El racismo en la historia del arte: dos exposiciones se adentran en la representación de los negros y la trata de esclavos
Una muestra en el Thyssen y otra en La Casa Encendida revelan el papel que tuvieron los personajes africanos en las obras desde el siglo XVI
Había pasado cinco años en África como director del fuerte Elmina, en las costas de la actual Ghana, y Jacob Ruychaver quería algo especial para el reencuentro con su familia en la ciudad holandesa de Haarlem. De aquel enclave de la Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales habían sido expulsados los portugueses en 1637, y aunque la idea inicial fue explotar las minas oro de la zona, ante la galopante demanda de esclavos por la trata transatlántica, aquel fuerte se convirtió en uno de los puertos más importantes para embarcar africanos hacia América y el Caribe y estuvo activo unos doscientos años, hasta que fue vendido a los británicos en el siglo XIX. Dos siglos antes Ruychaver decidió llevarse a los Países Bajos a un niño negro para retratarlo junto a su esposa e hijos y le hizo el encargo al pintor Frans Hals, cotizado renovador de los retratos en grupo de la época. El resultado fue Grupo familiar ante un paisaje, datado entre 1645 y 1648, la pieza central de la exposición La memoria colonial en las colecciones Thyssen-Bornemisza, que se inaugura el próximo martes en el Museo Thyssen de Madrid. Otra muestra en La Casa Encendida de Madrid, Un réquiem por la humanidad, coincide en su afán por revelar cómo los negros fueron representados desde el siglo XVI como inferiores, animalizados, deshumanizados y símbolo de estatus para sus “propietarios”.
“En Europa se usaba a los criados africanos como una muestra de distinción. Los hombres se los entregaban a sus mujeres para su entretenimiento, como ayuda de cámara, y cuando se paseaban por la ciudad con un sirviente les daba respetabilidad”, explica Juan Ángel López-Manzanares, conservador del Thyssen y uno de los cuatro comisarios de la exposición. Jacob Ruychaver venía de una prominente familia de Haarlem, con muchos antecesores que habían ocupado importantes cargos administrativos, un elitismo que en el cuadro se percibe en las joyas y encajes que lleva su mujer. Se ajusta al aspecto chic de familia la vestimenta del personaje africano, el más pequeño de los cinco que aparecen en la pintura, pero es menos fastuoso, con colores tenues. Mira al espectador desde los tonos ensombrecidos con los que lo pinta el pincel suelto y abierto de Hals.
“En este cuadro, desde mi punto de vista, sucede otra cosa que es frecuente en las representaciones de la época: se usa a personajes africanos para contrastar con la blanquitud de los europeos. En este caso en concreto, la chica a su lado [la hija Geertruid] está como maquillada de blanco, excesivamente reluciente. Hals contrasta lo oscuro y lo claro”, detalla López-Manzanares, que recuerda que en aquel entonces se utilizaban productos como plomo o mercurio para blanquear la piel. “Era lo máximo para la aristocracia”. Grupo familiar ante un paisaje es visto hoy como un emblema de los movimientos anticoloniales. Sandra Gamarra lo usó como referencia en su exposición para el pabellón de España en la última Bienal del Venecia; el artista afroamericano Titus Kaphar replicó la obra en gigantescas medidas para realizar un happening en 2019; y el historiador Hein Klemann publicó el año pasado una investigación en la que revelaba que la familia del cuadro eran los Ruychaver.
No es la única representación artística que asocia la piel blanca con civilización y poder y la oscura con barbarie o ignorancia. En Retrato del conde Fulvio Grati (1720-1723), de Giuseppe Maria Crespi, otra pieza que forma parte de la muestra, aparece en el extremo derecho una persona negra, totalmente desproporcionada en sus minúsculas dimensiones: apenas le llega al muslo al noble sentado con una mandolina. Un fuerte claroscuro destaca la figura principal y el brillante amarillo que cubre sus rodillas le resta protagonismo al salmón que viste el sirviente africano.
Es muy similar el óleo Retrato de Laura Dianti (hacia 1520-1525), de Tiziano, propiedad de la colección Heinz Kisters, por la desproporción de tamaño de los personajes. Una niña con un vestido de gamas ocres mira sorprendida, hacia arriba, a la amante del duque de Ferrara, ataviada con un vestido azul y dorado, con una transparencia amarilla que crea duros matices cromáticos. “Representar figuras con escala distinta era propio del medievo, en el Renacimiento se fue abandonando pero permaneció en algunos cuadros para representar a los africanos como jerárquicamente inferiores”, aclara López-Manzanares. La presencia de los esclavos es parecida en los retratos de Jan Valckenburgh (1660) y Jan Pranger (1742), ambos sucesores de Ruychaver como directores del fuerte de Elmina y ambas piezas expuestas en el Rijksmuseum.
Si no están para adular a retratados, las personas negras aparecen en las pinturas de la época como sirvientes. En el cuadro El mercado de ropa, Santo Domingo (1775), de Agustino Brunias, mujeres de tez oscura protegen del sol a sus propietarias con sombrilla. Vista de la ciudad de Manila, de Adolphe d´ Hastrel, muestra a un militar español en la costa supervisando una mercancía, mientras africanos y asiáticos hacen el trabajo físico.
En La Casa Encendia, la exposición Un réquiem por la humanidad muestra la construcción de ese imaginario racista en otras disciplinas, desde la ciencia hasta la publicidad, pasando por la literatura o la educación. “Me gusta Francisco Zamora Loboch cuando dice que el Siglo de Oro es el más racista de todos porque hay una mofa constante hacia las personas negras”, comenta la comisaria de la muestra y fundadora de la plataforma de difusión de arte negra Radio África, Tania Safura, sobre el escritor y periodista ecuatoguineano que escribe acerca de Quevedo en su libro Cómo ser negro y no morir en Aravaca: “Con Quevedo los negros salen malparados, vapuleados y vituperados. Su romance titulado Boda de negros rezuma desprecio, desdén y recochineo”.
En la sala Des-humanización, una de las dos que componen la exhibición, se busca el origen de la jerarquización de razas y encuentra un antecedente en la Controversia de Valladolid (1550). Un debate teológico entre Ginés de Sepúlveda y Fray Bartolomé de las Casas en el que se enfrentan dos visiones antagónicas de cómo solventar las duras condiciones de trabajo en la colonia que no aguantaba la población indígena. “Aunque gana la tesis Sepúlveda, Fray Bartolomé defiende a los indios como individuos que tienen alma, pero en cambio los negros no y se les puede esclavizar. Aunque se arrepintió de esto antes de su muerte, condenó a una parte importante de la humanidad”, asegura Safura. Es un precedente que finalmente eclosionaría con la trata transatlántica, el comercio de esclavos iniciado con la llegada de Portugal a las costas africanas a finales del siglo XVI y que alcanzó su apogeo en el XVII y XVIII: “Es el inicio del capitalismo racial y del destino trágico del negro. En ese momento se vuelve sinónimo de esclavo y esa condición se traslada a instrumentos jurídicos, científicos que emparentan el cráneo negro con el del mono, y se normaliza y valida a través de los años hasta ahora. Hay publicaciones del siglo XX que no solo animalizan al negro, sino que están diciendo que el negro no quiere ser negro. Ya me dirás qué piensa un niño cuando es esto lo primero que lee”, profundiza la comisaria mozambiqueña, que vive en España hace más de 20 años
López-Manzanares concuerda en que la trata transatlántica es un punto de inflexión no solo para relacionar a una raza específica con la esclavitud, sino para la figura del mismo esclavo, que se reduce a la servidumbre de por vida. “La esclavitud tiene su origen en la Edad Antigua, cuando una persona de una aldea tenía una deuda con otra persona se convertía en su esclavo por tres años como una manera de pagarlo. De hecho, esclavo viene de la palabra eslavo porque gran parte de la esclavitud procedía del mar Negro y se trasladaban por el Mediterráneo para llegar a Italia, España y Portugal”.
El afrocolombiano Yeison García, director del centro cultural Espacio Afro y otro de los comisarios de La memoria colonial en las colecciones Thyssen, junto a la chilena Andrea Pacheco y la española Alba Campo, refiere que antes de esta práctica coercitiva, la representación en el arte de los africanos no traía una concepción peyorativa tan clara como la de los siglos XVII y XVIII. “Hay un ejemplo que siempre utilizo para constatar ese cambio en la personificación, que es un mapa del siglo XIV del pintor mallorquín Cresques Abraham donde en el centro del imperio de Malí dibuja a un rey negro con una pepita de oro y explicita que regalaba riquezas a donde llegaba”. Otro ejemplo que cita es Cena en casa de Leví (1573), de Veronese, en el que varios personajes negros se mimetizan con otros de diferentes etnias porque no se destacan unos sobre otros. Safuera añade por su parte que en la Edad Media la piel morena estaba asociada al trabajo en el campo y que la relación entre tez clara y estatus solo se profundizó a partir del siglo XVI.
La herida colonial es tan profunda, ha quedado tan incrustada en la sociedad global y en su percepción actual sobre los negros, que la única solución absoluta es que la humanidad empiece desde cero, afirma Safuera. Como no es posible, la intelectualidad de raíces afro se proyecta en un futuro utópico. La sala Re-humanización relata cómo ese colectivo, a través de la mitología, la ciencia ficción y el afrofuturismo, apela a la imaginación radical para salir del pozo de infrahumanidad al que han sido condenados históricamente. Por ejemplo, la pieza de videoarte Hidra Decapita, de The Otolith Group, toma el caso del barco negrero Zong que en 1781 viajaba de Jamaica a Liverpool. La nave naufragó y el capitán decidió asesinar a las 133 personas esclavizadas a bordo arrojándolas por la borda para poder reclamar un seguro por la pérdida de la carga. El filme imagina que los hijos de las embarazadas que fueron tiradas al mar se encuentran con las embarazadas que atraviesan la travesía de las pateras, crean la tribu drexciliana y saldrán de la profundidad de los océanos para “vengarse contra la supremacía blanca”.
Una lógica parecida, la de reescribir el pasado para mirarse al futuro, siguen algunas salas de la muestra del Thyssen. Obras clásicas comparten espacio con otras del siglo XXI, provenientes de la colección contemporánea TBA21. García resalta el trabajo del brasileño Paulo Nazareth y su serie Etnografía blanca, que interviene las fotografías de expediciones científicas del siglo XIX en África y Asia: “En la narrativa antropológica, estos pueblos colonizados eran objetualizados, exotizados. Ya lo decía Edward Said: el afán de conocimiento etnográfico es un afán de dominación”.
Ante la imposibilidad de rehacer el pasado, lo que sí se puede es contar la historia desde nuevos puntos de vista, incluir la diversidad de etnias de la sociedad en los centros culturales, contextualizar lo que se pintaba en los otros siglos, cuestionarse cómo se benefician las comunidades invisibilizadas, preguntarse qué tanto del progreso del primer mundo se ha construido en base a la mano negra esclava que explotaba los minerales, prácticas que ahora encienden el debate público. “Mis hijos tienen 9 años y hablan de racismo y feminismo. Quiero entender que forman parte de una generación que se encontrará con esto”, sostiene Safura.
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