150 años de impresionismo: los parias de la pintura que cambiaron la historia del arte
Francia celebra el aniversario del movimiento con una muestra en el Museo de Orsay, que recuerda la primera exposición organizada en 1874 por estos artistas marginales que, opuestos al academicismo dominante, quisieron pintar la vida moderna
Sucedió hace 150 años, el 15 de abril de 1874. En el antiguo taller del fotógrafo Nadar, en pleno centro de París, abría sus puertas la primera exposición de los impresionistas, aunque entonces aún no se les llamara así. Eran, en realidad, parias de la pintura. Se apellidaban Monet, Renoir, Degas, Pissarro, Cézanne, Sisley y Morisot, y habían sido rechazados, sin excepción, por el jurado del Salón oficial, árbitro del buen gusto en las bellas artes. La muestra de esos pintores, tal vez un reflejo del enfermizo gusto francés por la escisión, quería ser el expositor de un arte nuevo, hecho de pinceladas bruscas, tan trepidantes como la vida moderna. En él iba a importar menos la sensación de realismo que la percepción subjetiva del pintor. Más que la realidad, una mera impresión.
Estuvo abierta solo tres semanas, la visitaron 3.500 espectadores escasos y solo se vendió un puñado de obras, pero la muestra cambió el rumbo de la historia de la pintura. Rompió con las jerarquías que regían el mercado del arte, reafirmó la independencia del artista ante la sociedad y dio el pistoletazo de salida a las vanguardias y a un nuevo siglo lleno de ismos. Francia se vuelca ahora en la celebración del aniversario del movimiento, una de sus mejores exportaciones, con una gran exposición en el Museo de Orsay, París 1874. Inventar el impresionismo, que recuerda esta muestra fundacional a finales del siglo XIX. A la vez, la institución ha prestado casi 200 obras a 34 museos de todo el territorio francés, acaba de inaugurar una instalación inmersiva que permite recorrer la exposición de 1874 y acogerá un coloquio internacional sobre el impresionismo en mayo. Mientras tanto, Normandía, pequeña patria del movimiento, organiza un festival dedicado al impresionismo, cuyo plato fuerte es una exposición de los paisajes normandos de David Hockney, tal vez su mejor legatario, en el Museo de Bellas Artes de Rouen.
¿Otra vez los impresionistas? Cabe preguntarse qué queda por decir de este corriente y de sus integrantes, cuya revolución parece ya superada, convertidos como están en sinónimo de blockbuster expositivo y en carne de cañón del merchandising museístico. La muestra parisiense, que reúne un total de 160 obras —algunas, préstamos estadounidenses que cuesta bastante ver en Europa—, adopta un ángulo interesante: desmitificarlos. “Tratamos de aportar una mirada más matizada, alejarnos del relato heroico sobre este grupo de pintores y subrayar que su iniciativa respondía a sus ambiciones artísticas, pero también comerciales y de estrategia de carrera”, señala la comisaria de la exposición, Sylvie Patry. Más que un manifiesto contra el academicismo, que es como ha pasado a la historia, la muestra de 1874 fue un golpe de efecto destinado a llamar la atención y romper con la invisibilidad a la que los condenaba el Salón, único canal existente para mostrar sus obras.
Los impresionistas también tenían, pese a todo, una agenda artística que llevaba años en gestación. La llamada Sociedad Anónima, que reunía a este colectivo de pintores, compartía dos voluntades: esclarecer los tonos de la paleta y salir de las cuatro paredes del atelier para capturar lo que sucedía en las calles. La reorganización de París impulsada por Napoleón III había generado una nueva cultura urbana y burguesa, un mundo de lujo y espectáculo que encontró su epicentro en los grandes bulevares, donde se inauguró la muestra de 1874, barrio en pleno desarrollo —hoy lo tildaríamos de gentrificado— donde se acababa de inaugurar la Ópera Garnier. El proyecto de exposición alternativa databa de la década anterior, pero la Comuna de París y la guerra francoprusiana, que terminó perdiendo Francia, frenaron la iniciativa.
El movimiento encontraría un icono involuntario en una obra de Monet incluida en la muestra de 1874, Impresión, sol naciente, expuesta ahora en el Museo de Orsay. Un crítico hostil de poco renombre, Louis Leroy, la ridiculizó en un artículo, entendiendo esa impresión como una subjetividad pueril e indigna del arte. Los interesados, en otro gesto de descarada modernidad, tomaron ese insulto y lo convirtieron en una medalla que lucieron con orgullo. Aunque eso no sucedió hasta la tercera exposición del grupo, orquestada por Caillebotte en 1877, que se considera la más impresionista de las ocho que tuvieron lugar; es decir, la que mejor reflejó el presente. Otro falso mito que desenmascara la exposición en París es el de la unidad estética del movimiento: en la muestra de 1874 solo un tercio de los 200 cuadros, colgados en paredes de color burdeos, correspondían al estilo que hoy identificamos con el impresionismo. Además, entre los 31 representantes de esa primera edición no solo había jóvenes airados: entre el mayor (Adolphe-Félix Cals) y el menor (Léon-Paul Robert) había 40 años de diferencia.
El clímax de la exposición llega con las salas dedicadas al Salón oficial, que permiten entender por qué la pintura de esos pintores molestó tanto a sus contemporáneos. El academicismo imperante obligaba a ceñirse a una pintura histórica y religiosa, a un arte que miraba siempre al pasado y nunca al presente, con la excepción de algunas escenas trágicas de la última guerra que impactaron al público en 1874, como dando la razón a ese grupo disidente. Descubrir los nombres de los artistas de éxito en el circuito oficial —Gérôme, Henner, Bastien-Lapage—, resulta casi cruel: casi todos son pintores semiolvidados. Con alguna excepción notable, como Mary Cassatt, la pintora estadounidense que cambiaría de bando solo cuatro años después, cuando esos apestados ya se habían vuelto más interesantes que los artistas aplaudidos. De todos los grandes nombres, solo Manet, cercano al grupo, prefirió no participar en la muestra de los renegados.
En la quinta planta del Museo de Orsay, en el contraluz de los relojes de esta antigua estación ferroviaria, la sucesión de grandes cuadros impresionistas en la colección permanente sigue cortando la respiración, por momificados que parezcan a estas alturas los postulados del movimiento. “Hoy seguimos siendo sensibles a su libertad, a la idea de romper con las jerarquías, de tomar en cuenta un mundo cambiante e intentar capturar lo fugitivo y lo transitorio”, confirma Patry. “En realidad, estos artistas pintaron el origen de lo que vivimos en la actualidad: la transformación de la naturaleza y el antropoceno, la tensión entre aprecio y rechazo por la vida moderna”.
En sus paisajes se detecta cierta nostalgia por el mundo previo a la industrialización —Pissarro, por ejemplo, hizo lo indecible para expulsar las fábricas de sus encuadres—, una paradoja relativa en un corriente que siempre fue urbano y campestre a la vez. La vista del puerto de Le Havre que firmó Monet contrasta con su cuadro sobre la Gare Saint-Lazare. El pintor supo detectar la belleza distraída de un edificio que entonces se consideraba espantoso y prebrutalista. Es uno de los puntos álgidos de una exposición que subraya que estos maestros no fueron genios aislados, sino que respondieron a inquietudes compartidas por sus coetáneos: la contraposición de Impresión, sol naciente con las vistas del océano y el cielo normando de Boudin, mentor de Monet, es un momento de emoción pura. Y recuerda, a quien lo haya olvidado, que la modernidad se inventó en el siglo XIX.
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