Compañía Nacional de Danza: una noche importante
Si hay de verdad una pedagogía del dolor en el ballet, en el último programa de Joaquín de Luz al frente de la CND se ha hecho un uso escolástico de ella; su asunción pasa del trámite rutinario al propósito moral
Se agradece la energía y el esfuerzo de la plantilla integral de la Compañía Nacional de Danza (CND) en ofrecer, con pasión (y algunos desajustes) lo mejor de sí misma. Y eso estando en medio de un clima cismático hasta lo perturbador. No fue una noche perfecta (en ballet, hablar de perfección es tan quimérico como estúpido: una cosa es la siempre imprescindible voluntad de mejora correctiva y otra el objetivo del espectáculo ideal) pero se buscaba ― y eso estuvo en la voluntad colectiva ― salir del teatro con algo de esperanza, que el buen sabor de boca que dejaban estas tres coreografías en una noche importante era que el conjunto había salido de anteriores etapas oscuras e improductivas, que los años de Joaquín de Luz empezaban a recoger algún fruto estacional, y que, de cara al futuro inmediato, quedaba modelada una línea de trabajo donde se contemplaba un quehacer prismático y esmerado. En ballet, las prisas sólo conducen al resbalón y los milagros sencillamente no existen. Si hay de verdad una pedagogía del dolor en el ballet, aquí se ha hecho un uso escolástico de ella; su asunción pasa del trámite rutinario al propósito moral.
Los programas miscelánea (o combinados) son difíciles de confeccionar, que sean equilibrados y den al público un panorama de formas coréuticas, ya sea temático o estilístico; pueden no ser de una línea única y vertical, sino el trenzado de varias. En este aspecto Joaquín de Luz ha demostrado hacerlo muy bien, conocer el repertorio ― aunque en su caso con un cierto y lógico escorar a la Escuela Norteamericana donde maduró su personalidad y criterios ― y balancearlo. El programa que vemos estos días es el último que el madrileño hará al frente de la CND, tras la abrupta y hasta hoy públicamente poco justificada decisión, muy de corte autoritario a lo “ancien regime”, de no renovarle su contrato de director artístico, con una establecida venia laboral de tres años que, al ser negada, cercena su labor y cumplimiento de proyecto. Nadie sensato y que ame el ballet puede ponerse de perfil con este panorama y perspectivas.
La CND se había enderezado y mejorado notablemente, con muchas evidencias en lo técnico y lo artístico; ni era una compañía puntera ni buscaba otro brillo que cumplir con su papel y tareas. Ahora se abren multitud de crueles incógnitas. La especulación ocupa el sitio del análisis y eso siempre es malo para todos. El fantasma de enterrar para siempre el ballet académico español y reconvertir la unidad de producción de marras en un laboratorio contemporáneo está hoy en boca de muchos y se hace espada de Damocles sobre los artistas, esos que anoche demostraban hasta el denuedo lo que quieren hacer sobre la escena: se bailó con ganas y brío.
Vemos el producto final de un ballet y la mayoría de las veces ni nos preguntamos cómo se llegó hasta ese terminado, donde muchas veces el accidente, la mecánica circunstancial y hasta la climatología, han jugado un papel decisivo. El joven y la muerte no se escapa de esto y está más que documentado y escrito con diferentes versiones de los hechos acontecidos en el propio escenario del Teatro de los Campos Elíseos en tiempos de la posguerra donde no hay nada baladí, desde el controvertido color amarillo del primer traje de la bailarina hasta el paisaje nocturnal y urbano (techos de París) que se ve solamente como fondo en los minutos finales de la obra [en Madrid no ha habido telones sino solamente algunos de los elementos corpóreos básicos del decorado; es una opción sintetizada que se admite].
Para empezar, recapitúlese sobre el hecho de que el ballet se creó a base de secuencias de percusión jazzísticas sugeridas por el propio Petit (cuyo primer papel con 19 años en 1943 había sido el Carmelo de El amor brujo en la versión de Serge Lifar para la Ópera de París) y sólo muy poco tiempo antes del estreno se recurrió al arreglo orquestal de la música del Passacaglia en do menor [BWV 582] de Bach que Respighi había hecho en 1901 como ejercicio escolar con sólo 21 años (Stokowski y Ormandy también hicieron sus versiones sinfónicas del mismo original bachiano).
Hubo mucha discusión en aquel terreno de pruebas con un Jean Cocteau libretista inspirándose en un caso real (el suicidio de un joven pintor amigo suyo); más que improvisación, hablemos de proceso intenso. Bach-Respighi sugieren aquí un fondo acompañante tensionado, pero sin demasiado tejido sincrónico (es la influencia del cine). La convivencia de trazas todavía surrealistas con la discordancia manifiesta del pensamiento existencialista, traban la acción fantástica en el ambiente naturalista de la mansarda degradada, esa guarida para la angustia vital del protagonista que acaba siendo tálamo sepulcral: amor-amante y muerte-liberación en una misma figura. En una entrevista a este diario cuando el estreno de El gato con botas (Le chat botté, París, 1985) Petit decía que esa predilección por las escenas con los muertos quizás venía de su interiorización del argumento de El amor brujo, vivido cinco años antes de Le jeune homme… (y un año antes, en 1945, había hecho Guernica con diseños de Picasso, otro ballet de muerte y destrucción saliendo de lo íntimo a lo social).
Este ballet es hoy un clásico moderno vivo y aún influyente que todos los bailarines de mérito aspiran a bordar. La pareja del estreno parisiense, eran casi novios entonces: Nathalie Philippart (una todoterreno cuyo mejor rol clásico era La Sylphide) y Jean Babilée, un aguerrido joven burgués que soñaba ya con chaquetas de cuero, motos y coches de carrera). Arrasaron. Hubo escándalo por los rozamientos explícitos (lo que se repitió en Nueva York en 1952 cuando la pieza entró en el repertorio del American Ballet Theatre). Estrenaron en el Canal el cubano Yanier Gómez y la estadounidense Yaman Kelemet; era la noche de su debut y fueron muy aplaudidos. Ambos desplegaron la lectura técnica con eficiencia y lucharon con esos perfiles dramáticos ya hoy muy consagrados y hasta mitificados.
La velada comenzó con la coreografía de Peck, un trabajo exultante donde hay bastante más miga que el inveterado latiguillo de la “velocidad americana”; la plástica deriva del refinado lujo gris metropolitano (tan upper class), capaz de crear su propia distancia electiva. ¿Articulación reflexiva? Es una posibilidad. ¿Dinámica al servicio de la geometría o viceversa? Pues también. El ballet, como género y en general, carece de un aparto de análisis estético propio, pero hay que esmerarse en ir más allá del descriptivo. Artesanías como la de Peck necesitan de esa seriedad indagatoria.
Cerró el programa el otro estreno, la obra de Bigonzetti que siempre es recibida con entusiasmo por el público. Como otras coreografías del italiano, pasa líquidamente del efecto al efectismo; le sobra un cuarto de hora y la textura es intensa, pero aplanada por la banda sonora. Los bailarines a través de conjuntos, solos, pasos a dos y otras variaciones, lo hizo más llevadero dentro de sus límites. Hay cierta jocosidad grupal, pero a la vez, las pantomimas citan desboques y dramas humanos que laten en el perfume de una música de raíz ancestral. El público que llenaba el teatro estuvo receptivo y aplaudió largo y calurosamente a todos.
Compañía Nacional de Danza
Heatscape: Justin Peck / B. Martinu; Le jeunne homme et la mort: Roland Petit / J. S. Bach – O. Respighi / Cantata: Mauro Bigonzetti / Assurd y otros. Director artístico: Joaquín de Luz. Sala Roja. Teatros del Canal. Hasta el 21 de abril.
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