El Tour de Francia, la gran industria cultural de la épica
El libro ‘Un siglo cuesta arriba’ cuenta cómo la carrera más importante de ciclismo nació como consecuencia del ‘caso Dreyfus’. Uno de los pioneros del reporterismo, Albert Londres, contó la competición en ‘Los forzados de la carretera’
Mezclar el deporte con la política es mucho más antiguo que Mbappé y las elecciones francesas. Es, de hecho, tan antiguo como el deporte mismo. En 1894 el capitán galo Alfred Dreyfus fue acusado, con pruebas débiles, de espiar contra su propio país. Su condena provocó un debate nacional durante años al que se sumó, además de Émile Zola, el principal diario deportivo: Le Vélo. Su director se posicionó a favor del defenestrado capitán judío desde sus páginas de color verde.
El periódico organizaba las principales vueltas ciclistas de Francia, como la París-Roubaix o la Burdeos-París. Era el deporte más popular de la nación y por eso el diario tenía tanta influencia. Su posición editorial incomodó a sus principales anunciantes: Édouard Michelin, Armand Peugeot y el conde Jules-Albert de Dion. Terminaron marchándose y de Dion fundó otro periódico deportivo, L’ Auto Vélo. Lo cuenta el sociólogo Ramón Usall en su libro Un siglo cuesta arriba (Altamarea). Solo de una manera consiguieron competir contra el popular diario rival: inventando una carrera mucho más larga, el Tour de Francia. Sus páginas eran amarillas.
El Tour se ideó para vender periódicos y, 120 años después, sirve para vender suscripciones de Netflix. Es una transacción entre la plataforma y la carrera gracias a El Tour de Francia: En el corazón del pelotón (2023), que ya va por su segunda temporada. Se rueda la intimidad de la propia competición en hoteles, reuniones y coches de equipo y un año después se monta un documental de ocho episodios que haga del deporte de la siesta un producto trepidante, un reality envasado. El resultado es inevitablemente sensacionalista, pero cautivador. Heredero de los aguerridos pioneros de la prensa deportiva francesa.
La batalla de las plataformas por las audiencias jóvenes, sin embargo, encoge ante las cifras globales. El Tour es una institución imperturbable. Sigue en el club de los eventos deportivos más vistos junto a la Copa del Mundo de fútbol, la de cricket y los JJ OO (aunque conviene ser prudentes con las cifras). Por eso, la marca de accesorios deportivos Decathlon patrocina, desde este año, al principal equipo francés. Hasta ahora su mejor bicicleta no podía seducir al aficionado que monta las grandes marcas específicas. Pero es diferente si Felix Gall o Sam Bennett ganan, montados en una de ellas, una etapa en Las Landas o los Pirineos.
Las bicis que persiguió el periodista Albert Londres, con devoción de converso, en el Tour de 1924, pesaban el doble, a veces el triple. Cubrió la carrera montando un Renault que levantaba “mareas de polvo a su paso” y enviaba sus crónicas diarias a la cabecera Le Petit Parisien. Están todas en el libro Los forzados de la carretera (Melusina). Era un ciclismo jurásico: “Aquí tenemos a una fiera que devora con ferocidad caucho al borde de la carretera. Es el maillot amarillo, Botecchia. Ha pinchado y, para ir más rápido, arranca el neumático con los dientes”.
Ottavio Bottecchia fue un albañil de Friul condecorado en la Primera Guerra Mundial por haber transportado en su bicicleta una ametralladora. Se convirtió en el primer italiano en ganar el Tour, hace justo 100 años. Pedaleó al menos media hora más rápido que todos sus competidores. El catalán Jaime Janer (30º) y el cántabro Victorino Otero (42º) pasaron a la historia como los primeros españoles en terminar la carrera más dura del mundo. Janer era campeón de España, pero solo pudo participar gracias al dinero de una colecta.
Eran otros tiempos. Las etapas empezaban a medianoche y duraban entre quince y veinte horas. Los corredores se ponían cocaína en los ojos. Llegaron a París 60 de los 157 que habían tomado la salida casi un mes antes. Las crónicas de Albert Londres estimulaban la imaginación de un público que animaba en las cunetas y acudía al quiosco sugestionado por aquel deporte de masoquistas que masticaban tubulares: “A lo largo del bosque que atravesábamos se divisaban grandes hogueras de salvajes: eran los parisinos que, ante estos braseros, aguardaban el paso de los gigantes de la carretera. En la linde encontramos a una dama tiritando de frío con su abrigo de petigrís y a un caballero con sombrero de copa. Eran las tres y treinta y cinco minutos de la madrugada”.
Periódicos en el pecho
No será de noche cuando se ponga en marcha, el próximo sábado 29 de junio, desde Florencia, el primer Tour de Francia que echa a pedalear desde Italia. Aunque habría sido un homenaje al Monje Volador: “Era el único que podía moverse de noche por Florencia con cierta seguridad”, cuenta Andrea Bartali en el libro Mi padre, Gino Bartali, hablando de los peores años de la Segunda Guerra Mundial. “Tenía una bicicleta muy silenciosa y conocía bien las calles, podía cruzarla a 50 por hora, como en un velódromo”.
Bartali (tres Giros, dos Tours) no tenía insomnio. Era correo de una red religiosa clandestina de salvamento de judíos. El campeón aducía entrenar. Su fe justificaba su merodeo por las iglesias. De día ensuciaba su bicicleta para evitar el reflejo del sol que atraía el fuego de la aviación aliada, cuenta Juanma Trueba en Diccionario de Ciclismo. Un glosario sentimental (GeoPlaneta). Se llevó el secreto a la tumba. “Hay que hacer el bien, pero no hay que decirlo”.
Estas rimas entre pasado y presente son el ciclo vital, la retroalimentación narrativa, de la mejor vuelta del calendario. Un rito de mística y memoria. Por eso la cuarta etapa parte de Pinerolo, la misma ciudad en la que Fausto Coppi (“Un uomo solo è al comando”, cantaba Mario Ferreti en las ondas de la RAI) completaría su famosa cabalgada contra Bartali que le daría su tercer Giro. La misma hazaña mitificada por Dino Buzzati en las páginas de Il Corriere della Sera: “Coppi no posee la fría crueldad de Aquiles, pero Bartali vive el mismo drama que Héctor”.
No está muy claro quién sería cada héroe clásico entre el esloveno Tadej Pogacar y el danés Jonas Vingegaard, pero cada uno tiene dos Tour y urge desempatar. Su ciclismo al ataque es otra regresión nuclear. Cualquier deporte necesita rivalidades y rapsodas, y en el ciclismo forman una relación de intimidad. Antes de la mejora de la ropa deportiva, la manera de abrigarse en el descenso de un puerto era echarse al pecho la prensa del día.
Uno de los mayores premios de periodismo en Francia, precisamente, lleva el nombre de Albert Londres. Después de pasárselo bomba en el Tour, viajó por Europa buscando las raíces del antisemitismo que alimentó el caso Dreyfus y escribió El judío errante ya ha llegado (1930). El reportero terminaría muriendo en un misterioso incendio en un bergantín cerca del cuerno de África. Vivió como sus forzados de la carretera: “Pedalean como si buscaran al médico para que atendiera a su madre en peligro de muerte”.
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