Estopa da rumba, voz y orgullo a la España madrugadora del extrarradio
Los hermanos Muñoz se regalan en el estadio Metropolitano de Madrid un concierto pletórico ante 55.000 fieles, el más multitudinario en sus 25 años de carrera
Los hermanos Muñoz representan en el pop peninsular el equivalente a Andrés Iniesta para la parroquia futbolera: podrás ser culé, merengón o de la Unión Conquense, pero es casi imposible que te caigan mal. Son buenos músicos y mejor gente, llevan un cuarto de siglo dando la matraca y ni nos cansan ni se nos casan, y este sábado fueron capaces de abarrotar el estadio Metropolitano, en Madrid, sin que ni con esas se les sube la tontuna a la cabeza. Tendrán la libreta de ahorro más saneada que cuando trabajaban en la Seat, lucen las canas incipientes y reglamentarias de los casi cincuenta y se les va viendo menos garbosos, pero eso es exactamente lo mismo que le sucede a usted, a los integrantes del grupo de wasap del cole y a la práctica totalidad de los vecinos de su portal. ¿Cómo no vamos a sentir, partiendo de tantas complicidades, que los Estopa son de los nuestros?
Nadie en su sano juicio habría pronosticado, allá por los estertores del siglo XX, que aquellos chavales genuinos y resalaos de Cornellà acabarían reventando el aforo de un estadio capitalino, en el que se congregaron casi 55.000 personas. Y los primeros en asumir la insensatez del pronóstico habrían sido, claro, ellos mismos. Lo reconocía el propio David, el hermano mayor y el que lleva la voz cantante, que se puso socarrón y sentimental en cuanto finiquitó la segunda canción de la noche. “Impresionante, cabrones y cabronas. Nos habéis visto crecer desde los tiempos del Café de La Palma y el Suristán”, suspiró en referencia a sus primeras incursiones matritenses, dos salas en las que apenas podían apretujarse un centenar de almas. Y en esas, levantó la mirada, oteó la marabunta y resumió: “¡Se ha quedado buena noche!”.
La ocasión era tan propicia para el colegueo, la jarana y el subidón que a nadie pareció importarle que el sonido en el Metropolitano fuese, una vez más, sencillamente pavoroso, al menos desde la grada y durante la primera hora. Un detalle menor cuando lo que se dirime es una fiesta mayor. El sonido rebotaba por todas partes y las letras se volvían a ratos tan ininteligibles como si en el escenario se hubiese colado una banda de versiones en moldavo, pero la multitud se desgañitaba con todas, ya fueran viejas, nuevas o intermedias. Incluso con las de la entrega más reciente, Estopía, aunque apenas lleve tres meses en danza y les haya quedado sosainas, facilona y medio anémica. Llegarán más fiestas de cumpleaños para Estopa —30, 40 o los que vayan cayendo— y las seguiremos celebrando mientras el cuerpo no torne en cochambre, pero entonces nadie echará de menos títulos como El día que tú te marches, Ké más nos da o Sola. Solo a La ranchera quizá pudiéramos indultarla.
En realidad, después de 11 álbumes, David y José ya disponen de argumentario suficiente para loar desde cualquier ángulo la vida de barrio, los veraneos en el pueblo, las cenas del Telepi con birras en el congelador. La rumba siempre equivalió a compadreo, pero con Estopa asciende a la condición de grado en Sociología.
David aludió en un momento dado al barrio obrero de La Elipa (Madrid) y a sus templos gastronómicos de bravas y fritanga, pero bastaba con mirar alrededor para comprender que en el muy periférico estadio del Atleti se había congregado ese Madrid al que nunca se le ocurriría reírle las bravuconadas a un virtuoso de la motosierra. Un Madrid que gasta camisetas del Primark, camisa vaquera por fuera de las bermudas y bolsos con brillibrilli, que se ventila en cuatro tragos la yonquilata y termina provocando colas hasta en los baños masculinos. Gente guapa que no se deja sangrar la cartera en los garitos finolis de la calle Ponzano ni saldrá nunca como figurante en los vídeos autonómicos protagonizados por intelectuales de la enjundia de Mario Vaquerizo. Serán menos que los otros y no los enfocarán nunca en Telemadrid, pero también son muchos.
Los Estopa tampoco se complican la vida con chuminadas de estadio, más allá de las ya consabidas pulseritas con luces de colores que se activan, a la vez y por millares, en Tragicomedia, Me falta el aliento, Paseo y unas cuantas más. Si Taylor Swift puede, nosotros también, venían a decir. “¡Hoy nos hemos duchado en la misma ducha en que se duchó Bruce Springsteen!”, anunciaba entre risas el hermano pequeño, dejando entrever que la mitomanía le interesa un pimiento. José prefiere presumir de coche, ese antediluviano Seat Ibiza rojo con matrícula de Badajoz que coló en el escenario una hora más tarde, justo antes de Camiseta de rokanrol. Cuestión de prioridades.
Llega un momento en que el oído se acostumbra —o se resigna— y podemos distinguir las dedicatorias a “todos los trabajadores y trabajadoras que se levantan a las cinco de la mañana”, o el nada académico homenaje de José a Charles Bukowski como prólogo para Partiendo la pana. En realidad, los hermanos no pretenden inventar nada, pasan de romperse la crisma con colaboraciones ilustres y fían sus escasos recursos audiovisuales a una hormigonera con la leyenda “Hnos. Muñoz” y alguna vista panorámica de un barrio de protección oficial. Como jamás han ido de lo que no son, sencillamente se autorretratan y reivindican. Cometen excesos algo absurdos (¿a qué viene ese solo de batería en mitad de Fuente de energía?) y siguen aferrándose una y otra vez a la fórmula de la rumbita, el calorreo y los acelerones macarras en la estela de Extremoduro, porque sus ocasionales amagos de salirse del carril nunca han acabado de cuajar. Pero después de las 30 canciones y dos horas y media del fiestón de este sábado, ya nadie podrá chistarles como los mejores portavoces nacionales de la España del extrarradio.
Increíble, ¿verdad? “Un día lo contaré y no me creerán, pero lo tenemos grabado”, resumió un David Muñoz con mucha más calle que pedigrí. Y que no necesita bes ni zetas en el nombre para consagrarse, con todos los méritos, como un tipo muy grande y universal.
Babelia
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