Los años imperiales de Hispavox
Un libro recupera la historia de la más legendaria de las discográficas españolas
No, Hispavox no fue la más longeva de las discográficas españolas: tal título pertenece a Discos Columbia, empresa fundada en San Sebastián en 1923. Pero Hispavox desarrolló un particular marchamo de excelencia, gracias a lo cuidado de sus producciones (el famoso Sonido Torrelaguna, en referencia a la calle madrileña donde tenía sus estudios), el nivel de pulcritud de sus portadas establecido por el formidable diseñador Daniel Gil y, naturalmente, los aciertos en sus fichajes artísticos: Mari Trini, José Luis Perales, Karina, Raphael, Miguel Ríos, Enrique Morente, Paloma San Basilio, Los Pekenikes, Nacha Pop, Radio Futura, Alaska y sus sucesivas bandas. Sin olvidar que la compañía nació con un claro compromiso cultural. Publicó ambiciosas antologías de cante flamenco o folclor español, seguidas por una extensa colección de música antigua que, muchos años después, resultaría ser una mina de oro, con el lanzamiento mundial del gregoriano de los monjes benedictinos de Santo Domingo de Silos.
Un tomo voluminoso, Hispavox. El sonido de una época (Lenoir Ediciones), enfatiza lo épico de la aventura. Fue fundada en 1953 por un grupo de socios encabezado por los hermanos José Manuel y Luis Vidal Zapater, formados en la música clásica. Pero solo pudo lanzar sus primeras referencias en 1957: con la autarquía franquista, costó años importar las prensas y el mismo material (vinilita, negro de humo) necesario para fabricar discos. Por no haber, en Madrid apenas existían estudios de grabación: la música se solía registrar en platós de cine o emisoras de radio. Eso explica que, con la expansión de los años sesenta, Hispavox optara por una planta horizontal. Se juntó todo lo necesario —excepto su imprenta— en la citada sede de Torrelaguna: fábrica, almacén, oficinas y estudios. Allí trabajó durante siete años como técnico de sonido el autor del presente libro, José María Díez Monzón (Santander, 1950), que recuerda el espíritu del momento: “En los estudios podíamos trabajar 15 o 16 horas al día. ¡Y no nos cansábamos de la música! Algunas noches, cuando terminaba mi turno, me iba al Whisky Jazz, donde igual estaban tocando los mismos instrumentistas que yo había grabado unas horas antes”.
Metafóricamente, se suele afirmar que Hispavox creció gracias a los éxitos de Karina: “No es solo que vendiera millones de discos, encarnaba a la chica ye-yé y ¡todo el personal estaba enamorado de ella!”. A pesar de su matriz conservadora, Hispavox supo rentabilizar la era de los conjuntos (Pasos, Ángeles, Mitos) e incluso se acercó al rock progresivo (Módulos), aunque se desilusionó con el pinchazo del supergrupo Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán, en 1974; no ayudó que su tema principal, Señora azul, se pudiera interpretar como una crítica política (en realidad, arremetía contra los más endiosados personajes de la prensa y la radio musicales). Entre esas dos lecturas posibles, el disco cayó en el vacío.
En la compañía también se probaban ideas audaces, sin un claro target comercial. El saxofonista Pedro Iturralde exploró la unión de flamenco y jazz con la presencia de un Paco de Lucía que todavía no tenía dimensión estelar. Otra anomalía fue Paisaje, camino y canción (1974), de Euterpe, ecléctico conjunto mallorquín que recreaba el folclor de todo el país. Sin olvidar los maravillosos delirios de Gregorio Paniagua y su grupo, Atrium Musicae. Díez Monzón recuerda que Paniagua se empeñó en grabar los diferentes zumbidos de una abeja, “y se logró”.
El autor de Hispavox. El sonido de una época prioriza lo que vivió. Los estudios no paraban durante todo el día: por las noches, entraban artistas menores o recién fichados. El ritmo solo se alteraba durante enero y febrero, cuando aparecían los grupos y solistas que confeccionaban los temas destinados a la Feria de Abril sevillana. Eran grabaciones rápidas, con tocaores eficaces —desde Paco Cepero a Enrique de Melchor— y la supervisión del erudito Blas Vega. Un hombre con olfato incluso fuera del flamenco: en 1981, descubrió al cantautor Javier Ruibal. A pesar del nombre, Hispavox era una compañía cosmopolita: el productor principal era el milanés Rafael Trabucchelli y las orquestaciones venían firmadas por el porteño Waldo de los Ríos. Ambos colaboraron en el gran pelotazo internacional del Himno de la alegría, de Miguel Ríos. El origen de los artistas no era problema: allí grabó el guitarrista Ian Davies, un flamenco de Londres, al igual que la argentina Nacha Guevara o el chileno Fernando Ubiergo.
En 1977, Hispavox dio un giro hacía el mínimo común denominador al entrar José Luis Gil, directivo procedente de la poderosa CBS, que pensaba en términos de “productos” más que de artistas con vocación creativa. Estuvo detrás del guaperas Pedro Marín, la pareja Enrique y Ana o de la televisiva Mari Cruz Soriano, cuyas partes de piano eran retocadas por el virtuoso Agustín Serrano. Gil renovó el equipo de producción, quitando funciones a Trabucchelli en favor de otro lombardo, Danilo Vaona, esencial para la triunfal etapa de Raffaella Carrá en castellano o el lanzamiento de Bertín Osborne. Con esos planteamientos, se comprende que Hispavox no entendiera a grupos como Nacha Pop y Radio Futura, aunque sí perseveró con Alaska, que buscaba el éxito mainstream: “Desde el principio, se hizo evidente que ella tenía una habilidad extraordinaria para defender sus argumentos”.
Gil, que luego volvería a Hispavox para editar los discos de Loco Mía, fue reemplazado por Saúl Tagarro, ejecutivo sin veleidades artísticas que debió tomar crudas decisiones laborales (la empresa llegó a contar con más de doscientos empleados). La gran paradoja: los resultados económicos eran suculentos, pero coincidieron con el cansancio de los Vidal Zapater, que sugirieron vender la compañía. En 1985, Hispavox se fusionó con la multinacional EMI. Diez años después, desaparecía el complejo de la calle Torrelaguna, 64. En los últimos tiempos, Díez Monzón aprovechó un viaje a Madrid para colarse en el edificio principal: “Fue desgarrador verlo todo abandonado, sin que quedaran rastros de que de allí habían salido unos 14.000 discos, entre producción propia y licencias de sellos extranjeros. Y además con la sospecha de que buena parte del archivo había terminado en el vertedero”.
Babelia
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