican la influencia decisiva de las mujeres de esta extraordinaria saga en la vida y la obra de los poetas.
“En todos los procesos vitales de la familia —que fueron múltiples e infortunados— las Machado resultaron decisivas. Ya como fuertes baluartes (la abuela Cipriana, Ana Ruiz y Matea Monedero, principalmente), ya como creadoras del clima afectivo y solidario que se necesitaba, por encima de cualquier circunstancia adversa o de la ideología personal de sus miembros”, explica Almodóvar.
Siguiendo un orden estrictamente cronológico, el origen de este matriarcado hay que situarlo en Cipriana Álvarez, esposa del darwinista Antonio Machado Núñez, creador del Gabinete de Historia Natural de Sevilla —de cuya universidad fue rector— y pionero en defender lo que hoy llamamos biodiversidad. Fue Cipriana, con ese matrimonio, la creadora de una saga intelectual, liberal y progresista, que entronca con las grandes estirpes culturales europeas. Cipriana pintaba, recopilaba cuentos y romances populares y ponía a leer a sus nietos como había hecho antes con su único hijo, el célebre folclorista Antonio Machado Álvarez, Demófilo. También les contaba cuentos de tradición oral a la luz de un candil en las noches de invierno. “Era una mujer intelectualmente activa, que transmitió a la familia el amor por la cultura letrada e iletrada, folclore y literatura culta, sin desdoro la una de la otra, lo que acabaría siendo una de las señas de identidad más relevantes de los Machado”, apostilla el comisario de la exposición Las mujeres Machado. Centralidad y discreción, que puede verse hasta el 19 de julio en el Centro Cultural Fundación Unicaja de Sevilla. La muestra expone un facsímil del cuento Las tres marías, uno de los cinco que publicó en la revista El folk-lore andaluz, fundada por su hijo, Demófilo, en 1883.
El siguiente eslabón lo engarza el hijo de Cipriana, el citado Demofilo al casarse con Ana Ruiz, de una modesta familia de Triana, que sin embargo se convertiría, durante más de seis décadas, en la valedora central de la saga. “Todos la respetaban y se guiaban por “Mamá Ana”, como le decían y aún le dicen sus descendientes”, asegura Rodríguez Almodóvar. Son enternecedoras las cartas que envía desde Sevilla la madre de Antonio Machado a su hijo, ya destinado en Segovia, orgullosa de los éxitos del entonces joven poeta: “Mi queridísimo hijo: hoy me he visto agradablemente sorprendida por un periódico de esa localidad en que veo con satisfacción la cariñosa acogida que te han hecho los segovianos y lo mucho que saben apreciar tus trabajos. La lectura de este periódico me emocionó”, escribe aún en los días felices de 1919 —con una perfecta caligrafía— en una de las cartas de la exposición.
Por contraposición a Cipriana, que parió a un único hijo, Ana Ruiz dio a luz a cinco varones: Manuel, Antonio, José, Joaquín y Francisco. Tras la trágica y prematura muerte de Leonor —la jovencísima esposa de Antonio Machado—, las destinadas a recoger el testigo matriarcal de Ana Ruiz fueron la mujer de Manuel, Eulalia Cáceres, y, sobre todo, Matea Monedero, casada con José, quien siguió los pasos del poeta exiliado en el grupo familiar que cruzó la frontera a Francia y que, como se recoge en una carta original que muestra la exposición, escribió los renglones más tristes y descarnados tras la muerte del autor de Campos de Castilla. Fechada en Colliure, Hotel Bougnol-Quintana. 28 de febrero 1939, Matea escribe a sus hijas: “Yo no sé cómo deciros lo que acaso ya habréis sabido por la prensa o por los amigos. Me refiero a la inmensa desgracia que en estos momentos nos aflige. Vuestro tío Antonio, que era como un padre para todos y que os profesaba un inmenso cariño, hasta el punto que no ha dejado un momento de preocuparse de vosotras, ¡ha muerto! Su pobre corazón no ha podido soportar tantas penas como en estos tiempos pesan sobre nuestra desdichada España”. Imposible no emocionarse.
“Es Matea la que coge las riendas después de la guerra, reanuda los lazos de los de fuera con los que siguen en España”, atestigua Almodóvar. Su presencia es tal que es curioso comprobar que todas las cartas que llegaban desde Chile a España —en el país americano se refugió parte de la familia tras su paso por Francia— vienen firmadas por ella y con el nombre de Matea Monedero, y no el su marido, en el remite.
De los que se quedaron en España, la figura preponderante es sin duda la de Manuel Machado, a la que su esposa Eulalia consigue espantarle el nubarrón que el destino había colocado sobre sus cabezas. Cuando estalla la Guerra Civil, el 18 de julio de 1936, Manuel y Eulalia se encuentran en Burgos, a donde habían viajado para visitar a la hermana monja de ella. Allí es apresado por los sublevados el mayor de los Machado, que pasa tres días en el calabozo y consigue salir tras la intervención de Eulalia, que mueve sus contactos eclesiásticos. Sobre la marcha, se lo lleva a unos retiros espirituales y, poco más tarde, intercede también para que José María Pemán, entonces director de la Real Academia Española (RAE), lo nombre académico de la institución. Sin duda, fue su salvación.
Junto a estas fuerzas femeninas tan poderosas, queda flotando en la memoria la figura de Leonor Izquierdo, la hija del dueño de la pensión de Soria en la que recala Antonio Machado como profesor de Francés y que se convierte en su esposa a los 15 años. Solo tres años más tarde moría. “El drama de Antonio genera una alianza de las mujeres de la familia para protegerle y cuidarle”, asegura el comisario. Es más, el fondo machadiano de la Fundación Unicaja custodia una carta que le escribió Manuel Machado a Francisco Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza, dándole cuenta de la honda depresión que padecía su hermano, y el temor a que pudiera suicidarse. El propio Antonio Machado lo contó después y también cómo lo salvó de hacerlo el éxito que empezaba a tener su poemario Campos de Castilla. Leonor fue, sin duda, el catalizador de una nueva trama invisible, cuyos efectos se prolongan en el tiempo. No estuvo mucho la joven dentro de la familia, pero quedaron para siempre los versos que generó en el corazón helado de Antonio Machado.
Babelia
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